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sábado, junio 20, 2020
Las resonancias fílmicas de Abd El-Krim
Seguramente el único nombre «moro» contemporáneo que llegaron a aprender buena parte de los españoles fue el de Abd El-Krim, caíd de la tribu rifeña de los Beni Uryagil (Ajdir, Rif, 1882-El Cairo 1963), al menos mis abuelos los mencionaban a menudo como jefe de los «cafres» o de las «kábilas» (cuando alguien era muy malo se decía que era «muy kabila»). Hombre ilustrado, estudió en España, y durante un tiempo albergó la sincera ilusión de que el colonialismo podría traer el progreso a su atrasado país, y cuando era cadí de Melilla estuvo al servicio de España hasta 1921, sin embargo no tardó en decepcionarse; el colonialismo venía a llevarse no a traer. Entonces organizó la sublevación en masa contra los españoles, agrupó varias tribus bajo su mando y predicó la guerra santa, recurriendo al Islam como un elemento unificador.
Con la victoria nacionalista de Annual (julio 1921) sobre el general Silvestre, creció su poderoso e influencia, que culminó con la captura de su rival Raysüli (1925). Abd el-Krim decidió entonces atacar la zona francesa de Marruecos, para apoderarse de Fez. Temerosos de su avance, los gobiernos de Francia y de España acordaron una acción militar conjunta contra el jefe rifeño, y se llevó a cabo el desembarco de Alhucemas, «gesta» que fue conmemorada en una película con el mismo título de 1948, y en la que el heroísmo hispano no deja espacio ni para los franceses, ni por supuesto para los rifeños. Dirigida por el veterano José López Rubio (1903), cineasta, dramaturgo y académico, fue interpretada por Nani Fernández, Julio Peña y ofreció a Sarita Montiel uno de sus primeros papeles. En realidad, todo se redujo a una aplastante superioridad en el armamento, ya que mientras las tropas coloniales contaban con varias escuadras y con armamento moderno, los rifeños apenas si contaban con unos pocos rifles, y fueron traicionados por el sultán Mulay Yussef. La ofensiva, desencadenada en febrero de 1926, dio como resultado la derrota total de las fuerzas rifeñas y la rendición sin condiciones de Abd el-Krim (mayo de 1926), que se entregó a los franceses.
Entonces fue deportado a la isla de La Reunión, donde permaneció hasta 1947. Se le permitió entonces regresar a Francia, pero se fugó durante el viaje y pidió asilo al rey Faruk de Egipto. Desde El Cairo prosiguió la lucha contra el dominio francés en África, como presidente del «Comité para la liberación de África del norte». Desde entonces, la figura carismática del emir rifeño simbolizó la insumisión y la resistencia a todo poder foráneo, incluida la dinastía alauí, en el norte del país, y no ha sido hasta fechas reciente que ha sido reconocido….
Su presencia en el cine no podía llegar ni por parte española ni por parte magrebíes. Pero sí aparece como un audaz e inteligente jefe guerrillero que pone contra las cuerdas a los franceses en «Marchar o morir», y lo volverá a hacer en una modesta aportación italiana al cine de «legionarios», «El sargento Klems» (Sergente Klems, 1971), obra del todoterreno Sergio Griego (también conocido como Terence Hathaway) con el luego famoso Peter Strauss. Éste interpreta a un joven oficial alemán que es confundido con un espía durante la Gran Guerra, consigue escapar adoptando la personalidad del sargento Klems, se alista en la Legión Extranjera y después de diversas peripecias es capturado por las tropas de Abdelkrim (Pier Paolo Caponi) que es representado como un nacionalista que tiene toda la razón contra los ocupantes. Se trata de una película en absoluto menospreciable en la que la aventura y el toque de erotismo (servido por la malograda Tina Aumont, hija de María Montez), van de la mano de un ambientación agobiante en la que la arena y hostilidad de las tribus rifeñas complementan el sentimiento de tragedia que acompaña al protagonista.
Y lo hará igualmente en una ambiciosa coproducción anglonorteamericana con Sir Lew Grade al frente y con Dick Richards detrás de la cámara: “Marchar o morir” (March o die, 1977). Éste acababa de realizar con un buen acabado técnico sus dudosos «homenajes» al «western» en Sangre, sudor y pólvora y al «thriller» con una revisitación de “Adiós muñeca” (1975), con Robert Mitchum, y desembarca ahora en una evocación de la Legión tratando de recuperar la fascinación de un cine que suscitaba nostalgia. La Legión es un último lugar donde coincidían aventureros y otros personajes más que dudosos, pero la historia comienza mal centrando su atención en uno de ellos, el temible irrisorio Terence Hill (a) de Mario Girotti, ésta vez sin Bud Spencer, con el que había protagonizado algunos de los éxitos más deleznables de la historia del cine europeo. Haciendo el gracioso, trata de enterrar su pasado bromeando con todo el mundo, pero a la Legión no le gustan las bromas.
El mando obliga a los recién llegados a superar las terribles pruebas de un entrenamiento brutal y despiadada amén de soportar el clásico despotismo de los mandos. Situada en el sur de Marruecos en las postrimerías de la Iª Guerra Mundial, cuenta una «historia real», la del comandante Foster (Gene Hackman) que recibe la orden de mandar un cuerpo expedicionario destinado a proteger una expedición arqueológica con un obstinado arqueólogo (Max Von Sydow) y su señora (Catherine Deneuve), que tratan de excavar una tumba de valor histórico incalculable. Foster sabe que el cuerpo que le precedió fue destruido por las tribus beréberes comandadas por el mítico El Krim (Iam Holm). Perfectamente ambientada, con una escenas de batallas muy cuidadas, Richards, como hijo de su tiempo, nos ofrece una óptica desencantada de cuerpo legionario liderado por un mando sin escrúpulos, e incluso exalta la lucha épica de los nacionalistas,. Sin embargo, fuese por la presencia de Terence Hill y/o las debilidades del guión, la película no resultó y pasó al olvido. De paso se llevó a su director que ya no volvió a dirigir. Lo mejor quizás sea la música de Maurice Jarre.
Al igual que los británicos en Kartum o contra los zulúes, y los franceses en Vietnam, el colonialismo español conoció una estruendosa «debacle», el conocido como “el desastre de Annual”. Han tenido que pasar más de 75 años para que se empiece a hablar de este horror padecidos por una soldadesca convertida en “carne de cañón”, y que sucedió cuando el Ejército español en África fue destrozado por los rebeldes rifeños. Ni siquiera se sabe bien cuántos españoles murieron. Se valora entre 8.500 y 13.000 y no se sabe porque el número de soldados destinados en África había sido hinchado: algunos oficiales se quedaba con el dinero de las pagas. La corrupción reinante, además de la cobardía, la ineptitud y la absoluta infamia de gran parte de los mandos fueron los verdaderos causantes del desastre. La carnicería duró veinte días, y hubo escenas dantescas, horripilantes. Algunos oficiales se comportaron (y murieron) con increíble heroicidad; pero muchos otros huyeron en los coches rápidos (vehículos a motor) dejando a las tropas atrás.
Más tarde, el ejército colonial se rehizo y se reafirmó en su despiadada crueldad, utilizando contra los rifeños armas químicas prohibidas e imponiendo un tipo de ejército y una manera de hacer la guerra que entre 1936 aplicarían en sueño español contra el pueblo republicano.
Esta victoria explica que una pequeña producción titulada «El desastre del Annual» (1970), de Ricardo Franco rodado en 16 mm, su autor fue incluso detenido con ocasión de su presentación en el Festival de Benalmádena, y la película para a convertirse con el tiempo en un título tan «maldito» que ni tan siquiera se ha podido ver en las sesiones nocturnas de TVE. Martínez Torres la considera en su Diccionario del cine español «como una obra muy personal sobre la decadencia de una familia burguesa envuelta en los recuerdos del desastre sufrido por el ejército español en 1921 en Marruecos» (1994).
Después del liderazgo de Abd El-Krim (que acabó con él), el otro líder rifeño que adquirió una gran importancia en el contexto de la ocupación española del norte de África fue Raisüni o Raisüli (1875-1925), que en cine sería encarnado por un pletórico, descabellado y excesivamente distante Sean Connery en la importante producción “El viento y el león” (The wind and the Lion, USA, 1975), con el que se enmarca un enfrentamiento entre el viento (salvaje) encarnado por este destacado líder de la tribu de Beni Arós, el cherif Muley Ahmed el Raisüni, y el león, que representa el presidente Teddy Roosevelt (Brian Keith), que representaban algo así como dos mundos opuestos. En la realidad, Raisüni era descendiente del santo patrón de Marruecos, Muley Idris, y por tanto formaba parte de la teocracia que gozaba de toda clase de privilegios, pero su familia había perdido gran parte de su fortuna cuando fue atacada por una familia rival, y siguiendo una tradición de la zona, se «vio obligado» a dedicarse por entero al bandidaje, con la intención de recuperar las riquezas de su familia.
Encarcelado en unas condiciones espantosas por el sultán Mulay Abdel Aziz en 1895 y liberado en 1900, Raisüni apareció en la primera década del nuevo siglo como el cabecilla más poderoso del noroeste, en un momento en que el Imperio marroquí se encontraba en plena desintegración, y levantó la bandera del nacionalismo y del Islam contra los cristianos. El Sultán trató primero de doblegarle, pero no tuvo más remedio que reconocer su autoridad, y le nombró Caíd de la región que rodea Tánger y pachá de su propio territorio en Arcila. Una de sus hazañas más atrevidas fue secuestrar a Walter Harris, a Sir Harry McLean (ambos, diplomáticos ingleses) y al millonario grecoamericano Ion Perdicaris (junto a su yerno). Todos pasaron varios días cautivo en el cuartel general de Raisüni en las montañas, hasta que fueron liberados a cambio de sustanciosos rescates y de toda clase de concesiones, y una muestra de la importancia añadida de estos personajes es que hasta el propio Theodore Roosevelt se involucró en el rescate, y envió dos cruceros de guerra a las costas marroquíes para asegurarse de la liberación de Perdicaris. En este caso, el lugar de los legionarios lo ocupan los «marines», y la joven e impulsiva bandera norteamericana sobresale sobre la de los venales colonialistas que comparten la corrupción de los poderosos del lugar.
Partiendo de esta realidad histórica, el guionista de «El viento y el león», impuso una serie de modificaciones haciendo que el caudillo berberisco, raptara a una viuda norteamericana y sus dos hijos que asisten atónitos a una brillante trama político-aventurera en la que, entre otras cosas, se ponen en juego la idea del intervencionismo estadounidense, y la amenaza de una conflagración mundial tomando a Marruecos como centro neurálgico. A pesar de sus limitaciones, El viento y el león resultó un titulo bastante apreciado en su momento, cuando apareció como una apuesta renovadora del cine de aventuras sobre el contexto árabe, con un nacionalista audaz como protagonista, lleno de propósitos liberadores, aunque vista más en perspectiva dicha impresión necesita ser muy matizada.
Como película de aventura, su inicio está pleno de energía. Unas olas estrellándose contra una playa y el vuelo de unas gaviotas constituyen la tarjeta de presentación de un grupo de jinetes berberisco que cabalgan hacia Tánger; las olas hablan de su ímpetu, las gaviotas de su naturaleza de hombres libres, en su audacia avanzan impetuosamente por las calles modernas de Tánger. Su objetivo se encuentra en un jardín de un palacete mientras se oye en off la conversación que mantienen un hombre y una mujer; ella, Eden Pedecaris (Candice Bergen), es una viuda norteamericana que no pierde de vista a sus dos hijos. Cuando se dispone a tomar el té, su hijo es testigo atónito de la súbita muerte del mayordomo cargado con la bandeja. Los berberiscos irrumpen el ágape, y cuando el espectador aún no ha tenido tiempo de respirar, se llevan a los dos niños y a la mujer. Entonces descubren la presencia electrizante del Raisuli (Sean Connery), el caudillo de la tribu. Desde entonces se establece un contrapunto entre ambos, a ella le importan sus hijos, a él el rescate que ayudará a su causa, ella lo trata de «bárbaro», a lo que él responde con orgullo que es un guerrero, el jefe de un pueblo oprimido, y que su justicia es más limpia que la que impone la civilización de ella. Dirigida por en un principio prometedor (Dillinger), pero luego cada vez más siniestro John Milius que en sus delirios ultraconservadores realizaría una de las películas más brutales y cínicas de la época Reagan: «Amanecer rojo» (Red dawn, USA, 1984).
Se puede decir que esta película pertenece todavía a la primera fase, pero su comienzo prometedor, defrauda cuando la acción se detiene para ofrecer una alternancia metafórica en la tanto sus aguerridos berberisco como la señora Eden se ajustan a clichés cinematográficos convencionales, y el enfrentamiento de caracteres Eden-Raisüli, está resuelto con escasa elegancia a base de recurrir a lugares comunes y de agudizar verbalmente unas diferencias que parecen entresacadas de otras películas, y en las que la «brillantez» desplaza cualquiera verosimilitud. Aunque Milius toma decididamente partido por Raisüli y los secuestrados (es decir, por el viento y por quienes se inclinan a favor del viento), y arremete contra el presidente norteamericano o a sus hijos (recuérdese que la hija mayor de Roosevelt le pide a éste que lleven allí a Raisüli encadenado), también su descripción del sultán de Tánger y de los militares de una y otra nacionalidad resulta claramente sarcástica. En resumen, se trata de un explosivo cóctel cuyo efecto se malogra por culpa de una realización que no acierta a extraer provecho de las muchas posibilidades de la historia y de un guión que pone excesivamente el acento sobre aspectos que están bastante explícitos sin necesidad de recurrir a subrayados verbales.
Y de momento, eso esto. Hasta el momento el cine español no ha mostrado el menor interés sobre estas historias, y cabe suponer que el de Marruecos tampoco. Lamentablemente, el tema anticolonialista no suscita entres nosotros, o sea en el pueblo de izquierdas, ni la mitad de atención que merecería.
Sin duda el cine pueda ayudarnos a neutralizar nuestra maldita educación colonialista y racista si no queremos ser cómplices de los miserables….
Pepe Gutiérrez-Álvarez
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