Recorrer el camino que trazó el recientemente fallecido Fernando Ezequiel «Pino» Solanas dentro del quehacer cinematográfico conduce ineludiblemente hacia una miríada de nombres propios que, con improntas estéticas diversas, ocupan lugares destacados en la historia de la cultura argentina.
Al igual que Leonardo Favio, Adolfo Aristarain o el chileno Lautaro Murúa, estuvo entre quienes acompañaron al director José Martínez Suárez en las actuaciones de una película que con el transcurso del tiempo se reveló como un auténtico semillero de futuros realizadores. Se trató de Dar la cara, estrenada en 1962 y cuya idea original para el guion el escritor David Viñas convirtió, a renglón seguido y con idéntico título, en una novela.
Efectuó sus primeros ejercicios detrás de la cámara gracias a la publicidad, de la que también procedieron, por ejemplo, Ricardo Becher, Rodolfo Kuhn y Néstor Paternostro. Estos dos últimos no desaprovecharon la oportunidad de incluir en Los jóvenes viejos (1962) y Mosaico, la vida de una modelo (1968), respectivamente, paneos de esa bulliciosa actividad creativa, destinada al consumo de masas.
Como es el caso también de la impactante Hermógenes Cayo (1969) de Jorge Prelorán, el modo novedoso de tratamiento del material fílmico -obtenido de primera mano o a través del trabajo de archivo- que encarnó La hora de los hornos, la que Solanas culminó en 1968 junto a su compañero del Grupo Cine Liberación Octavio Getino, tuvo un antecedente inmediato en la Escuela Documental de Santa Fe, inaugurada por Fernando Birri. Prueba de ello fue la incorporación, dentro de la monumental película, de un pasaje, hoy legendario, del ya mítico cortometraje Tire dié, fruto de una tarea de estudiantes de la Universidad Nacional del Litoral coordinada por Birri en 1959 -aquel en el que unos niños andrajosos corretean a un tren en movimiento mientras les piden a gritos a las personas que se trasladan a bordo que avienten una chirola.
A su vez, el propio Fernando Birri reconoció a Pino Solanas y a Octavio Getino como integrantes de una generación de cineastas que promovían una ruptura con el sentido ideológico que guiaba la manera inveterada de filmar. En su experimental Org (1979), amalgamó la prédica de esta dupla de directores con las del brasileño Glauber Rocha, del cubano Julio García Espinosa, del estadounidense de origen lituano Jonas Mekas, del italiano Roberto Rossellini, del galo Jean-Luc Godard y del checo Jan Nemec.
De La hora de los hornos a la Actualización doctrinaria
Proyectada en forma clandestina bajo el Onganiato, y pletórica de tópicos programáticos, La hora de los hornos explicitó un enconado rechazo a toda mercancía cultural que provocase la colonización de las subjetividades; culpabilizó a las instituciones educativas oficiales de inocular una tilinguería alienante, alejada del urgente contexto nacional. Así se entiende que exhibiese como un testimonio de tal podredumbre del pensamiento las respuestas ofrecidas por el escritor Manuel Mujica Láinez, entrevistado durante la presentación de su libro Crónicas reales en un salón llamado «Pepsi-Cola». Una metáfora de la decisión de rescatar del vertedero de la industria los elementos que la cosmovisión aristocrática del arte consideraba desperdicios, puede ubicarse en la banda sonora de La hora de los hornos. A cargo del percusionista Domingo Cura, éste la interpretó valiéndose de unos tambores de 200 litros para gasoil. Construida con un lenguaje con intenciones de ruptura, que sin embargo no se priva de elementos “de impacto” aprendidos en el recorrido publicitario de Solanas, La hora de los hornos aparece guiada por un confuso planteo de “liberación nacional” propio de la izquierda peronista, en el que conviven la cita a los procesos revolucionarios del período con la loa a la gestión de Juan Domingo Perón, que concluyó con su rendición sin lucha ante los militares en 1955.
El propio Perón reconocería que esa retirada, que abrió el camino de largos años de dictaduras, fue un “grave error”, que debió haber convocado a una “gran movilización” y fusilar a los golpistas y que “esa gente llegó para hacer el más grave daño que se le pudo haber hecho al país”. Es este contexto el que inspira Los hijos de Fierro, film de 1972 en que Solanas alegoriza la resistencia que se organizó en el movimiento obrero tras la autodenominada «Revolución Libertadora» del 16 de septiembre de 1955 y las réplicas con represión y tortura perpetradas por los gobiernos de facto. Abrevando en la tradición cinematográfica del drama con ambientación de época y de ribetes naturalistas, que forjaron, entre otros, Leopoldo Torres Nilsson, Lucas Demare, Mario Soffici y Catrano Catrani, Pino Solanas buscó imprimirle una nueva vuelta de tuerca al género de la gauchesca, y para eso recurrió al poema de José Hernández, canonizado como su exponente más acabado. Julio Troxler, militante peronista y sobreviviente de los fusilamientos de 1956 en los basurales de José León Suárez, representó a uno de los vástagos de la descendencia perseguida (Y no sería esta su única colaboración para la pantalla grande, dado que el director Jorge Cedrón lo convocó a participar en la adaptación que llevó a cabo, entre 1970 y 1972, del texto de 1957 de Rodolfo Walsh, Operación Masacre, la investigación periodística sobre dichas ejecuciones arbitrarias de las que se salvó). Avizorando quizá el ostracismo al que lo condenaría la dictadura cívico-militar en su país, el uruguayo Alfredo Zitarrosa le puso voz a los candombes que musicalizaron las peripecias del destierro.
El citado reconocimiento de su “grave error” lo realiza Perón justamente en una larga entrevista realizada por Solanas y Getino en 1971, que se conociese como Perón: Actualización política y doctrinaria para la toma del poder. En el material, que formaba parte de la agitación para su vuelta al gobierno de la Argentina, el general que años antes se había declarado un fiel defensor del capital ante la Bolsa de Comercio esgrimía un lenguaje combativo, buscando acomodarse al proceso de izquierdización y radicalización política abierto por el Cordobazo. Discursos aparte, la vuelta de Perón tendría como objetivo principal cerrar ese proceso, como quedaría definitivamente demostrado con el accionar criminal de la Triple A –que se cobraría entre tantas vidas la del mencionado Troxler. El propio Solanas, que había fomentado ese retorno, sufriría las amenazas de la organización paramilitar del gobierno peronista y se exiliaría finalmente en 1976.
El exilio y la postdictadura
Tangos, el exilio de Gardel (1985) y Sur (1988), ambas producidas por su amigo el riocuartense Envar «Cacho» El Kadri (antiguo líder de las Fuerzas Armadas Peronistas), son las dos partes en que se desdobla una misma estructura argumental: la partida forzosa y el regreso a la patria de los recuerdos. Cual los pliegues del bandoneón, en ellas se expande y se contrae el dolor irrestañable de las pérdidas. Pero los pronunciamientos políticos de otrora se diluyeron en aras de un tono sensiblero. Como si en el reverso de las desilusiones Pino Solanas hubiese hallado una esperanza abstracta, exaltándola a través de los versos de «Vuelvo al Sur», una canción del film Sur que inmortalizaron Astor Piazzolla y Roberto Goyeneche.
Sus dos últimas incursiones en el terreno de la ficción fueron El viaje (1992) y La nube (1998).
La primera, con una ambiciosa puesta en escena, gira en torno al periplo plagado de revelaciones que protagoniza un adolescente ávido de saldar cuentas con el legado familiar. El impostergable realce de las raíces se hermana con un necesario destino latinoamericano, concluye el desvaído mensaje que se insinúa entre las rezongonas denuncias de la corrupción menemista.
La segunda, basada en la obra Rojos globos rojos del dramaturgo y psicodramatista Eduardo «Tato» Pavlovsky, retrata cómo un espacio que alberga los sueños de una compañía de teatro independiente sufre el asedio de las lógicas neoliberales del espectáculo, apañado por las traiciones y complicidades que se adueñaron de los ministerios de la República. Por momentos remeda el absurdo y el grotesco fellinianos, impresión que acentúan los fragmentos sonoros que compuso el pianista Gerardo Gandini. Sin embargo, una amonestación quejumbrosa por los valores que el vaciamiento rapiñó tiñe casi toda la trama.
A continuación se encuentra el período ocupado por una serie de documentales, mediante los cuales rubricó en algunas ocasiones su maestría técnica en el oficio (la sobriedad con que registró el funeral de la longko mapuche de la comunidad Gelay-Ko Cristina Lincopán, víctima directa del saqueador método del fracking en la provincia de Neuquén, habla de una ética innegable en el aspecto formal). En forma general, el tema de estas producciones sería el vaciamiento de los recursos nacionales y los conflictos abiertos en torno a ello. Memorias del saqueo, estrenada a comienzos del kirchnerismo (2004), se centraba en los procesos de privatización y la corrupción durante el menemismo, sin mención de la participación en los mismos del propio Néstor Kirchner –que presentaría el film de forma entusiasta en el Festival de Mar del Plata. Su posterior crítica a los Kirchner aparecería registrada en otros documentales de temáticas afines, con denuncias sobre el accionar de los pulpos vaciadores, pero guiados por planteos de tipo nacionalista que ya habían demostrado su fracaso en el pasado. Así, por ejemplo, Oro impuro esgrimía un planteo de explotación mixta entre el Estado y las corporaciones mineras expoliadoras e históricamente beneficiadas por el mismo.
Las más de las veces, estos films le sirvieron de pretexto para lanzar las erráticas alianzas partidarias que motorizó en la veintena de años que ya se han ido de este siglo XXI, del que Pino Solanas se despidió el reciente sábado 7 de noviembre.
Gastón Rama
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