El libro fue reeditado en 2020
“No, no era alegre. Pero cuando volvieron a pedalear sobre una ruta asoleada las horribles palabras se vaciaron de todo sentido: una ciudad de cuatrocientas mil almas volatilizada, la naturaleza desintegrada: ya no despertaba ningún eco. Ese día estaba bien ordenado -azul en el cielo, verde en las hojas, amarillo en la tierra sedienta- y las horas se deslizaban una tras otra desde la madrugada fresca hasta el horno del mediodía; la tierra giraba alrededor del sol que le estaba asignado, indiferente a su carga de viajeros sin destino: ¿cómo creer, bajo ese sol tranquilo como la eternidad, que hoy algunos poseían el poder de transformarla en una vieja luna?”
Los Mandarines, Simone de Beauvoir.
La guerra entre Rusia y Ucrania sacude Europa. Las amenazas de extender el conflicto militar se multiplican junto con la evocación más extrema de todas: el uso de armamento nuclear. La calma duró un suspiro luego de los enfrentamientos en Chernóbil y el incendio provocado en la mismísima zona de exclusión de la planta nuclear que explotó allá por 1986. Las tensiones se incrementan con el suministro de material pesado a Kiev por parte de Estados Unidos, la intención de Finlandia y Suecia de entrar a la OTAN y la posterior amenaza del ex mandatario ruso Dmitri Medvédev de enviar armas nucleares al enclave de Kaliningrado.
La guerra está tomando ribetes propios de un relato distópico de Philip K. Dike o Ursula K. Le Guin, pero es parte de nuestra actualidad… y una bien concreta. El temor a la hecatombe nuclear ha vuelto sin pedir permiso y quienes pensaban que pertenecían a los libros de historia del siglo XX, a los tiempos de Kennedy, Truman, Krushev y Castro, se equivocan.
Este año se cumplirán setenta y siete años de uno de los crímenes a la humanidad más aberrantes de la historia, y no es precisamente moco de pavo en una historia marcada por la lucha de clases. Con la Alemania nazi ya caida y una guerra mundial en ciernes, Estados Unidos arrojó sobre la población japonesa dos bombas de 16 y 22 kilotones, más de dos mil veces la potencia del Grand Slam británico, la bomba más grande jamás usada en la historia de las guerras hasta entonces. 250.000 personas murieron en Hiroshima y Nagasaki; y el mundo luego del 6 de agosto de 1945 ya no sería el mismo.
Durante el 2020, “Hiroshima” de John Hersey fue reeditado al español por la editorial Debate. Un clásico del ensayo moderno literario, de la mano de uno de los primeros periodistas occidentales en llegar al lugar de los hechos. Su relanzamiento no ha podido ser más oportuno dado los tiempos que corren. Un ensayo que da testimonio de un grito desgarrador que recorrió las islas niponas hace unos tres cuartos de siglo.
Un trabajo pionero
Hiroshima, de John Hersey fue una de las primeras crónicas en ser publicadas sobre las consecuencias de la bomba atómica en Hiroshima. Un año después de ser arrojada, Hersey visitó la ciudad enviado por el New Yorker en un Japón ya por entonces ocupado por el ejército yankee.
Haciendo uso de un recurso ingenioso a la hora de poder llegar al lector cuando las matanzas son monstruosas y las víctimas se cuentan por cientos de miles, Hersey recurre a lo más pequeño: al antes, durante y el después de una media docena de supervivientes, los llamados hibakushas.
La señorita Toshiko, empleada del departamento de personal de la Fábrica Oriental de Estaño. Masakazu Fujii, doctor de un hospital privado en la vera del río Ota. Wilhelm Leinsorge, sacerdote alemán de la compañía de Jesús o Terufumi Sasaki, joven miembro del personal quirúrgico del hospital de la Cruz Roja; son sólo algunos ejemplos de ciudadanos que Hersey indaga en dónde y cómo se encontraban cuándo la ciudad en un segundo pasó a tener 6000 grados centígrados en su centro metropolitano.
Para dimensionar acaso, al igual que sucede al revelar una foto, como producto de la energía liberada las personas pasaron a ser sombras sobre las paredes y el piso. La mica y el granito se fundieron, los postes telefónicos se carbonizaron aún a cuatro kilómetros del impacto y las baldosas de cerámica se hicieron cenizas. El horror recorre el ensayo en cada una de sus páginas, pero también la potencia del humano para organizarse frente a la tragedia.
El desconcierto frente al horror, los incendios que azotaban la ciudad, la horda de heridos y quemados que llegaban desde todos los puntos cardinales a los pocos centros de cuidados que seguían en pie o la ignorancia frente los primeros efectos de la radiación en los cuerpos (“la piel le colgaba de la cara y de las manos”,”las cuencas de sus ojos huecas, y el fluido derretido resbalando por sus mejillas”) son las imágenes que Hersey a través del testimonio de los hibakushas nos rememora.
Las secuelas del desastre llenan la segunda parte del libro (en posteriores anexos que le hiciera Hersey al ensayo), como la reconstrucción de la ciudad, los primeros movimientos antibomba japoneses, los pedidos por justicia, intercalado con el desarrollo nuclear de esos años, como la primera bomba de las URSS en el 49, la primera bomba de hidrógeno en el 53 o el armamento nuclear primogénito de Inglaterra, China e India en los albores del 50. Sin dudas un punto estremecedor del libro es cuando uno de los hibakushas se cruza (sin ser avisado) en la TV de aire estadounidense con el copiloto del Enola Gay, el avión que arrojaría la bomba.
Ciencia y régimen social
El ensayo de Hersey se suma a un asidero que W.G. Sebald, escritor aleman, repasa en “Sobre la historia natural de la destrucción” que va desde la propia obra de Sebald recordando los bombardeos aliados sobre Dresde y Hamburgo, hasta el gran escritor y nobel japones Kenzaburō Ōe en Notas de Hiroshima, publicado en el 97. Hace unas semanas, en el DiarioAr, Irene Lozano (30/3) comentaba que “cualquier cifra, cualquier dato, cualquier descripción de los dos bombardeos desborda nuestra imaginación moral. Por eso hay que leer a Hersey”.
Hemos alcanzado un grado en la ciencia y técnica que de no cambiar las relaciones sociales, nos llevará a la autoliquidación, ya sea por las bombas que hemos sabido concebir, el calentamiento global o las pandemias zoonóticas.
En noviembre de 1945, tres meses luego de arrojar su creación sobre la población civil de Hiroshima y Nagasaki, Robert Oppenheimer, líder del proyecto Manhattan, brindó un discurso ante sus colaboradores en que estableció que ya que los “buenos propósitos” de la ciencia nacidos desde el Renacimiento, eran conquistar “el mayor poder posible para controlar el mundo”, la bomba atómica habría sido su “inevitable producto”.
Por el contrario, como señala correctamente Ernest Mandel (1), el único producto inevitable del esfuerzo para conquistar la naturaleza es el conocimiento de cómo liberar la energía atómica. El uso para fines destructivos no era ni es inevitable. En todo caso, la bomba es el producto de un orden social determinado, de una forma dada de organización social y esa organización social es el resultado de la falta de habilidad temporaria de la humanidad para controlar (conquistar) racionalmente los procesos sociales. Es debido a que el mundo social -que es parte del mundo natural- está en sí mismo insuficientemente conquistado que la bomba atómica fue producida, no porque hubiera demasiado conocimiento.
Pedro Cataldi
1 “El significado de la Segunda Guerra Mundial”, 1986. Mandel (1923-1995) fue un intelectual belga y dirigente político del Secretariado Unificado.
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