El Partido Laborista se quedó, en las elecciones generales del 4 de julio pasado, con el 64% de las bancas del Parlamento —una mayoría que resulta más holgada si se suman la veintena de escaños del partido Demócrata Liberal, un aliado. En cuanto a los votos propiamente dichos, el mapa político difiere sustancialmente. El “Labour” obtuvo solamente el 34% de los sufragios, que incluso lo colocan en minoría frente a la suma del Partido Conservador —24%— y Reform, de la ultraderecha, que consiguió el 14%. La ventaja parlamentaria por el candidato Keit Starmer —un laborista convertido en Caballero (“Sir”) por la fallecida reina— obedece a la particularidad del sistema de votación por circunscripciones. La participación electoral, un 59% del electorado, fue muy baja, apenas superior a la de 2021 y a 1884. Como los conservadores cayeron como una roca en comparación al 44% que lograron en la elección precedente de 2019 —una pérdida de 20 puntos—, el electorado se las ingenió para derrotar a ambos bandos en disputa al mismo tiempo. La lectura electoral y la lectura política de lo ocurrido divergen en forma sustancial. Por ese motivo, algunos analistas han adelantado que al nuevo primer ministro le depara el destino del francés Macron y del alemán Scholz. Traducido al dialecto rioplatense, han consagrado a un De la Rúa.
No se agota con estas contradicciones electorales la singularidad de las elecciones británicas. El partido del ‘caballero’ laborista Starmer contó con el apoyo de la prensa de la City y de la derecha. Es lo que ocurrió con el diario The Telegraph y Rudolph Murdoch, un magnate de la prensa amarilla que hace algunos años compró el periódico The Wall Street Journal. El otro apoyo de Starmer lo brindó Larry Fink, el mandamás del fondo BlackRock, el más importante del mundo. Nada de esto, sin embargo, es ajeno al orden de las cosas, pues el mismo primer ministro saliente, Rishi Sunak, adelantó el llamado a elecciones con el propósito de pasarle el mando del gobierno a su rival ocasional, con el propósito de que un recambio de cúpula sirva a la contención de una situación ingobernable –como lo hemos advertido en un artículo precedente. La oligarquía inglesa ha perdido muchas cosas, por ejemplo, el imperio, para pasar a ser la novena economía del mundo, pero no la caballerosidad monárquica. BlackRock pretende quedarse con el monopolio de la instalación de la energía eólica con la garantía del Estado. Se trata del régimen macrista-liberticida de la Propiedad Pública Privada, de la cual Gran Bretaña ha sido una vanguardia duplicada –porque la lidera desde hace cuarenta años y la sigue impulsando en medio de una ola de quiebras que reclaman el rescate estatal. Es lo que ocurre ahora mismo con la compañía de tratamiento de aguas Waters, acusada incluso de derivar agua sin tratar a las cañerías de agua potable. Hace seis años quebraron, con el mismo sistema, las dos principales constructoras británicas.
La votación contra los conservadores fue impulsada por un aumento implacable del costo de vida desde el estallido de la pandemia del Covid-19. El Reino Unido tiene los índices de pobreza más altos de Europa, por ejemplo, por encima de Polonia. Peor aún es el aumento de la desigualdad social, porque el mercado de Londres sigue acumulando fortunas en estas circunstancias. La productividad del trabajo es una de las más bajas del mundo, como consecuencia de una tasa negativa de inversión neta (deducida la amortización del capital). El retroceso social del país, de características históricas, expone asimismo el fracaso del Brexit –el retiro del Reino Unido de la Unión Europea. La premisa de que el retiro llevaría a prodigiosos tratados de libre comercio con Estados Unidos, de un lado, como también de India y China, no tuvieron siquiera un arranque. El único núcleo sólido de su economía, la Bolsa de Londres, ha sufrido un golpe irreversible a partir del derrocamiento de una precursora del mileísmo, Liz Truss, cuando pretendió financiar con endeudamiento internacional una violenta baja de impuestos a los grandes capitales financieros. La ex primera ministra inauguró el período de “las rebeliones bancarias”, que se suma a las rebeliones populares.
Rishi Sunak deja el gobierno (y también el país) luego de un intenso y desaforado apoyo a la guerra de la OTAN contra Rusia, que ha multiplicado en el caso de la limpieza étnica que desarrolla el sionismo contra el pueblo palestino. Sin conocer las andanzas de Patricia Bullrich, ha enfrentado con un plataforma represiva a las enormes manifestaciones de masas en apoyo al pueblo palestino. El “caballero” Starmer se ha comprometido a ir más lejos aún en la política de guerra. Con esa plataforma produjo un golpe de estado en el Partido Laborista para desalojar de su dirección a Jeremy Corbyn, que ha renovado de todos modos su banca parlamentaria, en calidad de candidato independiente. Es el principal motivo, añadamos, del apoyo que el “caballero” ha recibido de parte del nonagenario Murdoch y de Fink —un amigo de Javier Milei.
Starmer carece de mandato no solamente porque fue votado por el 20% del padrón electoral (33% en un participación del 59%); no ha presentado una política alternativa. Numerosos comentaristas han tachado al Manifiesto del Labour, o sea, el detallado programa electoral, un documento vergonzoso. La decadencia de la economía y la sociedad británicas, y su participación en la economía mundial, no tienen retorno. Con una productividad decreciente, su endeudamiento externo no para de crecer. Para “desbloquear” la inversión, los medios financieros no tienen otra propuesta que el “ajuste” —objetivamente, un “Rodrigazo” que instale un régimen “deflacionario” de quiebras y depresión económica.
Jorge Altamira
07/07/2024
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