miércoles, septiembre 17, 2008

982 crímenes sin memoria histórica

Es la lista más incómoda para los defensores de la Ley de la Memoria Histórica. En el fusilamiento de estos mil antifascistas por republicanos no intervino Franco. Un periodista los rescata del olvido, elabora un documento y se lo entrega a Garzón.
El coronel Luis Barceló no era comunista pero se había afiliado al PCE porque simpatizaba con su política de guerra. Fue el penúltimo fusilado por su propio bando, el republicano, apenas 12 días antes del fin de la guerra. 18 de marzo de 1939. Cementerio Este de Madrid. Un pelotón de soldados republicanos apunta al coronel. Pidió que no le vendaran los ojos, y en el último momento levantó el puño. La ráfaga no pudo silenciar su gritó: «¡Viva la República!». Cuatro días después, otro comunista, José Conesa Arteaga, cerraba la lista más infame. En el mismo cementerio, ante el mismo pelotón, con las órdenes del mismo verdugo: el coronel Casado, presidente del Consejo Nacional de Defensa de Madrid. Seis días después caía Madrid. La guerra no duró ni un mes más.
Rojos contra rojos. Socialistas disparados en la nuca por comunistas junto a una estatua de Pablo Iglesias, anarquistas aniquilados por los del puño y la rosa... Llevo cinco años investigando y ahora con el debate abierto de la Memoria Histórica, lo puedo contar. Esta es la historia de la otra lista sangrienta de la Guerra Civil. Mi lista: 982 antifascistas asesinados por antifascistas en el bando republicano. Muchos de ellos están en fosas perdidas.
Noche del 3 al 4 de mayo de 1937. Barcelona dormía en relativa paz. Poco o nada hacía pensar que durante el día comunistas, nacionalistas y anarquistas habían estado combatiendo de nuevo en sus calles. Pero esta vez la lucha había sido entre ellos mismos. Rojos contra rojos. A escasos 200 metros de la Generalitat, varios Mossos d'Esquadra encargados de defender la sede del Gobierno catalán charlaban con sus compañeros comunistas de la Plaza del Angel. Sentados en la barricada, junto a las ametralladoras, maldecían a su nuevo enemigo: «Estos murcianos nos van a hacer perder la guerra». «Tienen aterrorizado el campo con sus experimentos colectivistas. Al campesino que no les obedece, lo fusilan». En ese momento, dieron el alto a dos jóvenes que, un tanto despistados, se dirigían al edificio de la CNT en la Vía Laietana. «Estos también son italianos, fascistas encubiertos, contrarrevolucionarios», sentenció uno de ellos. «¡Llevadlos a la Generalitat!».
Eran Lorenzo De Peretti y Adriano Ferrari, veinteañeros anarquistas que se habían escapado de su casa en Milán para combatir al ejército de Franco. Apenas sabían español y menos catalán. No entendían donde les llevaban. A culatazo limpio los plantaron en la plaza de Sant Jaume, donde se encontraron con los ultranacionalistas de Estat Català, los que más odiaban a los anarquistas. Los que hacían de guardia personal del president Companys no lo dudaron. Llevaron a los detenidos a un lateral del edificio y los fusilaron.
Protegidos por la noche y la confusión de aquellas horas, sus ejecutores abandonaron los cuerpos en una callejuela cercana. «A estos desgraciados nadie los reclamará», pensaron. Pero la verdad siempre se abre paso. Los archivos del PCE, del Registro Civil de Barcelona y un libro de su compañero Aldo Aguzzi han permitido reconstruir aquel crimen. El cometido por republicanos contra sus propios compañeros de armas. La olvidada guerra civil dentro de la Guerra Civil.
Indalecio Prieto, ministro de Defensa de la República, recibió con semblante triste a los periodistas el 30 de agosto de 1937. Toda la franja del norte republicano -País Vasco, Cantabria, Asturias y parte de León- acababa de caer en manos del bando nacional. La primera pregunta fue: «¿Cuál ha sido la causa?». El, de ojos grandes y barriga generosa, se quedó pensativo y contestó: «¡La Sexta Columna! Los antagonismos políticos y su conjunto corrosivo». Al leer esta frase supe que había tema de sobra para una tesis doctoral. ¿Se habían matado tanto entre sí los antifascistas como para afectar al curso de la guerra?
En aquel momento, el listado de asesinados que tenía en mi ordenador era muy corto. Los 218 contados anteriormente por los historiadores Solé y Villarroya y algún otro perdido. Sin embargo, poco tardaron en aumentar. Cada día de archivo o de hemeroteca me aportaba casi siempre uno nuevo. Los casos se amontonaban con rapidez.
El 4 de mayo de 1937, nada más amanecer, los anarquistas atacaron por diferentes calles la plaza de Sant Jaume. Los Mossos y nacionalistas que defendían el enclave no hablaban del asesinato cometido la noche anterior. Simplemente, seguían maldiciendo a sus oponentes porque no les daban tregua. Mientras, en Sant Andreu, en las afueras de Barcelona, el secretario de las Juventudes Libertarias del barrio esperaba a sus correligionarios. Poco a poco llegaban anarquistas con las armas que habían podido conseguir (escopetas, fusiles y granadas). La mayoría era demasiado joven para ir al frente o estaba de permiso. «¡Venga, subid rápido que en el comité regional nos necesitan!». Al final, se montaron en el vehículo 12; dos delante y 10 detrás. «Con estos amigos de los burgueses no tenemos ni para empezar, ya veréis, cuando Barcelona sea nuestra iremos después a Valencia», comentó uno de ellos. El transporte público estaba en huelga y los comercios habían cerrado por miedo. Alguien les avisó que bajar por el Passeig de Gràcia era un suicidio. «Mejor dar un rodeo por el Parc de la Ciutadella». Allí les esperaba un control de milicianos comunistas de la Columna Carlos Marx. No hubo respuesta posible. Enseguida se vieron rodeados de fusiles y ametralladoras. Bajaron del camión con las manos en alto y fueron trasladados al cuartel Voroshilov. Los torturaron durante varias horas, llegando a amputarles dedos o testículos, hasta que decidieron sacarlos de allí para no dejar rastro. Maniatados y moribundos los trasladaron camuflados en ambulancias hasta la confluencia de las carreteras de Cerdanyola y Bellaterra. En una cuneta, recibieron el tiro de gracia. Los encontraron cinco días después, por lo que su identificación fue imposible.

MASACRE DEL DÍA 4

En mi tesis para doctorarme en Periodismo por la Universidad CEU-San Pablo, gracias a la documentación bibliográfica y de archivos, aparece el listado de las víctimas de aquella masacre del día 4. El número iba aumentando y aquella lucha fratricida revelaba episodios cada vez más atroces. La prensa y el archivo de la Causa General me informaban de multitud de asesinatos en pueblos aislados de la retaguardia. Por ejemplo, en el pequeño pueblo de Oliete (Teruel) el 7 de mayo de 1937 apareció un grupo de anarquistas y detuvo a cuatro antifascistas, militantes dos del PCE, otro de UGT y otro de Izquierda Republicana. Los apresaron sin justificación alguna y los asesinaron a tres kilómetros del pueblo. Un informe asegura que «a pesar de llevar armas los agresores, prefirieron hacerlo a cuchilladas».
Casos similares vivieron militantes de todas las ideologías antifascistas, aunque destaca la sufrida por el Partido Obrero de Unificación Marxista (POUM). Además de la archiconocida desaparición de su líder, Andreu Nin, decenas de sus militantes fueron aniquilados. Tras declarar el Gobierno de la República ilegal el partido, la Guardia de Asalto comenzó a llamar a las puertas de sus afiliados y a enterrarlos en fosas que nadie ha encontrado aún: Kurt Landau, Hans Freund, Erwin Wolf...
En el frente, los soldados anarquistas y del POUM tenían a su principal enemigo en los oficiales comunistas. El método era ordenarles presentarse en un puesto de mando de la retaguardia y asesinarles allí mismo. Así cayeron poumistas como José Hervás, José Meca y Jaume Trepat en marzo de 1938. La CNT llegó a ordenar a sus militantes que «cuando sean llamados por un jefe marxista, no vayan solos».
Una historia escalofriante fue la que leí en el libro del propio ejecutor de un asesinato, el coronel comunista David Alfaro Siqueiros. Una noche de julio de 1937 en Valsequillo (Córdoba) le trajeron a su puesto de mando un soldado de 25 años que habían detenido por hacer «propaganda derrotista entre las tropas, con los argumentos característicos del POUM». Le dijo que se sentara y cenara bien, mientras comentó a sus subalternos que después lo fusilaría. Nadie le tomó en serio. Una hora después lo llevaron a una cuneta lejana y el coronel le pegó dos tiros. El crimen fue tan atroz y sorprendió tanto a los presentes que el chófer se puso nervioso y al dar la vuelta al coche se equivocó y pasó por encima del cadáver del chico.
En todos los archivos históricos hay una situación que se repite con frecuencia. Llegan descendientes de algún fusilado o desaparecido y preguntan por él. La respuesta suele ser negativa, pues sólo existen listados de oficiales del Ejército de la República y sin apenas información. En mi listado tenía tanto a los fallecidos como a supervivientes de la guerra. Dar alguna pista sobre su paradero es la mayor satisfacción para un investigador. He ofrecido datos sobre personas en multitud de ocasiones y siempre tengo una extraña sensación al hablar a alguien sobre su propio familiar. Un día que me llamó un amigo para preguntarme si sabía quién había sacado a su abuelo de la cárcel Modelo de Madrid al inicio de la guerra. Hubo suerte y su abuela se enteró con 90 años de quién había salvado a su marido.
La mañana del 5 de mayo de 1937 los Mossos d'Esquadra y los miembros de Estat Català habían conseguido hacer retroceder una vez más a los anarquistas. La ejecución de aquéllos dos jóvenes italianos había pasado desapercibida. Ahora anhelaban que todo acabara cuanto antes. Sin embargo, a media mañana les llegó una penosa noticia. Sus enemigos acababan de abatir en la calle Casp al nuevo conseller de Trabajo, Antoni Sesé. Su coche oficial cogió el camino equivocado a la Generalitat, y se encontró de frente con una barricada anarquista que no falló. Murió al instante. En la plaza de Sant Jaume pidieron venganza.

CADÁVERES EN LA CALLE

Apenas dos horas después un grupo de Mossos bajó de nuevo hasta la Plaza del Angel y pidió a los comunistas que allí se encontraban la cabeza de los populares anarquistas italianos Camilo Berneri y Francesco Barbieri, cuyo domicilio se encontraba allí mismo. Estos no eran hombres de armas sino intelectuales que se habían trasladado a Barcelona para escribir sobre la revolución libertaria. Berneri había escrito la noche anterior en una carta a su hija lo siguiente: «Esta noche todo está tranquilo y espero que la crisis se resuelva sin ulteriores conflictos que puedan comprometer la guerra. ¡Cuánto daño hacen los comunistas también aquí!».
Sus esposas abrieron a los policías que amenazaban con derribar la puerta. La compañera de Barbieri preguntó: «¿Por qué venís a por nosotros si somos anarquistas, es decir, antifascistas?». El guardia les contestó: «Precisamente porque sois anarquistas, sois contrarrevolucionarios». Como había ocurrido con Peretti y Ferrari, trasladaron a los anarquistas a la plaza de Sant Jaume y los ejecutaron. Esta vez no se molestaron en abandonar los cuerpos muy lejos, los dejaron en la calle Paradís, a escasos metros de la sede del Gobierno catalán.
A medida que mi investigación iba tocando a su fin, me convencía más de la necesidad de unificar los listados de asesinados. Conocí a otros doctorandos que tenían sus propias listas y pudimos ayudarnos unos a otros. Si estuvieran todos en uno, muchos descendientes de aquellas víctimas dejarían de estar eternamente buscando. Obviamente, fui consciente de que jamás se conseguirá un inventario completo.
Un día buscando en Madrid la casa donde se ubicó un cuartel comunista, comencé a preguntar a los ancianos que me cruzaba. Una mujer me preguntó de qué trataba mi investigación y al explicársela me dio una respuesta diferente a todas las que me había encontrado hasta ese momento: «¡Ah! Sí, a mi vecina los comunistas le mataron a su hijo socialista al final de la guerra en plena calle Luchana, se llamaba César». Se refería al Golpe del coronel Casado, unos combates ocurridos en la capital también entre comunistas, socialistas y anarquistas.
Durante el Golpe de Casado, en marzo de 1939, se produjeron igualmente numerosos asesinatos entre antifascistas. El comunista Fernández Cortinas cuenta en un informe cómo ejecutó al comandante socialista Carlos Bellido en el Círculo Socialista: «Saqué a Bellido del Círculo, y en el jardín, junto a la estatua de Pablo Iglesias, le metí yo mismo un cargador en la cabeza». Unos dirigentes del PCE también asesinaron junto al Palacio de El Pardo, sin motivo aparente, a tres tenientes coroneles republicanos y al comisario socialista Angel Peinado Leal. No obstante, al perder los comunistas la batalla, el coronel Casado fusiló a dos de ellos como represalia.
Terminada la guerra (abril del 39), mi listado de víctimas arroja 982 nombres. Una de las dos últimas fue el coronel Luis Barceló. Habla para Crónica su nieto, Roberto Company Barceló: «Lo fusilaron los antifascistas traidores y derrotistas. A nuestra familia no nos queda ni el consuelo de que fuera ejecutado por Franco, como el resto de republicanos». Un abuelo más entre los olvidados.
El pasado 1 de septiembre el juez Garzón anunció una macroinvestigación judicial sobre los asesinados en la Guerra Civil y la primera época del franquismo. Pidió los listados de asesinados a ayuntamientos y parroquias. Jamás me hubiera imaginado que la unificación de las listas, esa que yo creo que puede ayudar a las familias, se produjera en la Audiencia Nacional. Allí acudí.
Jueves 11 de septiembre. 11.45 horas. Subo al Juzgado de Instrucción nº 5 con el listado de 982 antifascistas asesinados por la República. Pido entregárselo personalmente al juez Baltasar Garzón. Una funcionaria me sugiere que espere, pero que lo ve difícil. Lo consulta y me dice que pase. Garzón me esperaba. Le estrecho la mano y le entrego el listado (86 folios) mientras le explico de quiénes se trata. El me escucha atentamente y me pide un número de contacto, que yo había adjuntado en una carta. De nuevo nos damos la mano y nos despedimos. Parecía estar muy ocupado.

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