El balance elaborado por el gobierno de Cuba tras el paso de los huracanes Ike y Gustav da cuenta de una devastación sin precedente en la economía y la infraestructura de la isla. Según estimaciones oficiales, alrededor de medio millón de casas resultaron afectadas –15 por ciento del total de viviendas–, el número de damnificados se calcula en 2 millones y las pérdidas materiales equivalen a por lo menos 5 mil millones de dólares, es decir, más de 10 por ciento del producto interno bruto cubano. Para colmo, los ciclones arrasaron con al menos un millón de hectáreas de cultivos –un tercio del total, con una pérdida estimada de 700 mil toneladas de cosechas– y destruyeron otras 5 mil toneladas de alimentos almacenados.
La situación, por sí misma catastrófica, se agrava aún más como consecuencia del bloqueo económico, comercial y financiero que el gobierno de Estados Unidos mantiene contra la isla desde hace más de cuatro décadas. A pesar de las presiones de la opinión pública internacional, Washington ha desoído la solicitud de La Habana en el sentido de levantar el embargo económico al menos durante seis meses, y se ha limitado a dar ayuda humanitaria en especie, equivalente a cinco millones de dólares, ofrecimiento que constituye una verdadera burla ante las acuciantes necesidades actuales que enfrenta el pueblo cubano. En la hora presente, los isleños no piden limosna, sino que se les permita adquirir, en los términos crediticios normales del comercio mundial, en los mercados estadunidense e internacional, los abastos e insumos que requieren para superar la emergencia y empezar las tareas de reconstrucción, las cuales serán necesariamente vastas y abrumadoras. Pero la persistencia del embargo impide que las empresas estadunidenses vendan a Cuba la comida que su población necesita con urgencia, así como materiales de construcción, indispensables para la reparación de las viviendas afectadas y de la infraestructura eléctrica; criminaliza y persigue a las compañías extranjeras que realizan negocios con la isla, con independiencia del país que tengan como sede, y restringe los montos que los cubanos residentes en Estados Unidos pueden enviar a sus familiares.
Aparte de la postura que se tenga ante el régimen cubano, no puede pasarse por alto que el mencionado bloqueo económico estadunidense ha representado, durante todo este tiempo, un castigo injusto, ilegal y estéril contra el conjunto de la población de la isla. Adicionalmente, en tanto que medida de presión política al gobierno castrista, el bloqueo ha sido inefectivo y hasta contraproducente para Estados Unidos, no sólo por la casi unánime percepción mundial de que constituye una medida inhumana, sino porque ha dificultado los cambios políticos en la nación caribeña y porque ha privado a innumerables corporaciones de aquel país de oportunidades de inversión y negocios en todos los sectores de la economía.
En suma, el bloqueo comercial y financiero que la Casa Blanca ha mantenido contra Cuba desde principios de los años 60 del siglo pasado resulta, además de obsoleto, doblemente criminal. En las difíciles circunstancias que pasa la población de la isla en este momento, el embargo estadunidense constituye una suerte de magnificador de los efectos de los ciclones, un aliado de la catástrofe causada por los fenómenos naturales.
Editoral la Jornada
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