Publicado en italiano en 1964 y un año después en castellano, el libro Apocalípticos e integrados del novelista, semiólogo y crítico italiano, con medio siglo encima, sigue siendo una pieza esencial en el debate sobre la cultura de masas.
Ya a mediados del siglo XX, cuando las antenas de radio proliferaban hasta en los automóviles y la televisión iniciaba su reinado como eje ordenador de la vida hogareña, era innegable que el desarrollo de los medios masivos de comunicación ponía bajo nueva luz una producción cultural que encontraba formas de producción y difusión impensables apenas unas décadas atrás. Surgían tanto nuevos recursos, géneros y estilos como interrogantes: ¿qué presupuestos ideológicos difunde una “cultura de masas” que ha alcanzado nivel mundial? ¿El disfrute de la cultura se ha vuelto mero consumo estandarizado? ¿Los formatos prearmados niegan la creatividad individual y colectiva que tradicionalmente se reivindica en la cultura?
Con antecedentes en las décadas previas –la Escuela de Frankfurt o el situacionismo–, fue sobre todo durante la década de 1960 que se desarrolló el debate sobre los efectos de una cultura pensada en términos de industria y consumo. Umberto Eco fue uno de los que aportó a esta discusión delineando en este libro –escrito cuando muchos de esos desarrollos estaban aún en ciernes– dos posturas habituales al respecto: la de los críticos más duros –apocalípticos– y la de los que defienden todos o algunos de sus aspectos –integrados–.
La figura que mejor ejemplifica a los apocalípticos será Theodor Adorno, quien junto con Horkheimer pintara uno de los panoramas más sombríos en torno al surgimiento de la cultura de masas en Dialéctica del Iluminismo. Las relaciones de propiedad que ésta supone –grandes conglomerados económicos–, los intereses que defiende promoviendo determinados valores, y su forma de producción serializada y estandarizada, como la de la industria, configurarían una nueva forma de manipulación del ocio de las masas, de sus deseos y necesidades, con el consecuente empobrecimiento de la cultura devenida una forma de subsunción de la subjetividad humana a la lógica de la mercancía.
Pero el tono apocalíptico de estos críticos, dirá Eco, tiene mucho que ver con considerar a la cultura como una actividad solitaria en cuyas cimas se encuentran unos pocos, alturas desde donde la mera idea de una cultura accesible a todos no puede más que expresar “una caída irrecuperable”. Tal crítica en el fondo “consuela al lector” dejando entrever que a pesar de esta catástrofe, una serie de hombres de la cultura pueden elevarse “por sobre la banalidad media”. Elitistas y románticos, son sin embargo los apocalípticos los que dan la voz de alarma de un proceso bien identificado en muchas de sus características. Si bien Eco desestima la perspectiva desde la cual éstos abordan el problema, considera válida su preocupación; de hecho, hoy la pregunta por el grado de subordinación al mercado se ha vuelto incluso más pertinente que en las décadas en que fueron escritas estas advertencias y las de Eco.
Por su parte, los integrados son aquellos optimistas que consideran que la cultura de masas puede ser democratizadora porque permite acercar el arte a nuevos públicos que pueden absorber ciertos rasgos estéticos ampliando de conjunto el campo cultural. Contra los apocalípticos, los integrados esgrimen un problema real: las expresiones artísticas y culturales previas, por lo general, estaban limitadas en su posibilidad de disfrute –ni hablar de su producción– a un sector reducido de la sociedad. Para los integrados, así como la aparición de la imprenta amplió las posibilidades de expansión de la cultura, los nuevos medios podrían cumplir un rol similar aunque en muchos casos reconocen su uso como más o menos velada propaganda de las ideas y valores de la clase dominante.
Los integrados insisten –y Adorno en parte coincide– en que los medios técnicos en sí no son el problema, sino en cómo se utilizan. Pero la “industria moderna”, con la que se compara esta forma de producción cultural, no es solo producción más amplia y serializada, sino también y como rasgo esencial, producción colectiva pero controlada por algunos pocos. En este aspecto la posición integrada suele ser ingenua respecto a los efectos y manipulaciones de la industria realmente existente donde la orientación ideológica que intenta imponer la industria no es meramente circunstancial –aunque tampoco absoluta–.
Por otro lado, la reivindicación de los integrados de no desdeñar los intereses y el “gusto” de las masas, pero sin discutirlo, en muchos casos es condescendiente y acrítica con las expresiones de la cultura popular misma, considerando que cualquier producto que las masas producen o disfrutan colectivamente es valiosa o crítica, como si en las tradiciones populares o el folklore no abundaran los prejuicios y las ideas conservadoras del status quo que circulan en la sociedad. También lo masivo o popular necesita de la crítica y el debate.
Podríamos sumar, especialmente en los últimos años, posiciones que a veces toman el tono populista de los integrados con una perspectiva alternativista: se trataría de producir, en contra de la cultura oficial y marketinera, otra cultura donde todos podamos ser productores. Son “apocalípticas” respecto a la cultura oficial, pero cuando no incluyen una perspectiva política radical para la sociedad, se integran por la vía de aceptar un lugar en los márgenes de una cultura de masas con la que, quiérase o no, se convive. La aparición de los últimos avances técnicos digitales, internet, etc., parecen haber replanteado estas posibilidades y dado algunos dolores de cabeza a las industrias culturales, pero no han modificado la estructura social que, sin eliminarse, no dejará de imponer sus mezquindades a la producción y el disfrute de la cultura.
Una de los argumentos más productivos trabajados por Eco es la pasividad que tanto apocalípticos como integrados atribuyen a la masas. Superman, el superhombre por excelencia de la cultura de masas, “ejemplo de una honrada conciencia ética, desprovista de toda dimensión política”, no “organizará nunca una revolución”. Pero tampoco lo hará el escéptico superhombre apocalíptico que en su crítica furibunda no suele escapar tampoco a promover la pasividad. Relacionado a ello, la propia noción de “masas” utilizada por ambas posturas suele ser un fetiche abstracto y estático. Pero en el terreno cultural hay relaciones de fuerzas, prácticas contradictorias y leyes específicas que deben poder analizarse en su especificidad y en sus relaciones, tarea que el libro de Eco intenta siempre contemplar, con mayor o menos éxito.
En sus mejores momentos, resuenan en los análisis las reflexiones de Gramsci sobre la dialéctica entre cultura popular e ideología dominante en distintos momentos histórico-políticos en los que una “crisis de autoridad” de las clases dominantes permite que las masas puedan resignificar aspectos culturales que les fueron impuestos, desecharlos, criticarlos y forjar elementos nuevos, aunque a su vez éstos puedan caer de nuevo en el redil de la cultura oficial y permanecer como cuestionamientos a los cánones culturales establecidos.
Clarificando las definiciones de estas tendencias, pero también aportando el análisis de distintas obras y dispositivos comunicacionales de la época, el libro de Eco es insoslayable en una discusión que en décadas posteriores y hasta la actualidad, no hizo más que profundizarse.
Ariane Díaz
@arianediaztwt
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