De Canadá a Chile la herida crece y el clamor también. Las estatuas de los esclavistas, los exterminadores y los pacificadores van cayendo, una tras otra, al basurero de la Historia.
El 12 de octubre de 2020 pudo ser el día que cayera Cristóbal Colón de su pedestal en el Paseo de la Reforma. Las autoridades capitalinas prefirieron adelantarse al derribamiento anunciado durante la movilización anual que de un tiempo a esta parte sustituye al Día de la Raza, que ya nadie se atreve a conmemorarlo así. Los distinguidos Caballeros de Colón (apodados por la plebe resentida como las Mulas de don Cristóbal), una élite de ultraderecha que dominaba las festividades guadalupanas y colombinas, fueron borrados de la escena. En el calendario cívico, el descubrimiento de América cedió paso al eufemístico encuentro de dos mundos.
La revuelta se había iniciado y no tenía reversa. Contra todo pronóstico antropológico, político o demográfico, los pueblos originarios del continente recuperaron voz y presencia. Mejor dicho, ganaron una voz y una presencia que nunca antes habían tenido.
Aunque la transformación en la conciencia colectiva de los llamados indios (indígenas, nativos americanos, aborígenes, pueblos originarios) databa de antes –en algunos casos, como en la región andina, de la década de 1930–, la fecha de quiebre es 1992. Los fastos por el Quinto Centenario de la corona restaurada y los afanosos gobiernos hispanoamericanos se cebaron ante un despertar continental sin precedente, que el 12 de octubre de ese año se manifestó en Quito y San Cristóbal de Las Casas con un nuevo impulso: el de la reivindicación colectiva de la América profunda.
En Ecuador los pueblos sacaron arcos y flechas. En Chiapas, los mecates y los marros. En la vieja Ciudad Real, la conmemoración indígena rescribió la Historia. Los indios ariscos espantaron a la población ladina y el gobierno los miró con desprecio. En una acción que fue percibida como excesiva, un grupo de manifestantes mayas derribó la estatua del conquistador y genocida Diego de Mazariegos.
La recuperación de la memoria comenzó a exhibir a los grandes conquistadores como lo que fueron, unos asesinos. Colón el primero (o sus esbirros), y si él no fue el peor es porque le faltó el tiempo que tuvieron de sobra los españoles y portugueses que lo siguieron. Tiempo después se sumarían holandeses, franceses e ingleses a cual más de despiadados.
Como el imperio romano prueba mejor que nadie, la Historia la escriben los vencedores. Eso no salva de la decadencia y la derrota a los imperios, así pasen muchos años. Para las sociedades dominantes del hemisferio, los indígenas siguen siendo un inconveniente mal resuelto, pero las estatuas caen como los bolos a últimas fechas, así como los descubridores tumbaron ídolos y templos en su momento. Esto habla no sólo de un despertar, sino de una pérdida del miedo. La caída de Mazariegos en la plaza de Santo Domingo retumbó un año después cuando el levantamiento armado del Ejército Zapatista de Liberación Nacional ocupó San Cristóbal y otras plazas.
En América entera el arrebato indígena ya no se detuvo. La nueva conciencia permitió ver al fin como crueles asesinos a los héroes del hombre blanco, fueran Andrew Jackson o los generales Roca y Díaz. La literatura, de Ercilla a Borges, cayó de pronto en el lado equivocado. En México la Revolución originó una suerte de vicaria reivindicación con el indigenismo institucional, académico y literario, más cercano a la lástima y el ánimo sepulturero. El genocidio, aun si lento, nunca se fue, y sigue agazapado en las paternalistas buenas intenciones de López Obrador, que se parecen a las de Echeverría, que se parecían a las de Cárdenas, que se parecían a las de…
Esta mentalidad ya caducó. Al menos para los sectores más conscientes y libres de la indianidad americana. De Canadá a Chile la herida crece y el clamor también. Las estatuas de los esclavistas, los exterminadores y los pacificadores van cayendo, una tras otra, al basurero de la Historia.
Fierros viejos, nostalgia pálida, vergüenza mal disimulada en los intentos criollos de pedir perdón y demandarlo al Viejo Mundo, resultan inútiles disculpas sin correlato con la realidad medio milenio después. Más allá de los reyes cuestionados y los pontífices interpelados, la victoria de los pueblos se prolonga en su vida sostenida y la recuperación de la memoria. Como desafío urbanístico y a la ley y el orden, las estatuas seguirán cayendo. Se han convertido en otro escenario del debate político. Donde puede, el Estado las defiende, pero en manos indígenas la Historia de América está en radical remodelación.
Hermann Bellinghausen | 13/10/2020 |
No hay comentarios.:
Publicar un comentario