Recordemos por sí hace falta que Luchino Visconti (Milán, 1906-Roma, 1976), director de teatro (actividad de la que solamente tenemos noticias en los estudios sobre su obra) y uno de los directores más interesantes del cine italiano, y del cine de todos los tiempos, quizás especialmente en los años sesenta-setenta que marcan el apogeo de su obra.
Luchino fue un marxista que provenía del sector más refinado de la aristocracia italiana. Heredó de su padre, Giuseppe Visconti, duque de Modrone, un título nobiliario, así como el amor por el teatro y por la cultura. Nunca ocultó su condición homosexual. Según cuentan en las biografías, aunque en su juventud le apasionan las carreras de caballos, el joven aristócrata —de ideas avanzadas, obviamente nada bien vistas en la Italia de Mussolini— decide hacer carrera en la decoración y en el cine. Trabaja en Francia con Jean Renoir, de quien es ayudante para la adaptación de Máximo Gorki, Los bajos fondos (1937) y diseñador de vestuario en Une partie de campagne (1936).
La Segunda Guerra Mundial interrumpe esta colaboración y cuando Renoir emprende el camino del exilio hacia EE UU, será Visconti quien con Pierre Koch terminará Tosca (1940), con un reparto formado por Imperio Argentina, Rossano Brazzi y el inmenso Michel Simon. Este será el primer eslabón de una cadena de inspiración que corre, de la escena a la pantalla, como un lazo suntuoso a lo largo de la vida de un hombre apasionado, a la vez, de Verdi y todo el arte lírico, de Shakespeare y el melodrama, de la Historia y de la belleza que Rilke, imaginando la de los ángeles, describió como “terrible”.
Su acercamiento al marxismo más todas las fuerzas inspiradoras de Visconti se encuentran, así, unidas, aunque sean divergentes, y enfrentadas a mundos tal vez menos separados que complementarios, cruzados por fallos, errores y desastres.
Teatro o, mejor, ópera de nuestras realidades, la obra cinematográfica de Luchino Visconti se inspira en elementos o acontecimientos situados, por lo general, en un tiempo histórico comprendido entre 1850 y 1950, con varias excepciones como La caída de los dioses (1959), donde repitió con Dirk Bogarde, filme situado en un contexto cercano a la noche de los cuchillos largos en pleno auge nazi y Confidencias (Retrato de familia en interior, 1974) otra reflexión sobre la decadencia de una burguesía abocada a complicidades fascistas[2]. Ópera en este digamos contexto preferencial, porque su intuición, su sentido de la realidad lírica y de la historia han sabido muy pronto, desde su tercera película, fundar un arte cuya grandeza y perfección plástica alcanza a menudo una magnífica plenitud. Rechazado por la censura su proyecto de adaptación de una novela de Verga, Visconti adapta la escabrosa El cartero siempre llama dos veces, de James Caín, sobre la que Holly realizó dos variaciones, resultando especialmente memorable la primera, The Postman Always Rings Twice (Tay Garnett, 1946), con John Garfieid y Lana Turner. La de Visconti se titulará Obsesión (Ossessione, 1943) y señala el arranque de lo que en la dopoguerra será el neorrealismo, una expresión, que hará escuela, del jefe de montaje Mario Serandrei al visionar la película. No hay que decir que en su momento Obsesión (1943) fue un escándalo nacional, y su proyección fue prohibida por casi todas las autoridades locales, mientras que, tras la guerra. Luchino estuvo a punto de ser fusilado por los alemanes en retirada, y la acusación de comunista partía de esta película.
No es por casualidad que Visconti trabajó con Zavattini, a quien debe los guiones más discutibles de su filmografía (Le notti bianche, 1957, basada en la novela homónima de Fiódor Dostoyevski), si Obsesión es tan sombría, tan negativa y pesimista como lo serán algunas películas de De Sica, Blasetti u Olmi, y si sin duda marcó una época, fue sin ninguna teorización por parte de un director cuya concepción del cine negro o la reflexión sobre la historia rechazaron siempre el didactismo y el sentimentalismo demagógico. Con la libertad pactada (en Italia hubo otro pacto de transición con los fascistas, que no fueron depurados, aunque los partisanos ejecutaron a un buen número de cabecillas), si bien, al contrario que el PCE, el PCI no dejó de desarrollarse en la medida en que jugó el papel de una socialdemocracia enérgica, iluminada además por la aureola del Octubre ruso y la Resistencia).
Hay un momento clave: es cuando en 1948 Visconti rueda la mítica La terra trema, un alegato obrerista digno del mejor cine social que exasperó a un nuevo régimen dominado por la Iglesia y el mundo de los negocios (y la conexión made in USA), y detrás del cual ya empieza a mover los hilos Il Divo[3], o sea, Andreotti. Llamada también Episodio del mar, digna del mejor Joris Ivens, la película guardará el título general, inapropiado y célebre, de una trilogía de la que sólo existe una parte, ya que las otras dos no consiguieron financiarse. Fue cuando la Democracia Cristiana le declaró la guerra por su actitud de denuncia y sus compromisos políticos, imperdonable en un aristócrata que no pierde su tiempo en la dolce vita, y que se atenga al principio de “la ropa sucia se lava en casa”.
Se puede hablar perfectamente de una trilogía, aunque se trate de trilogía imprevista. Es la que reúne Obsesión, La tierra tiembla y Rocco y sus hermanos, que aquí fue estrenada en su día bastante malformada por la censura, aunque luego fue recuperada íntegramente y así la tenemos en DVD. Estamos hablando de tres películas que son el retrato sociológico de la Italia de los pobres, de sus ambiguas violencias, de sus migraciones hacia la ilusión. De un hecho cualquiera, Visconti sabe retener lo que es significativo para integrarlo en la trama fílmica, desprovisto de toda complacencia; sólo le importa lo que es representativo, lo que, gracias a los poderes fantásticos e inmediatos de la imagen, sugiere o denuncia. Aquí habría que añadir la fábula maravillosamente melodramática de Bellísima (1951), con una pletórica Anna Magnani, y con la que Visconti ironiza sobre el reverso de la ilusión sacrosanta, sobre el templo del sueño: Cinecittá.
Parece obvio que tras haber dado sus primeros pasos bajo los auspicios del realismo poético francés, el realismo de Visconti, lírico en la expresión plástica de la historia y del espacio, en la composición y el movimiento de cada secuencia y cada plano, se apoyan sobre testimonios y supuestos que de otro modo resultarían ásperos. La reconstrucción de un entorno no es solamente un problema de decorados, ámbito en el que el antiguo ayudante de Renoir es un maestro; se contaba que sí había que evocar un armario de ropa elegante, esa ropa elegante tenía que estar allí aunque la cámara no abriera sus puertas. Esto queda claro con los interiores de Rocco y sus hermanos, pero sobre todo en las suntuosas naturalezas muertas de Senso (1954) o de El gatopardo (1963), dos de las mayores obras sobre la historia realizadas para el cine, y que denotan una escrupulosa atención (histórica y social marxista, aunque también psicológica; la lucha de clases es cualquier cosa menos simple) a los objetos, los vestuarios, los gestos…Es así aunque se trate de los pescadores (que no son actores) de Mi Trezza hablando en su dialecto en La tierra tiembla…
Resulta igualmente cierto que la obra de Visconti ha dado al cine, además de una magistral lección de estética, una galería de figuras ejemplares. Los verdaderos vencedores son raros; los vencidos, omnipresentes Rocco (uno de los mejores papeles del nuevo cine italiano, el más elevado de Alain Delon) y, de todos sus componentes, en especial Annie Girardot, en el papel de su vida. Opondrá en vano al destino esta especie de santidad dostoievsquiana que encontramos también en Luis II, y que condena a ambos. El tabú del incesto vence a Gianni (Jean Sorel) y su amor por Sandra (Claudia Cardinale), obra basada en unos poemas de Giacomo Leopardi. Los amantes de Senso, la colaboracionista Alida Valli y el ocupante Farley Granger, se autodestruyen y Helmuth Berger provoca una verdadera asunción del mal en La caída de los dioses. Hay mucho del propio Visconti en la imagen de un irrepetible Burt Lancaster que abandona, sonriendo, un mundo que ya le habla abandonado; deja como legado una felicidad insolente, soberbia y única, a Claudia Cardinale y Delon, la única pareja feliz, en ese momento de partida, del universo viscontiniano (El gatopardo).
Visconti dedicó la misma minuciosidad con estos que con los personajes de la corte de Baviera. Sabe que la verdad se carga de sentido sólo en función del poder del texto, de la unidad interna de la obra. En Appunti su un fatto di cronaca no reconstruye el asesinato de una niña: le basta con mostrar la Italia atroz en la que ella vivía. Quizás sea la ausencia de raíces, de motivación, de situación de Meursault, cuyo drama vuelve a representar Marcello Mastroianni, lo que esconde o anula la tragedia, y hace de su malograda adaptación de El extranjero (1967), de Albert Camus, uno de los fracasos del director, aunque nadie podrá decir que se trata de una obra sin interés. La recreación de un medio social o de un momento de la historia favorece un excepcional genio plástico, que evoluciona desde los gritos de Obsesión, o los blancos y negros de La tierra tiembla, hasta el impresionismo refinado de la adaptación del Thomas Mann con música de Mahler de Muerte en Venecia (1975), o a un romanticismo desesperado de la pintura de Gaspar-David Friedricti de Ludwig, un viejo proyecto suyo y conocido aquí como El rey loco (1973).[4]
Pero de estas recreaciones nace la verdad de la obra: la mirada que Visconti pone sobre la civilización y los hombres es, esencialmente, una mirada poética, en el sentido más fuerte y más creador del término. Ahora bien, una poesía creadora es también una poesía crítica: de ahí la ambigüedad de la belleza y esta amargura que el concepto de nostalgia no recubre totalmente cuando se analiza El gatopardo, Sandra, Muerte en Venecia o las dos partes de Ludwig. El paso, la evolución de la obra desde la estilización de la realidad (o del realismo…), como en Obsesión, a la puesta en ópera de la historia, se acompaña de una vuelta al retrato psicológico. Retrato bajo los trazos de Burt Lancaster, que fue el príncipe Salinas en El gatopardo, la película que a mi me llevó a descubrir una cosa que se llamaba marxismo, y del cual no había encontrado pistas hasta entonces.
Después de la fascinación que ejerció Visconti sobre la generación del 68, resulta lamentable que se haya dado una caída en el olvido, caída que abarca además al cine italiano de la segunda postguerra, el más importante después del de Hollywood, y con muchos valores a su favor. Hollywood no tuvo ni a Visconti ni a Pasolini ni a Fellini, entre otros.
Pepe Gutiérrez-Álvarez
Notas
[1] Entre los múltiples ensayos en torno a Luchino, el último y más combativo es el de Andrés de Francisco: Visconti y La Decadencia (Otra mirada a la modernidad), El Viejo Topo, 2019.
[2] En la segunda hay en el original una referencia a la familia Martínez-Bordiu que aquí la censura –obviamente- modificó con la broma de establecer la conexión con el presidente francés Giscard D´Estaing, que se nos antoja menos venenoso.
[3] Vale la pena ver Il Divo (Paolo Sorrentino. 2008), un retrato inmisericorde del “capo entre los capos” como sugiere agudamente F. Ford Coppola en la tercera entrega de El padrino.
[4] Anotemos que en su edición en DVD se puede ver la película integra, algo que costó aquí años y quedó limitado a los locales más cinéfilos.
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