La ola de huelgas -Trump tuvo que enfrentar 1.200 desde que comenzó la pandemia y 700 se realizaron desde que Biden es presidente- y la tendencia a la sindicalización -especialmente en sectores jóvenes- en un país con una tasa de afiliación de solo 10.3%, estalló, mayormente, por la híper explotación, las condiciones de vida paupérrimas de grandes capas de la clase obrera y el riesgo a la vida de los trabajadores y sus familias que las patronales impusieron en pandemia.
Biden envió tempranamente al congreso un proyecto de ley llamado PRO Act -siglas en inglés de Ley que protege el derecho a organizarse-, que, entre otras cosas, estimula la integración de trabajadores no agremiados a sindicatos ya compuestos. El mismo se mantiene frenado hace meses en el senado por el Partido Republicano y por el demócrata conservador Joe Manchin.
Biden y parte del establishment ven en la sindicalización y los aumentos de salario que esta podría traer, con un pico histórico de inflación de 7,5% anual, una forma de frenar una recesión que la baja en la demanda de consumo personal produciría. Las burocracias sindicales juegan un rol fundamental en parte del plan de Biden: ya que muchas de las huelgas han nacido de la deliberación y organización de las bases, la integración de trabajadores a las filas de los gremios, si es que estos no lo hacen desde un planteo independiente, los pondría dentro del corset burocrático del funcionamiento de los mismos y detendría las iniciativas combativas. Estas direcciones apoyan abiertamente a Biden: para AFL-CIO, la mayor central de EE. UU. y Canadá -que agrupa a 57 sindicatos sectoriales y representa a 12.5 millones de trabajadores-, su campaña principal es apoyar la ley PRO act porque es “la llave para el futuro de Estados Unidos”. La SEIU es una central “alternativa” que representa a casi 2 millones de trabajadores de 100 ocupaciones y está detrás de la sindicalización de los empleados de Starbucks, muy en boca de la opinión pública porque está avanzando y es apoyada públicamente por Biden, a través del sindicato SWU. La SEIU es 100% demócrata: por dar un ejemplo, en 2008 donó u$s 28 millones a la campaña presidencial de Barack Obama.
Las centrales sindicales y sus principales gremios llevan a los trabajadores a un callejón sin salida: al poner sus fuerzas en, por ejemplo, el PRO Act, atan su destino al apoyo a Biden y al Partido Demócrata para las próximas elecciones legislativas de noviembre, que a todas luces ganará el Partido Republicano para recuperar la mayoría en ambas cámaras. Por eso, leyes como PRO Act no tienen futuro alguno, además de que no resuelven absolutamente ningún problema de fondo.
Biden no ha podido zanjar de forma alguna la aguda crisis política que atraviesa Estados Unidos, sino todo lo contrario -tanto en el frente nacional como internacional, lo que la guerra imperialista clarifica aún más. El bajísimo indice de imagen positiva que tiene -solo 33%, 3% menos que Trump en su primer año de presidencia- es otro dato de esta realidad. La fricción entre un alza de la derechización del Partido Republicano -ala trumpista y del Tea Party- y su casi segura victoria en las legislativas y la tendencia a la huelga de los trabajadores y a la rebelión popular están en el centro del panorama.
La experiencia de innumerables luchas de estos dos años de pandemia ponen a una porción de la clase obrera de EE. UU. en una disyuntiva: si podrán sumarse a los sindicatos desde una perspectiva independiente o clasista, con la deliberación y la huelga como el norte a seguir o si triunfarán los métodos podridos de Biden y la burocracia sindical demócrata que se viste de “combativa” para la tribuna. El futuro del gobierno de Biden, finalmente, depende en gran medida de esto.
Matias Melta
06/03/2022
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