El estreno del film “El buen patrón” en Argentina coincidió con la conquista del premio Platino a la mejor película iberoamericana. No es un dato menor que ese reconocimiento corresponda a un relato cruzado por la lucha de clases, en este caso, en el interior de una empresa pequeña o mediana. Su protagonista, Javier Bardem, es el dueño de una fábrica de balanzas de una localidad del interior de España. El lema de su gestión es el de “la gran familia”, o sea, la manipulación de los vínculos personales o familiares para asegurar la relación interna de explotación en la empresa.
En la literatura seudoprogresista, suele presentarse a la “pyme” como una versión suavizada de la explotación capitalista. La película juega con ese mito y presenta a un Bardem “preocupado” por la vida de sus empleados. A poco de andar, sin embargo, queda claro que esa preocupación es siempre un recurso para reforzar la coerción patronal. Hasta el despido de un trabajador se consuma, según el patrón, “por el bien de todos”, o sea, para asegurar la sobrevivencia de la empresa. La pequeña firma queda retratada entonces como un “infierno grande”, donde el vínculo opresivo entre el patrón y el trabajador se ve reforzado por el control personal. En un pasaje del film, uno de los empleados, de origen migrante, enfrenta a Bardem y le recuerda dónde debería comenzar y terminar el vínculo: “me pagas un salario y yo cumplo mi trabajo. Lo que haga afuera de la fábrica es mi tema”.
La película deja una poderosa reflexión respecto del capitalismo y la libertad personal, un estandarte esgrimido por todos los filósofos y economistas de la burguesía. “La sociedad puede subsistir con hombres que actúen como meros mercaderes, sin ningún afecto o amor mutuos, sin que ningún hombre tenga que deberle gratitud a otro”, señalaba Adam Smith en su “Teoría de los Sentimientos Morales”. De ese modo, celebraba a la economía mercantil como la ruptura definitiva con las sociedades fundadas en vínculos de dependencia personal directa. A ellos, el liberalismo clásico le oponía una relación fundada en el vínculo de mera compra y de venta de los productos del trabajo propio. Pero ¿hasta qué punto esa relación es “libre”, cuando una de las partes sólo cuenta con su fuerza de trabajo para vender? Esa es la reflexión que deja “El buen patrón”.
Y, por cierto, no se limita al mundo de la pequeña empresa. El “gran” capital industrial ha apelado siempre a la manipulación personal y al mito de la “gran familia” para reforzar la coacción patronal. Es el caso de los clubes de empresa de la gran industria americana y la mística del “empleo de por vida” dentro de las corporaciones japonesas, siempre en oposición a la organización sindical independiente. El capitalismo, pretendido abanderado de la liberación de sujeciones personales, las ha reforzado siempre que pudo dentro de sus organizaciones fabriles. Ni qué decir del abuso y del acoso laboral, brutalmente retratados en la película protagonizada por Bardem. El “buen patrón” no vacila en explorar esa manipulación hasta las últimas consecuencias, por caso, cuando contrata a una banda de lúmpenes para que operen criminalmente en carácter de rompehuelgas.
A pesar de las innumerables crisis y choques que enfrenta, el “buen patrón” se sobrepone y sale adelante. Pero lo hace sobre bases cada vez más precarias y disimulando malamente sus tropelías y crímenes. La sonrisa de Bardem, a esa altura, es la tapa de una olla demasiado putrefacta, que no debería tardar en estallar. “El buen patrón” es una metáfora del capitalismo en declinación, que no puede ser disimulada por el paternalismo o las gerencias de marketing.
Rita Marchesini
04/05/2022
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