Se trata de un merecido reconocimiento a la tarea prolongada y fecunda de uno de los intelectuales más lúcidos y comprometidos que dio la Argentina. Tarea que continuó incansablemente hasta ahora, y que venía desde una juvenil militancia estudiantil que lo llevó, hace bastante más de medio siglo, a ser presidente de FUBA, pasando por la participación fundamental en la histórica revista Contorno, (donde, con León Rozitchner, los hermanos David e Ismael Viñas y Ramón Alcalde revisaron radicalmente la cultura argentina y su posición frente al primer peronismo); la importante fundación de Zona de la poesía americana; su colaboración durable en la gran experiencia editorial y cultural que representó el Centro Editor de América Latina, continuador de EUDEBA (sofocada por el golpe de estado militar de 1966); su intervención, entre 1971 y 1973, en el Foro de Buenos Aires por los derechos humanos y en la publicación de los documentos sobre La represión en Argentina 1973-1974; su integración en el Comité de Solidaridad con Chile, cuando el golpe del 73’; su apoyo a la aplicación del Pacto de San José de Costa Rica a los presos de La Tablada; su vasta actuación en la cultura latinoamericana, y su colaboración en multitud de revistas y publicaciones, hasta la empresa y culminación del gigantesco proyecto de una Historia Crítica de la Literatura Argentina, concebida de un modo muy poco habitual y siempre revelador. Tuve el honor de integrar con él el primer Subcomité del Programa Sur de apoyo a las traducciones, que creó el Ministerio de Relaciones Exteriores, y de que nos acompañara a la Feria del Libro de Frankfurt, donde fuimos País Invitado en 2010, así como a la Feria del Libro de Guadalajara y al Salón del Libro de París, de 2014.
En el interín, y por los mismos motivos, Noé vivió y enseñó varios años en Francia, donde además de ser testigo del Mayo del 68 fue protagonista de debates culturales intensos. Porque la circulación de los saberes también significó algo distinto para su reflexión y su interés. Ellos no se redujeron a la concepción de un intercambio elitista sino a la formulación de un papel, de una función que la educación está llamada a jugar en nuestras sociedades. Es por eso que, repasando las diversas intervenciones militares a las universidades latinoamericanas en los 70’, observaba que ninguna de ellas “se produjo nunca en circunstancias en que las universidades se limitaban a una rutina académica o a la creación de estructuras de servicio para el poder o para los sectores sociales representados en el poder; sólo tuvieron lugar cuando las universidades se estaban proponiendo algunos cambios en su práctica /…/ cuando las universidades se plantearon activamente, expresamente, las relaciones entre cultura y política”. Su trabajo tuvo como objetivo la defensa de esa posibilidad, por lo que rebasa el marco del rechazo a una ocupación, a la censura o al cierre: lo es también a la distorsión de lo que llamaríamos su verdadera misión en nuestras sociedades dependientes, la de ayudar a crear las condiciones para forjar “una cultura que se supone capaz de darse una identidad productiva, de ser un modo de la conciencia de un país que, se supone también, no renuncia a vivir en un ámbito de respeto a los derechos humanos pero también realizándose en ellos y a través de ellos”.
Después de haber enseñado en Córdoba, sido profesor titular de Literatura Iberoamericana en la Universidad de Buenos Aires en 1973, e impartido la materia durante el curso de verano de 1974 con una inscripción excepcional, debió salir de la Argentina y refugiarse en México, país que con generosidad abrió sus puertas al exilio de los acosados por las dictaduras del Cono Sur. Desde su llegada, fue uno de los fundadores, animadores y organizadores del CAS (Comité Argentino de Solidaridad), su Secretario entre 1977 y 1983, y quien durante todo ese período presentó una de las caras más visibles del mismo hasta su disolución, teniendo la responsabilidad además de dirigir las palabras finales de agradecimiento en nombre de la institución al Gobierno de México y al Presidente Lamadrid. Fue, en resumen, uno de los mayores responsables de que, en tiempos tan difíciles, nuestro exilio fuera digno y constructivo, y ello mediante una actividad sin tregua.
Sin olvidar sus incontables poemarios y valiosos textos de ficción (en los últimos tiempos ha publicado memoriosos Atardeceres, lentos tranvías, casas rosadas, los “filosofemas” de El ojo de la aguja y varias novelas), indudablemente una de sus contribuciones más brillantes tuvo lugar en el campo específico de la reflexión y de la investigación sobre la literatura, su fuerza y trascendencia, sus contactos con la sociedad. Desde una primera “Propuesta para una descripción del escritor reaccionario”, publicada en Pasado y Presente en 1963, hasta numerosos libros donde aborda dicha problemática: Escritores argentinos. Dependencia o libertad (1967), El fuego de la especie (1971), Producción literaria y producción social (1975), La memoria compartida (1982), Las armas y las razones (1984), La vibración del presente (1987), El mundo del Ochenta (1998), entre decenas de otros textos.
Jitrik apuntaba siempre hacia los contextos políticos y sociales, y lo hacía desde la mirada de un quehacer cultural con leyes y avatares propios. De ahí que su pensar, a lo largo de los años, se constituyera alrededor de un eje fundamental: la crítica a la ideología burguesa de la literatura, crítica sostenida en pilares precisos: el de la escritura como práctica transformadora, el de la lectura como actividad, el de la crítica como trabajo.
En su reflexión, escribir es algo más que el fruto de una inspirada imaginación; supone una tarea que modifica ideas, imágenes, lecturas y, sobre todo, lo recibido de la lengua. Y leer es, consecuentemente, “algo más que un mero enfrentamiento organizado de una mirada con algo escrito”, puesto que “la literatura no sólo es un tipo de producción discursiva con un fuertísimo ingrediente individual sino también una realidad social en cuanto a su circulación, o sea a su aspecto de lectura que es, como seguramente ya está aceptado, el punto por donde la literatura tiene consecuencias y, por lo tanto, el punto por donde la política es fuertemente determinante”. Tan política, podría agregarse, que las dictaduras “ejercen un control sobre la lectura, como si ya hubieran incluido en su estrategia de poder que la lectura, aun la más íntima, es el punto por el que la literatura se hace política, no literatura política sino política propiamente dicha, multiplicada, polifurcada, en tanto que se ponen en movimiento resortes productivos incontrolables...”.
Noé Jitrik fue, pues, uno de los primeros en vincular de un modo íntimo estos campos con la actividad, con el trabajo, y en ver en el oficio no sólo un componente indispensable de lo humano sino un proceso de producción, tan legítimo, tan significativo como otros trabajos sociales. Y, por lo tanto, capaz de ofrecer a la sociedad, desde su ámbito específico, la utilidad, el aporte, para otras transformaciones necesarias. Ya sostenía, en 1967, que la literatura no necesita afirmarse ni justificarse en contenidos exteriores a ella, “que la literatura contiene en sí misma una fuerza, que desde el fondo de su especificidad sin más gravita en el cambio y aún lo fundamenta” o que (con tanta actualidad aún para los días y las confusiones y los clichés que corren) “lo revolucionario de un escritor consiste en la iluminación crítica que del mundo hace mediante la palabra y no en el sistema de declaraciones que inventa para protegerse del aislamiento o de la falta de esperanzas en la revolución”.
Así, señalamientos éticos, ideológicos y políticos se producen desde un campo muy acotado, subestimado en la sociedad y poco influyente, pero que es un campo que Noé no se resignó a abandonar, antes bien, reforzó una y otra vez su instalación en el mismo y los argumentos para que ese espacio se consolide y jerarquice. Entre tantas cosas, entiendo que es también eso lo que debemos agradecerle.
Mario Goloboff
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