Kissinger no inventó nada en materia de manipulación mediática y de masacres preventivas en nombre de la libertad y en procura de más poder. No lo distingue nada de otros psicópatas que actuaron en el silgo XIX y antes de la Guerra Fría, sino su longevidad. De hecho, repitió hasta el hastío, por todo el mundo, el modelo aplicado a Guatemala en 1954.
En su penúltimo mensaje radial, Árbenz había declarado: “Nuestro único delito ha sido el darnos nuestras propias leyes; nuestro crimen ha sido el aplicarlas a la United Fruit… No es verdad que los comunistas están tomando el poder en nuestro gobierno… No hemos impuesto ningún régimen del terror; por el contrario, los amigos guatemaltecos del Sr. John Foster Dulles son quienes desean imponer el terror entre los guatemaltecos atacando a niños y mujeres desde aviones piratas”.
Cuando Guatemala solicitó una comisión investigadora de la ONU, el embajador de Estados Unidos, Henry Cabot Lodge, vetó la resolución. La CIA continuó bombardeando por tres días los abastecimientos de petróleo y arrojando bombas NTN sobre Chiquimula, Gavilán y Zacapa. El 27 de junio, Árbenz leyó su último mensaje por la radio pública: “Les digo adiós, amigos míos, con amargo dolor, pero manteniendo firme mis convicciones. Cuiden lo que tanto ha costado. Diez años de lucha, de lágrimas, de sacrificios y de conquistas democráticas”.
Estas palabras de despedida de Árbenz se repetirán casi veinte años después cuando en Chile, 1973, Salvador Allende deba hacer lo mismo. De la misma forma, la declaración de inocencia de los secretarios John Foster Dulles en 1954 y la de Henry Kissinger en 1973 se repetirán como si fuesen escritas en papel calco, como otra prueba de la paranoia sistemática de quienes necesitan controlar el mundo.
También como lo hizo Kissinger horas después del golpe de Estado en Chile en 1973, en 1954 el Secretario de Estado, John Foster Dulles informó que “el Departamento de Estado no tiene ni el más mínimo indicio de que se haya tratado de otra cosa que de una rebelión de los guatemaltecos contra su gobierno”. Una vez consumado el golpe, el mismo Dulles, el fanático religioso que se guiaba por la rectitud moral de las Escrituras, después de organizar el complot en base a repetidas mentiras, anunció en cadena de radio: “El gobierno de Guatemala y sus agentes comunistas de todo el mundo han insistido en oscurecer la verdad —la del imperialismo comunista— denunciando que el interés de Estados Unidos era proteger los intereses económicos de las empresas estadounidenses… Liderados por el coronel Castillo Armas, el pueblo guatemalteco ha decidido derrocar al gobierno comunista. Ha sido un asunto interno de los guatemaltecos”.
Con el golpe de Estado de 1954, la UFCo no sólo recuperó sus tierras nacionalizadas sino que se privatizaron varias áreas de propiedad pública. Los generales del ejército participantes del golpe también recibieron tierras, una especie de reforma agraria inversa. Washington invirtió millones de dólares en Guatemala bajo dictadura para demostrarle al mundo la eficacia de la obediencia a la que llamará, por alguna misteriosa razón, democracia.
Miles de campesinos que se negaron a abandonar las tierras otorgadas por Árbenz fueron desplazados por la fuerza o, simplemente, ejecutados. Otros 200.000 guatemaltecos serán asesinados o masacrados por las dictaduras militares que seguirán hasta los años 90. El presidente Ronald Reagan las llamará “dictaduras amigas” y las pondrá como modelos de libertad y democracia.
El 11 de mayo de 1967, Richard Nixon repitió su tour latinoamericano de una década atrás. Esta vez no encontró ni críticas, ni manifestaciones de estudiantes ni escupitajos como en 1958. Claro, tampoco tantas democracias. Desde el golpe contra Rómulo Gallegos en Venezuela en 1948, América latina perdió una decena de democracias, gracias a la ayuda económica, estratégica y moral de Washington.
Al día siguiente, el New York Times reprodujo un cable de UPI con las declaraciones de Nixon en Buenos Aires: el general Onganía “es uno de los mejores líderes que conocí en mi vida”. Al igual que su amigo Henry Kissinger, sabe y dice la verdad: nada importante ocurre en América del Sur o a nadie en el norte debe importarle.
El 8 de setiembre de 1970, en una reunión secreta de la Comisión 40 para impedir que Allende asuma como presidente electo en Chile, se encontraban presentes el Asesor de Seguridad nacional, Henry Kissinger, el fiscal general John Newton Mitchell y el director de la CIA Richard Helms, entre otros. Según Henry Kissinger, Allende, como Árbenz en Guatemala dos décadas atrás, era un peligro mayor que Fidel Castro por haber llegado a la presidencia a través del voto, lo cual serviría no sólo como ejemplo para otros países de la región sino, incluso, para Europa, como era el caso inminente de Italia.
El 12 de setiembre, Kissinger le comunicó a Richard Helms la decisión de impedir que Allende tome posesión del cargo a cualquier precio. Más tarde, con su arrogancia clásica, confirmó la filosofía fundacional del proyecto: “No veo por qué razón deberíamos limitarnos a ver cómo un país se convierte en comunista por la irresponsabilidad de su propia gente”. El director de la CIA, Richard Helms, le escribió a Kissinger con la solución, por cierto, nada creativa: “Un repentino desastre económico será el pretexto lógico para justificar una acción militar”.
Tres días después, el martes 15, en reunión secreta con Kissinger, Helms tomó nota de las palabras del presidente Nixon. Con letra apurada, escribió en forma de verso: “cualquier gasto vale la pena / ningún riesgo que pueda preocuparnos / mantener la embajada por fuera / diez millones de dólares o más si es necesario / haremos que la economía chilena grite de dolor”. El 25 de noviembre, Henry Kissinger le envió un memorándum al presidente Nixon para la actuación en Chile con el título “Acción encubierta en Chile”, en la cual resume la estrategia a seguir:
“1) Fracturar la coalición de Allende;
2) Mantener y extender los contactos con el ejército chileno;
3) Proveer de ayuda a los grupos no marxistas;
4) Darle visibilidad a los diarios y los medios contrarios a Allende;
5) Apoyar a los medios como [censurado] para que inventen que Cuba y los soviéticos están detrás de su gobierno.
El Comité ha aprobado las medidas de actuación de la CIA y el presupuesto necesario”.
Nixon reemplazó al embajador Korry por Nathaniel Davis y al director de la CIA, Richard Helms, por James Schlesinger en procura de una mayor agresividad en la ejecución del plan. La CIA canalizó millones de dólares, esta vez no para los políticos amigos sino para crear rabia e insatisfacción popular contra el gobierno que apenas había asumido y para torcer el ejército chileno en contra del orden constitucional, alegando razones morales y patrióticas. El Plan B funcionó a la perfección. La estrategia fue efectiva: continuar la guerra económica y psicológica antes de la solución final. El 21 de setiembre, el embajador Edward Korry le envió a Kissinger un reporte oficial : “No permitiremos que ni una tuerca ni un tornillo llegue a Chile mientras Allende sea presidente. Haremos todo lo que esté a nuestro alcance para condenar a Chile y a todos los chilenos a la mayor miseria que sea posible”.
Para facilitar el plan, Kissinger solicitó colaboración a su viejo amigo, David Rockefeller, director general del banco de la familia, el Chase Manhattan Bank (luego JPMorgan Chase), y uno de los principales bancos en Chile. Nixon cortó los créditos de aquel país, pero no las ayudas millonarias a la oposición. El gerente de ITT en Chile, John McCone (ex director de la CIA, dueño del 70 por ciento de las telefónicas en ese país y distinguido en 1987 por Ronald Reagan con la Medalla Presidencial de la Libertad) ya había informado de su disposición de poner un millón de dólares para desestabilizar a Allende. Su primera donación había sido de 350.000 dólares para la campaña política del rival de Allende, Jorge Alessandri, la cual había sido igualada por múltiples donaciones de otras grandes corporaciones estadounidenses en Chile.
Aunque el 3 de julio de 1972 el New York Times había publicado el informe de uno de sus enviados identificado como Mr. Merriam filtrando los sobornos de ITT en Chile, ni a Nixon ni a Kissinger les importó, como alguna vez les importó a sus predecesores. Años antes, el Pentágono había financiado y organizado diferentes infiltraciones en la academia sudamericana con programas como el Proyecto Camelot en Chile, el que debió ser suspendido por el Secretario de Defensa de entonces, Robert McNamara, el 8 de julio de 1965 “debido a la mala publicidad de la que ha sido objeto”.
En Washington, Henry Kissinger dio una conferencia de prensa y, como copia del discurso exculpatorio del Secretario de Estado John Foster Dulles luego de destruir la democracia en Guatemala en 1954, negó cualquier participación del gobierno de Estados Unidos en el golpe militar de Chile. Kissinger sigue, letra por letra, el manual de la CIA que, por décadas, exige que todo lo que sea hecho debe ser hecho “permitiendo una negación plausible” y, bajo cualquier circunstancia, “nunca se debe admitir alguna participación en ningún hecho, aunque todas las pruebas indiquen lo contrario”.
El 6 de julio de 1971, Kissinger informó al mismo comité que la Casa Blanca le ha encomendado eliminar al nuevo gobierno de Bolivia, liderado por un militar con tendencias izquierdistas llamado Juan José Torres. Kissinger considera que la nueva Asamblea del Pueblo donde obreros, mineros, campesinos y universitarios participan por igual, es una de las mayores amenazas inspiradas por los soviéticos, por lo cual era necesario ayudar a la oposición con dinero y propaganda. En el comité se concluye que antes “teníamos un líder a quien apoyar [general René Barrientos] y ahora tenemos un auto en marcha y estamos en la búsqueda del conductor”.
Casi al mismo tiempo, el secretario ejecutivo del Departamento de Estado Theodore Eliot comunicaba de forma confidencial que Washington estaba preocupado por la posibilidad de que el nuevo partido de izquierda, el Frente Amplio, pueda ganar la intendencia de Montevideo y no quería un nuevo Allende, aunque sea en una alcaldía. Echando recurso a una estrategia más indirecta que la usada en Chile, Washington intervino en el proceso electoral, como lo hizo a lo largo de las décadas anteriores, propagando información conveniente, plantando editoriales en “diarios prestigiosos” e infiltrando las fuerzas de represión locales. Aunque lejos de la violencia desatada por generaciones en las repúblicas tropicales, en Uruguay también se contaba con la excusa perfecta del combate a un grupo subversivo llamado Tupamaros, surgido años después de la intervención de la CIA en uno de los países más independientes y democráticos del continente. El memorándum a Henry Kissinger informaba sobre las buenas posibilidades de su candidato preferido, Juan María Bordaberry, aunque también advertía que en Uruguay “el fenómeno de los Tupamaros es básicamente una revolución de la clase media en contra de un sistema que no ofrece oportunidades de participación”.
Para las cruciales elecciones de 1971, Washington y Brasilia ya se habían encargado de que el Frente Amplio obtenga una mala votación y que el Partido Blanco (el partido de Nardone, ayudado por la CIA una década atrás, pero ahora posicionado unos pasos hacia la izquierda con su candidato Wilson Ferreira Aldunate) pierda las elecciones. Luego de meses de recuento y de denuncias de fraude, el candidato del Partido Colorado, ahora en manos de la derecha militarista, resultará vencedor. Juan María Bordaberry obtendrá unos pocos miles de votos más que Wilson Ferreira y se encargará de entregar el país a la dictadura militar dos meses antes del golpe en Chile. Este mismo año, en la Casa Blanca, Richard Nixon, Henry Kissinger, Vernon Walters y otros funcionarios de Washington le agradecen personalmente al dictador brasileño Emílio Garrastazu Médici por su intervención en las elecciones en Uruguay, por su liderazgo en la represión de los movimientos sociales de América Latina y por el bloqueo de Cuba como miembro de la OEA.
También de forma simultánea, entre 1969 y 1973, caían sobre Camboya más bombas (500.000 toneladas) que las que cayeron sobre Alemania y Japón durante la Segunda Guerra. Lo mismo les ocurrió a Corea del Norte y a Laos. En 1972, el presidente Nixon preguntó: “¿Cuántos matamos en Laos?” a lo que su Secretario de Estado, Ron Ziegler, contestó: “Como unos diez mil, o tal vez quince mil”. Henry Kissinger agregó: “en Laos también matamos unos diez mil, tal vez quince mil”. En realidad, estas cifras son apenas la sombra del genocidio perpetrado en la región.
Luego de que la Comisión Church del senado revelara varias operaciones de la CIA, como la manipulación de la prensa y la cultura en decenas de países, el apoyo con dinero y logística a políticos obedientes en múltiples elecciones, la organización de golpes de Estado y el asesinato de líderes populares por todo el mundo, Henry Kissinger propuso radicalizar las medidas que impidieron futuras acusaciones bajo nuevos estándares de “secreto incondicional”. Las estrategias fueron y son infinitas. Según el National Security Archive, el mismo Kissinger había filtrado documentos secretos por lo cual se intentaba castigar a las comisiones investigadoras y, según uno de los periodistas que destaparon el escándalo que terminó con la renuncia de Nixon, Carl Bernstein, la misma comisión Church omitió información más comprometedora.
En 1976, Henry Kissinger llegó a Santiago y le entregó al general Pinochet el discurso que pensaba leer al día siguiente, asegurándole que no habría ninguna mención a los Derechos Humanos referidos a Chile sino a los regímenes comunistas. “Usted es una víctima de la izquierda internacional”, dice el poderoso Kissinger, como forma de consuelo. Luego agrega: “Queremos ayudarlo. Usted ha hecho un gran servicio a Occidente derrocando a Allende”. Chile fue el primer laboratorio del neoliberalismo diseñado por Friedrich von Hayek y Milton Friedman y, como siempre, impuesto a fuerza de sangre y acoso.
Poco después Kissinger aterrizó en Argentina para ayudar a otro de sus regímenes favoritos. Aunque la Junta militar justificaba el golpe en la violencia de los grupos subversivos de izquierda, los registros de la Embajada de Estados Unidos muestran que la violencia del terrorismo paramilitar era muy superior. Sólo durante el primer año del gobierno de Isabel Perón, los asesinatos de la Alianza Anticomunista Argentina (la Triple A creada por José López Rega, la mano derecha de la presidenta) sumaron 503 víctimas, más que todas las víctimas de los atentados de los grupos de izquierda. El mismo embajador Robert Charles Hill, el 24 de marzo de 1975 había reportado al secretario de Estado, Henry Kissinger, sobre 25 ejecuciones políticas en solo 48 horas, de las cuales dos tercios eran víctimas del paramilitarismo de extrema derecha. “El mayor incidente —escribió el embajador en un memorándum— ocurrió el pasado viernes cuando 15 terroristas (de la Triple A) secuestraron a jóvenes de la izquierda peronista en ocho Ford Falcon. Una mujer fue asesinada cuando intentaba evitar que se llevasen a su esposo. Más tarde, aparecieron otros seis cuerpos… En Mar del Plata, como represalia por la muerte de un abogado de la derecha peronista a manos de un grupo de montoneros, otros cinco izquierdistas fueron asesinados, los que suman más de cien asesinatos políticos en lo que va del año”.
Apenas un año después, el desprecio del embajador Robert Hill se proyectó sobre Kissinger. Poco antes de dejar este mundo, como una reacción moral al final de su larga carrera imperialista, el embajador intentó resistir la aprobación de Kissinger a la dictadura argentina debido a las obvias violaciones a los derechos humanos. En la reunión de la OEA en Santiago de Chile de junio en el Hotel Carrera, Hill intentó revertir sin éxito la poderosa diplomacia por entocnes no oficial del todopoderoso Kissinger. Uno de los hechos que precipitaron la crisis moral del embajador Hill poco antes de su muerte fue cuando el hijo de treinta años de uno de los empleados de su embajadora, Juan de Onis, fue secuestrado y desaparecido por el gobierno de Videla. Cuando en octubre de 1987 The Nation informó sobre este caso, Kissinger se burló de las excesivas preocupaciones del fallecido embajador Hill sobre los derechos humanos.
Kissinger siempre fue intocable y sus objetivos por demás claros. El 25 de marzo de 1976, en el telegrama 72468 del Departamento de Estado, había enviado a la Casa Blanca una copia de la conclusión del Bureau of Intelligence and Research, confirmando los beneficios del nuevo golpe en América Latina, razones que sólo repiten otros argumentos usados en el siglo XIX: “Los tres líderes de la Junta son conocidos por sus posiciones en favor de Estados Unidos… y por sus preferencias por las inversiones de los capitales extranjeros. Además, el nuevo gobierno buscará la ayuda de asistencia financiera de Estados Unidos, sea moral o en dólares”. Como es costumbre, la nueva dictadura argentina no fue bloqueada sino lo contrario. El FMI aprobó, en cuestión de pocas horas, un préstamo de 127 millones de dólares (575 millones al valor de 2020) para asegurar el éxito del nuevo régimen terrorista, de la misma forma que habían hecho con Chile y otras dictaduras militares―préstamo que, como fue el caso de otras dictaduras amigas, saltará por las nubes poco después debido a las nuevas tasas de interés de la FED.
El 7 de octubre 1976, luego del golpe, Henry Kissinger, en una reunión en la que se encontraba el subsecretario de Estado de Estados Unidos Philip Habib, le dirá personalmente al ministro argentino de Relaciones Exteriores, el almirante César Guzzetti: “Nuestro interés es que tengan éxito. Tengo una visión pasada de moda según la cual a los amigos hay que defenderlos. En Estados Unidos la gente no entiende que ustedes tienen una Guerra civil aquí. Leen sobre la necesidad de los Derechos Humanos pero no entienden el contexto… Así que cuanto antes lo hagan, mejor”.
Un par de años antes, el 24 de marzo de 1977, el nuevo consejero de Seguridad nacional del presidente Carter, Zbigniew Brzezinski, pecando de un exceso de optimismo, había declarado que la doctrina Monroe “ya no es válida; representa un legado imperialista que ha destruido nuestras relaciones internacionales” y que lo que corresponde es tener una relación más igualitaria con los vecinos del sur. Los idealistas no durarán muchos años. Ni siquiera podrán gobernar cuando les toque gobernar. En un memorando secreto dirigido al mismo Brzezinski con fecha del 11 de julio de 1978, Robert Pastor le informará sobre la visita de Kissinger a la Argentina con motivo de la Copa Mundial de Fútbol. Refiriéndose a la Junta militar, Pastor informará que las palabras de reconocimiento del ex secretario de Estado Henry Kissinger “por los logros del gobierno en su lucha contra el terrorismo fueron música para sus oídos, algo que habían estado esperando por mucho tiempo”. Luego: “sus declaraciones sobre la amenaza soviético-cubana me parecieron desactualizadas, con un retraso de quince o veinte años… Lo que me preocupa es su deseo de atacar las nuevas políticas de la administración Carter sobre los derechos humanos en América Latina. Por otra parte, no queremos una discusión pública sobre esto, sobre todo porque necesitamos su ayuda para el SALT”.
En julio de 1978, el Buenos Aires Herald publicó declaraciones de Henry Kissinger que se parecen a su respuesta ante las cámaras de televisión sobre el desconocimiento del golpe de Estado en Chile cuatro años atrás. Ahora, el intocable Kissinger (su apellido significa “más que un beso”) vuelve a hacer uso de su clásica hipocresía. “Se supone que soy un experto en asuntos internacionales, pero no he tenido mucha información sobre lo que ha ocurrido en Argentina en los últimos diez años”, declara. El embajador Robert Hill, en un momento de crisis de fe, toma un bolígrafo y subraya estas palabras. Al margen del diario, escribe: “perfecta mierda”.
El poder de Kissinger fue más allá de lo razonable, aún sin un cargo oficial. Poco después, Robert Pastor le solicitó a Brzezinski que trate de preguntarle a Kissinger si no le importaría el hecho de que un miembro de su staff (“yo mismo”) pudiese cuestionar los objetivos de su viaje a Argentina. Con cierta ambigüedad o ingenuidad, Pastor concluye: “Eso podría darme un indicio sobre si a él realmente le interesa algo sobre nuestras políticas de derechos humanos para promover una campaña y darle alguna información sobre la efectividad de nuestra política de derechos humanos para América Latina”.
Cuarenta años después, aparte de la sistemática y masiva violación de los derechos humanos en Argentina, los documentos desclasificados en Washington abundarán en menudencias como la costumbre de las fiestas, los conciertos y las cenas de rigor a los que estaban expuestos los diplomáticos en Argentina; la reunión de Henry Kissinger en abril con Jorge Luis Borges, con Martínez de Hoz (el representante del proyecto neoliberal en ese país) y con el ministro de exteriores, Cesar Augusto Guzzetti, a quien Kissinger autorizó (“[gave] explicit permission”) para actuar de la forma que fuese necesario para “reprimir el terrorismo”.
Desde principio de los años 60, como en cualquier otro país de la frontera sur, en África y en Asia, la CIA arma y financia grupos paramilitares que se hacen célebres en la historiografía por sus matanzas y sadismo sin límites contra cualquier indio o pobre que resista los abusos y desalojos de sus tierras apetecidas por las corporaciones. En América central las dictaduras apoyadas por Washington, por empresarios y pastores como Pat Robertson, dejan cientos de miles de muertos y se las llama “Guerra civil”. Desde 1971, Israel también abasteció de armas a las dictaduras centroamericanas, entre otras, pero de 1977 a 1980 (debido al recorte de ayuda militar del presidente Jimmy Carter) se convierte en el principal proveedor junto con el régimen de apartheid de África del Sur. Durante diversos gobiernos militares de la región, y con la venia de Henry Kissinger, Israel también proveyó ayuda técnica y logística en control interno y según la doctrina de la Seguridad Nacional. Como en casi todos los otros casos, la razón de esta doctrina (la existencia de grupos subversivos) es una consecuencia de la misma doctrina. Incluso cuando la resistencia armada existe es, en proporción, irrelevante. La Corte Interamericana de Derechos Humanos insiste que los grupos guerrilleros carecen del armamento y de las fuerzas necesarias para convertirse en una amenaza para el gobierno de Guatemala. Pero el terrorismo de Estado necesita una razón para existir. El ejército y los paramilitares se encargan de casi todas las matanzas y a eso se le llama “Guerra Civil”. Ametralladoras importadas y penes nacionales son las principales armas del genocidio y la humillación sistemática.
El 21 de julio de 2020, el gobierno de Trump emitirá orden de captura y una recompensa de cinco millones de dólares por el presidente del Tribunal Supremo de Venezuela, Maikel Moreno, acusado de corrupción. El secretario de Estado Mike Pompeo explicó la decisión: Moreno “aceptó sobornos para influir en los resultados de algunos casos criminales en Venezuela; con este anuncio estamos enviando un mensaje claro: Estados Unidos está en contra de la corrupción”.
Casi veinte años antes, en agosto de 2001, como respuesta al requerimiento del juez español Baltasar Garzón para que el exsecretario de Estado Henry Kissinger declare ante los tribunales internacionales por su participación en las dictaduras latinoamericanas, el gobierno de George W. Bush emitió un comunicado protestando: “Es injusto y ridículo que un distinguido servidor de este país sea acosado por cortes extranjeras. El peligro de la Corte Penal Internacional es que un día los ciudadanos estadounidenses puedan ser arrestados en el extranjero por motivaciones políticas, como en este caso”.
En 1968, cuando aún era un desconocido profesor de Harvard, Kissinger, sobreviviente de la persecución nazi en Alemania, había resumido toda la filosofía imperialista con su clásico cinismo: “Existen dos tipos de realistas: aquellos que manipulan los hechos y aquellos que los crean; Occidente necesita hombres capaces de crear su propia realidad”.
Hace cincuenta años, dos meses después del golpe de Estado en Chile, Kissinger fue distinguido con el Premio Nobel de la Paz por sus esfuerzos por la paz en Vietnam. Kissinger declaró que recibía el premio “con humildad” y donó el dinero del premio a los niños huérfanos de los soldados estadounidenses caídos en Vietnam, Laos y Camboya.
Dicen que corrieron lágrimas de emoción por tan noble gesto.
Jorge Majfud. Extractos del libro La frontera salvaje.
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