Es la hora de las celebraciones muy justificadas por el restablecimiento de las relaciones diplomáticas entre Cuba y Estados Unidos y la reapertura de las respectivas embajadas el ya histórico 20 de julio. De la emoción que millones sentimos al contemplar la bandera de la estrella solitaria proyectarse hacia el cielo de Washington de la mano del canciller Bruno Rodríguez y de tres soldados de la patria.
De no escatimar el reconocimiento al presidente Barak Obama por su valiente ruptura con la rutina agresiva de más de medio siglo y el inicio de un diálogo civilizado con el mayor respeto por la soberanía de Cuba. De proclamar que sin la heroica resistencia del pueblo cubano, el sabio liderazgo de Fidel y Raúl y el reclamo de toda América Latina y el Caribe este desenlace no habría sido posible. De agradecer a los sectores populares, religiosos, intelectuales, políticos y empresariales que tanto han remado contra la corriente en Estados Unidos para llegar hasta aquí. De reconocer a China y Rusia su amistad y solidaridad con Cuba mientras mayor era su poderío y más se consolidaba la multipolaridad; como a todos los gobiernos que han votado en la ONU durante 17 años contra el bloqueo.
Pero también es la hora de no olvidar el contexto histórico que dio lugar a las desavenencias existentes entre ambos países, algunas insuperables mientras en Cuba ondee la bandera del socialismo, que estoy seguro será por todo el futuro previsible. De tener siempre presente que el conflicto entre Cuba y Estados Unidos no se inició con la revolución cubana, como afirman mendazmente los medios de comunicación hegemónicos y los ideólogos de la contrarrevolución, aunque indudablemente después de 1959 adquirió una intensidad nunca vista.
La evidencia histórica apunta fehacientemente a una aspiración al dominio y a la anexión de la isla por parte de la burguesía de las 13 colonias años antes de la revolución norteamericana (1776). Tanto es así que después de la toma de La Habana por los ingleses (1762), quienes más se opusieron ante Londres a su retirada fueron los grandes negociantes de las colonias del norte, cuya prosperidad dependía mucho del tráfico de ron y melaza abundantes en Cuba y por eso aportaron cientos de hombres a las tropas británicas que invadieron la capital cubana. Esta tendencia se vio delineada a principios del siglo XIX y, sobre todo, a partir de la proclamación de la Doctrina Monroe (1823). Desde entonces, Washington llevó a cabo numerosas acciones dirigidas a la anexión de la isla, que tuvieron su expresión más inequívoca en la intervención militar de 1898, seguida de otra ocupación y un sinnúmero de actos injerencistas que no se detuvieron hasta 1959.
Al darse cuenta que en Cuba había triunfado una verdadera revolución, cuyos líderes, encabezados por Fidel, no estaban dispuestos a renunciar a la independencia y soberanía del país, Estados Unidos rompió relaciones diplomáticas con la isla y se embarcó en lo que merece calificarse sin exageración como una guerra no declarada. ¿De qué otra manera puede llamarse a una campaña de cientos de acciones terroristas que duró hasta años recientes, la derrotada invasión de Bahía de Cochinos, numerosos episodios de guerra biológica, planes desestabilizadores que continúan y, por no abundar, al bloqueo, que sigue en pie aunque el presidente Obama lo haya flexibilizado muy discretamente y pedido al Congreso su levantamiento?
Sin este recuento muy sintético no es posible entender la raíz del conflicto bilateral y la naturaleza de ambos contendientes, en que Washington, que sigue siendo expansionista e imperialista, ha sido el agresor. El pueblo de Cuba, en cambio, ha actuado siempre en defensa de su derecho a la independencia, la soberanía y la autodeterminación frente a las agresiones del vecino. Actuación mucho más consciente y combativa cuando el gobierno revolucionario comenzó a tomar medidas encaminadas a mejorar las condiciones de vida de sus ciudadanos, que necesariamente afectaron intereses de las grandes corporaciones estadunidenses y provocaron una feroz hostilidad de la potencia norteña.
Ello no se debía solamente a los intereses afectados por las medidas revolucionarias sino también al temor de que el ejemplo fuera seguido por otros países en la región que hasta entonces consideró su patio trasero y en la que nunca permitió, ni acepta hasta hoy, reformas que modifiquen sus dictados. Ahí tenemos el ejemplo de la hermana Venezuela.
Ángel Guerra Cabrera
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