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miércoles, julio 22, 2015
Marcel Martinet autor de El proletariado y la cultura (anexo: texto original)
Nacido en Dijon (22-08-1887–Saumur, 18-01-1944), Marcel Martinet era hijo de un mozo de farmacia y de una directoras de escuela primaria. Marce realizó sus estudios en el Liceo Carnot de Dijon antes de llegar a ser interno, en 1905 en el Louis-le-Grand. En este lugar hace amistad con Roger Dévigne y con Vincent Muselli. Ingresa en la l’École Normale Supérieure en 1907, aunque finalmente obtiene el puesto de redactor en el Ayuntamiento de París. En 1911 publica su primera colección de poemas, Le Jeune homme et la vie. También colabora en la revista del conocido escritor y periodista Jean-Richard Bloch, L’Effort libre, en la que este defiende sus concepciones unanimistas. Se trataba de una escuela literaria debida principalmente a Jules Romains, que propone una psicología de la existencia colectiva, tan sensible a los imponderables de la atmósfera física como a la presión de los factores sociales.
El prestigio la llega a Marcel en 1913 por su texto, L’Art prolétarien en el que expresa sus preocupaciones por el papel de la cultura en la autoemancipación de la clase trabajadora.
Por esta misma época, Martinet había ya ingresado en el equipo de La Vie ouvrière, el diario de la CGT, e inicia su larga amistad con Monatte y Rosmer En julio de 1914, en el momento de la declaración de guerra, los escasos militantes socialistas que rechazan la fatalidad de la guerra y la política a favor del esfuerzo militar y de la “Union Sacrée”, se encuentran desemparados y aislados. Alfred Rosmer ofrece el siguiente testimonio en su obra, Mouvement ouvrier pendant la guerre : Un día, al regreso de una decepcionante peregrinación, nos encontramos con una palabra de Marcel Martinet. […] Sus breves línea decían en sustancia: ¿Es que me he vuelto loco? ¿O se han vuelto los otros? Marchamos a su casa sin perder tiempo. Aquella fue primera vez que tocamos tierra firme; todos nos sentimos animados. Martinet estuvo en todas nuestras actividades, estrechamente asociado a nuestro trabajo; él sería el poeta de estos tiempos malditos.
De la noche a la mañana el patriotismo parecía haber anulado toda la voluntad revolucionaria surgida con la Carta de Amiens, tanto fue así que los internacionalistas quedaron reducidos a una minoría, a un grupo afín sin capacidad de influir en los acontecimientos, sin una incidencia práctica. Pero su carácter minoritario no fue obstáculo para que clamaran contra la “traición socialista”
Exento del servicio militar por razones de salud, Martinet no fue movilizado. Por entonces, el Nobel y tolstoniano, Romain Rolland, que acababa de publicar su famosa diatriba Au-dessus de la mêlée, conocea Martinet y ambos comienzan a desarrollar una larga correspondencia Marcel también participa en los trabajos de la “Société d’études documentaires et critiques”, que trataba de ofrecer argumentos de denuncia de la guerra. Igualmente lo encontramos en el Comité constituido a consecuencia de la Conferencia de Zimmerwald. Por este tiempo forma parte igualmente del grupo internacionalista que se reúne alrededor de León Trotsky que a finales de 1916 fue entregado a las autoridades españolas como un “peligroso terrorista”. Martinet concluyó sus recuerdos de Trotsky en París evocando un breve relato titulado “La familia Declerc”, que el joven revolucionario había escrito a comienzos de la primera guerra, en Sevres, para mostrar hasta qué punto Trotsky era “capaz de sentir y de expresar el dolor de los hombres y de las mujeres agobiados por la guerra imperialista”.
En enero de 1917, a continuación de una “pétition sur les buts de guerre en France“ de la que Marcel fue uno de los propagandistas, fue sancionado por su administración. Por entonces, su denuncia se hace más airada y edita en Suiza una selección de poèmes titulados, Les Temps maudits, que con el tiempo será su obra más conocida y editada. En su Journal, el 9 de mayo 1917, Romain Rolland dejó escrito: He recibido el primer ejemplar del admirable libro de Marcel Martinet, Les Temps maudits. Lo he releído con emoción. Lo veo como la obra más potente contra la guerra – más que Le Feu, y sobre todo bastante superieure a Feu, por la cualidad de su rate y por su alma.
La revolución rusa, el joven Partido Comunista francés (PCF) que trata de apoyarse en la corrtiente sindicalita por encima de la socialdemócrata, la revolución alemana de 1918-1919, encuentran en Martinet un ardiente defensor. En 1921 se encarga de la página literaria de L’Humanité…
En 1924, la enfermedad le aleja de la acción, pero su presencia sigue siendo viva en el seno del movimiento obrero, siempre preocupado por la difusión de la cultura socialista. Minoritario de izquierda (o sea alineado con la Oposición al naciente estalinismo), Marcel es separado del PCF, será uno de los primeros en atacar el estalinismo siendo ya en 1924 acusado de “trotskismo”. Forma parte también del primer núcleo de intelectuales antifascistas y desde 1927 hasta su muerte se siente afín al grupo de La Révolution prolétarienne que combina el ideario del sindicalismo revolucionario con las diversas expresiones de la izquierda insumisa. A pesar de su simpatía y amistad con Trotski. Ahí quedan sus inequívocas tomas de posición en todas y cada una de los grandes temas de la época comenzando por la denuncia del colonialismo francés y acabando por la denuncia de los “procesos de Moscú”, en defensa de Andreu Nin, hasta llegar al Manifiesto por un arte revolucionario e independiente, un texto que, por decirlo de alguna manera, Martinet firmaría con las dos manos.
De complexión enfermiza, Marcel persistió en sus preocupaciones primordiales, en el intento de equilibrarla organización social con la creación artística. En esto, fue determinante la influencia de la obra de Albert Thierry, Réflexions sur l’éducation, que antes de publicarse en volumen con un prólogo del propio Martinet, había aparecido como folleto de La Vie Ouvriére; Martinet encontró allí el esquema de una posible organización obrera de la educación. Más aún, sacó de dichas reflexiones buena parte, de su filosofía social, adoptando el principio de abstenerse de medrar, lo que le llevará en la práctica, a oponerse a todas las jerarquías tanto sociales como políticas o sindicales. Thierry propuso también el principio de una educación de la clase obrera por el sindicalismo. En 1921, las responsabilidades que asume en el diario comunista, permiten por fin a Martinet abordar esta cuestión y propagar, y en cierto modo continuar, las Réflexions de Thierry —muerto a los 34 años en los primeros meses de la “Gran Guerra”— en el seno del proletariado francés. Con tal objeto, Martinet escribió los artículos que forman la segunda parte de esta obra, en la que teoría y práctica se encuentran íntimamente mezcladas, pensando en la militancia.
En 1935, cuando recoge sus artículos de 1921, se habla en todas partes y desde hace ya algún tiempo de los problemas de la literatura proletaria, se habla de cultura, de casas de cultura, de casas del pueblo, de teatro popular y de agitación. El primer PCF abre escuelas, se constituyen círculos de estudios de obreros cristianos. Martinet, que cree profundamente que la emancipación de los trabajadores será obra de los trabajadores mismos.
Comienza su libro con un cuadro de las necesidades, de las ideas y de los hechos que tienden a la consecución de tal fin. Vuelve a empezar desde cero para demostrar hasta qué punto la emancipación de la clase obrera tiene que pasar por el redescubrimiento de su propia identidad, que ha sido deformada y borrada por la clase dominante: este redescubrimiento sólo puede conseguirse gracias a una cultura propia, es decir, a una educación y a un conocimiento alimentados en la vida del grupo social. Aclara su demostración con los ejemplos que el lector encontrará en la tercera parte del libro, uniendo de este modo, como siempre lo hizo, la teoría con la práctica, el ideal con la vida, y dando a las cosas sus más exactas dimensiones, las únicas posibles.
A lo largo de su vida, Martinet fue de los intelectuales socialistas franceses más próximos a la clase obrera, a los teóricos obreros y a su tradición. Acordó su paso al de aquéllos y no vio en la clase obrera un bloque monolítico, sino una multitud de rostros y de personalidades cuya proyección forma un conjunto viviente y abierto a un mundo que se le niega. Atrévete a ser quien eres, termina diciendo en uno de sus textos esenciales titulado A contracorriente. Atrévete a seguir siéndolo es el imperativo implícito en toda su obra, literaria o educativa. De los teóricos obreros recoge también la idea de necesidad absoluta de la lectura como medio de formación de la conciencia individual y de la conciencia de clase, y en los militantes encuentra el ejemplo de la renuncia al medro personal que hizo que durante toda su vida no de jará nunca de ser el oscuro maestro del pueblo en qué aspiró a convertirse.
En 1933, Martinet asumió la defensa de su amigo Victor Serge preso de Stralin, en su folleto Où va la Révolution russe?, en la que asume la idea de la degeneración burocrática, a favor de una nueva revolución vista desde la democracia obrera L’Affaire Victor Serge. Esta toma de posición le llevó a enemistarse con Bloch y con Romain Rolland. El 6 fébrero de 1934, fue uno de los firmantes (avec André Breton, Félicien Challaye, Jean Guéhenno, Henry Poulaille…) de un “appel à la lutte” antifascista en una línea de frente obrero que trata de influir en la unión entre socialistas y comunistas divididos como lo habían estado trágicamente en Alemania, abriendo de esta manera las puertas a Hitler.
La reedición de este libro, al recordar una acción mal conocida pero rica de enseñanzas, es también un homenaje al grupo que la alimentó con su pensamiento y su vida: el de La Vie ouvriére y de La Révolution prolétarienne, el de Fierre Monatte, Alfred Rosmer, Maurice Chambelland, Víctor Serge, el de la “Librairie du Travail”, que difundió primero este libro entre los obreros gracias al trabajo entusiasta de Marcel Hasfeld. Martinet murió en 1944 de una congestión pulmonar.
De toda la obra de Marcel Martinet (*), la única que ha sido vertida al castellano ha sido Cultuira proletaria, aparecida en 1977 en la editorial Villamar, en traducción de Daniela de la Iglesia en 1977 en base a la edición francesa de François Maspero (París, 1976). El libro recopila cuatro trabajos del poeta, entre ellos El proletariado y la cultura (ver anexo), sin duda el más representativo. Se trata de una obra ya clásica que nos puede dar una idea bastante cabal de las preocupaciones del escrito cuya biografía militante es paralela a las de Alfred Rosmer y Pierre Monatte sobre los que tampoco se ha publicado mucho entre nosotros aparte de algún que otro artículo aparecido en la Web de la Fundación Andreu Nin.
Pepe Gutiérrez-Álvarez
(*) Obras
Le Jeune homme et la vie (L’Édition de Paris, 1911)
Les Temps maudits (Édition de la revue Demain, Genève, 1917)
Les Temps maudits (Édition complétée de huit nouveaux poèmes, Librairie Paul Ollendorff, 1920)
Les Temps maudits (Édition suivie des Carnets des années de guerre, Agone, 2004)
Chants du passager (Corrêa, 1934)
Hommes (Édition de la revue Les Humbles, 1938)
Une feuille de hêtre (Corrêa, 1938)
Quarantaine (Librairie Tschann, 1939)
Florilège poétique (posthume, L’Amitié par le livre, 1946)
Eux et moi, chants de l’identité (posthume, écrit en 1929, Édition Regain, 1954) Pour la Russie (Librairie du Travail, 1920)
Introduction, présentations et notes critiques à Pages choisies de Romain Rolland (Librairie Paul Ollendorff, 1921)
Civilisation française en Indo-Chine (Comité d’amnistie et de défense des Indochinois et des peuples colonisés, 1933)
Où va la Révolution russe ? L’Affaire Victor Serge (Librairie du Travail, 1933)
Culture prolétarienne (Librairie du Travail, 1935; Agone, 2004)
Anexo
Marcel Martinet
El proletariado y la cultura
Prologo
A la memoria de Fernand Pelloutier (1), servidor de la clase obrera
La palabra servir tiene dos sentidos: a los intelectuales orgullosos de su «libertad» restituida, y a todos los revolucionarios, les deseo que logren aprender a distinguir uno de otro. Como todas las épocas de hundimiento social, la nuestra podría ser también una época de reconstrucción. Todo depende de los hombres.
Afirmar que la posibilidad de reconstruir la sociedad depende de los hombres, es la negación de la impostura fascista. Los fascismos suponen el desprecio del hombre.
Los fascismos mienten cuando se dicen anticapitalistas, aunque sean efectivamente los testigos de la agonía del capitalismo y traten de ser los curanderos ignorantes y taimados de ese sistema social, condenado sin remedio. Lo más que pueden conseguir es, gracias a una mezcla de prácticas brutales y de magia irracionalista, prolongar su agonía con la explotación esclavizante del proletariado. Pero, por sus estúpidas autarquías económicas y por sus necios y místicos nacionalismos —que fatalmente les enfrentarán entre sí—, pueden al mismo tiempo acabar con el miserable cuerpo social contemporáneo.
Afirmar que la posibilidad de una reconstrucción social depende de los hombres es un acto de fe en ellos, en toda la humanidad, en su razón, en su voluntad, en su capacidad de decir no. Pero toda la historia humana, a pesar de sus dolores y sus crímenes, justifica esta confianza, y la revolución proletaria supone. Sólo la revolución obrera puede salvar el cuerpo socia] al liberar al proletariado, y a ello le obligan tanto su constitución orgánica como sus doctrinas.
Pero la crisis de confianza que desde la guerra abruma a la humanidad ha contaminado también a la clase obrera. Consecuencia de los trastornos y contradicciones económicas, la crisis de confianza se puede convertir a su vez en una causa de nuevos desastres, como lo ha sido en Italia y en Alemania. La burguesía, pequeña o grande, está dispuesta a abandonar su destino en manos de un jefe —del Jefe, del Salvador— que, apoyándose en una jerarquía de tecnócratas mercenarios, la salve de su angustia y de su abdicación, y sobre todo la salve de la fuerza proletaria.
Pues la burguesía moribunda tiene más confianza en ese proletariado al que teme que en sí misma. El capitalismo, al descomponerse, destiñe también sobre la clase obrera fermentos de descomposición: paro, xenofobia, etc. Así se crea un terreno favorable a la gangrena fascista, y un terrible riesgo de suicidio de la civilización.
La hora que vivimos es crítica. Pero hay síntomas anunciadores de que la clase obrera empieza a rehacerse. Mas para esto hace falta que sus miembros sean verdaderos hombres y no máquinas, soldados, ni esclavos. Es necesario que cada individuo sea una persona libre y que desee realizar al máximo su destino, en una sociedad rica que permitirá a todos los hombres esa realización. Eso y no otra cosa es la revolución proletaria. Para que triunfe, hace falta que los hombres llamados a salvar al mundo salvándose a sí mismos, que los miembros de la clase obrera, se instruyan y se eduquen, mediten y desarrollen su capacidad obrera y social. Para adquirir esta cultura necesaria sólo pueden contar consigo mismos: «Ni dios, ni cesar, ni tribuno».
Este libro, que no ha nacido de las circunstancias, pero que responde a ellas, está completamente consagrado a los problemas que plantea esta necesidad de la cultura obrera. Cultura para la masa y no para unos cuantos. No hablaremos aquí de literatura proletaria, de arte proletario; dejaremos todo eso para más tarde. Lo que nos preocupa es la cultura para el conjunto de la clase trabajadora. Al dedicar estas páginas a la memoria de Fernand Pelloutier, es a la clase obrera misma a quien las dedico, y con toda mi vida las firmo.
Diciembre de 1935.
MARCEL MARTINET
NOTA DEL CAPITULO
(1) Sindicalista francés (1867-1901). Militante del Partido Obrero, de Jules Guesde, evoluciona hacia el anarquismo. Secretario general de la Federación de «Bourses du Travail
A Pierre Monatte (1)
Pensamientos de hace un cuarto de siglo.
Las páginas que reúno aquí, hoy, tienen sus años. Las más recientes datan de 1923 y las primeras fueron escritas en 1918, durante la guerra. Pero el problema que tratan no es un problema de ayer solamente, sino que es hoy más actual que nunca y que se hará cada día más acuciante. Pues es un problema que abarca todo el destino del hombre, de todos los hombres, que, por abrumados que se encuentren, no se resignarán ya jamás de buen grado a la miseria y a la humillación. Es un problema que interesa a todos los hombres, tanto a los privilegiados amenazados en sus privilegios como a las masas desheredadas, que no olvidarán jamás que tienen derecho a una parte del legado de la humanidad. Estas pueden sufrir la injusticia y aquéllos beneficiarse de la injusta situación, pero unas y otros la sufren o la disfrutan con mala conciencia; descontentos ambos, buscan oscuramente las bases de una sociedad sana, de una sociedad justa, y todos distinguen de algún modo que en el umbral de dicha sociedad se plantea el doble problema del proletariado y de la cultura (2).
Topé con este problema mucho antes de 1918, y busqué la forma de plantearle, si no de resolverle, mucho antes de escribir las páginas que se le consagran aquí. Pensé por primera vez en ello antes incluso de cuando, en la Escuela normal de la calle de Ulm, soñaba con dejar los estudios y compartir con los hijos de la clase obrera, y no con los de la burguesía, lo poco que los libros me habían enseñado. En las salas de la calle de Lanneau o de la calle de Mouffetard, donde iba a escuchar sin encontrar satisfacción los discursos socialistas de los políticos, soñaba con alquilar una de aquellas tiendecillas, para vivir junto a los jóvenes obreros que —creía yo, sin la menor duda— andaban a tientas por los mismos caminos que yo, para estudiar el mundo con ellos y partir con ellos a conquistar el mundo, es decir, a liberar a los hombres y a conseguir la igualdad social.
Naturalmente, la vida arrancó lo que tenían aquellos sueños de pueril, de inconsistente y vano. Todo fue sucediendo según azares menos románticos. Nunca alquilé una tiendecilla en la calle de Mouffetard; los obreros con quienes hubiera querido estudiar y conquistar el mundo han trabajado y se han salvado como han podido, sin contar conmigo, y yo he hecho lo mismo. No hemos conquistado el mundo, pero estoy tan seguro como entonces de que tendremos que conquistarle juntos, y no tengo ninguna duda acerca de los caminos que nos llevarán a ello.
El pensamiento que me dominaba a los veinte años, y al que fui tan fiel como Proudhon a su juramento, en su carta a los académicos de Besancon, sigue gobernándome hoy en día, sin que nada ni nadie haya podido disminuirle. A través de un cuarto de siglo cargado de acontecimientos que han hecho problemáticas tantas certidumbres, que han hecho vacilar a tantos espíritus y han devorado tantas convicciones, aquel pensamiento de mi juventud ha cambiado, es verdad, pero para crecer y hacerse más fuerte.
Necesidad y posibilidad de una cultura interior al proletariado. Actualidad de la cuestión.
Pensamiento bien sencillo, fundado íntegramente en la idea de una cultura interna del proletariado, en la necesidad y posibilidad de dicha cultura, para el proletariado y por el proletariado, sin que deba renunciar tampoco a la herencia del pasado, a la herencia de la humanidad, que es su herencia. Pero, por sencilla que me parezca, supone evidentemente una cierta idea del proletariado y de la cultura. Idea de la cultura que también creo muy sencilla, pero que cuando en los medios próximos al proletariado y entre el proletariado mismo —así como en aquellos otros que más hostiles y extraños son a la clase obrera—, se discute y disputa en tan diversos sentidos en torno a la cultura y sus principios más elementales, me parece que aunque la palabra esté de moda, la noción debe haber quedado a estas alturas bastante oscura y embrollada. No estará por eso de más tratar de definirla y aclararla de nuevo. No es menos evidente que la idea que he formulado supone una gran confianza en el proletariado, y no sólo en su destino futuro, sino también en su capacidad presente. Y esto también hay que explicarlo con toda claridad, y no por alusiones, dejando que cada cual elija, interprete y concluya. Hay que aceptar la responsabilidad, lo más clara y completamente posible. Y las dos explicaciones sobre el proletariado y sobre la cultura, no sólo pueden ir juntas sino que tienen que ir forzosamente juntas.
Deben examinarse tanto en su elementalidad como en su más amplia generalidad. Porque la idea del proletariado —de lo que éste puede o no puede esperar, de lo que puede o no puede conseguir por sí mismo, o asumir por sí mismo— está tan controvertida, debido a las transformaciones de la guerra y de la postguerra, por la experiencia de la revolución rusa, sobre todo, pero también por todos los cambios que se suceden sin cesar en el mundo y que los que siguen defendiendo la causa de la clase obrera tratan penosamente de entender y dominar, porque es ésta una idea de la que tiran cada uno por su lado, todos los diversos partidos que reivindican la revolución, las internacionales que se enfrentan, todas las organizaciones y movimientos obreros; porque se habla mucho de cultura desde hace años, y sobre todo de cultura proletaria, y que bajo tal denominación se discuten treinta y seis cosas diferentes; como en ciertas páginas diseminadas en diversas publicaciones me parece que propuse unas respuestas válidas a las preguntas que tantos se hacen hoy en día y sobre las que con tanto ardor disputan, me he decidido finalmente a resucitarlas y presentarlas aquí reunidas.
La masa y la minoría selecta, ¿Qué es una minoría selecta del proletariado revolucionario? Una cultura para el proletariado en masa.
El problema se plantea constante y completamente en función de la masa obrera. Se plantea en ella y concierne a toda ella. Quizá todo pensamiento y toda acción revolucionarios sean en cierto sentido la obra de una minoría escogida. Es posible, y no me cuesta esfuerzo alguno creerlo. Pero, ¿de qué minoría se trata, de qué especie, y cómo hay que entenderla?
En primer lugar diremos que, en nuestra opinión, la acción y el pensamiento revolucionarios sólo pueden ser actualmente la obra del proletariado, que un revolucionarismo aventurero de intelectuales o seudointelectuales, que no piensan más que en caldear sus ánimos y que, para conseguirlo, prenderían fuego al mundo entero, no nos interesa en absoluto, o si nos interesa es precisamente para combatirle por criminal para el proletariado y además irracional, y que por eso todo pensamiento o acción realmente proletarios son, por el hecho de serlo, verdaderamente revolucionarios. Así pues, volvamos a nuestra pregunta: ¿De qué clase de minoría selecta estamos hablando?
En primer lugar, de una minoría que no se reconoce otro privilegio que el de asumir deberes más imperiosos y un trabajo más duro que nadie, que se exige más valor y más abnegación, que acepta constantes y abrumadoras responsabilidades. Una minoría constituida sobre estas únicas bases: que sólo se separe de la masa por privilegios del orden que acabamos de citar; que no se tenga por el estado mayor del proletariado, como un estado mayor de jefes grandes o pequeños; que esté compuesta exclusivamente por camaradas, camaradas entre sí y camaradas de todos los demás hombres de esa masa, de la que no se sienten distintos y de la que no quieren salir. Me parece escuchar las burlas, y no sólo en las filas de la burguesía. Pero, ¿es que existe semejante minoría? ¿Es que ha existido alguna vez? Pues bien, sí. Quizá no ha existido nunca en estado puro y eri absoluto, pero existe y ha existido siempre en las filas del proletariado revolucionario. Si no hubiera existido en mayor o menor proporción, ninguna coyuntura económica impediría que los campesinos siguieran arañando la tierra con sus manos, que los obreros siguieran encerrados catorce o dieciséis horas diarias en las fábricas y que los niños de ocho años siguieran muriendo en ellas.
Así pues, tal programa no es un piadoso deseo, ni la afirmación voluntarista de un sueño. Forma parte del contenido mismo de la revolución proletaria y de su método. Y forma parte de ella de un modo necesario. Pues el hombre que se cree superior a la masa, separado de ella y superior a ella —lo que, en el fondo, supone siempre creerse de otra esencia—, ¿por qué va a luchar por una revolución proletaria cuyo fin primero y principal es el de instaurar la igualdad social, la igualdad temporal entre los hombres? Sería llevar el error, la inconsciencia o la impostura hasta el absurdo. Tal hombre podrá ser aristócrata, burgués, fascista, aventurero de cualquier clase de aventura o lo que se quiera, salvo un revolucionario proletario. Una minoría selecta de revolucionarios proletarios, tal como la entendemos, comprenderá perfectamente, en lo más íntimo de su pensamiento y en toda’ su acción, que no está limitada ni en el tiempo ni en el espacio, que nunca estará definitivamente asentada ni en reposo, que es incesante conquista de nuevos elementos, y que, sobre todo, es una conquista permanente de sí misma, una lucha permanente de cada uno de los que la componen consigo mismo. De esta selecta minoría no se puede ser miembro vitalicio, por el único hecho de haber llegado a formar parte de ella; sólo se puede seguir en ella trabajando siempre, esforzándose siempre y superándose a sí mismo. Esta minoría sabe también que todos cuantos participan en la lucha obrera, en cualquier grado que sea, forman parte de ella por esa sola razón, cada cual en su puesto, sin que se pueda elegir entre la cabeza, la retaguardia o el centro, distinciones, además, que sólo dependen de las conveniencias del combate.
Esta minoría sabe que en los grandes momentos de la vida y del pensamiento obrero crecerá hasta hacerse innumerable y se confundirá al fin con la masa casi entera. Este ejército del proletariado revolucionario sabe que hay en él sitio para todos, en una o en otra fila, y que, en ciertos momentos, hasta el que menos lo hubiera creído la víspera sabrá ocupar su sitio… Si me dirijo aquí a una minoría, es a aquella cuyo verdadero criterio de selección es el expresar con más fidelidad y fuerza las necesidades y las aspiraciones de la masa. Las cuestiones que se plantean aquí conciernen al proletariado en masa, a todo el proletariado, lo que indica bien sobre qué concepto del proletariado y de cultura proletaria se funda aquí todo pensamiento.
Esto significa también, lógicamente, que no hablaremos de todas las cuestiones que plantea el problema de una cultura proletaria. Y, por ejemplo, que no trataremos de la formación de una literatura y un arte proletarios, ni, sobre todo, de escritores y artistas proletarios. Son éstas cuestiones importantes, pero que, por el momento, no conciernen, como productores, más que a un número limitado de individuos. No hablaremos aquí más que del proletariado en masa, de la cultura a la que puede y debe aspirar todo proletario de la masa.
¿Qué es la cultura? Los problemas de una cultura proletaria.
Pero, ¿qué es esta cultura? ¿Por qué y para qué la necesita el proletariado? ¿Por qué y para qué la cultura del proletariado es necesaria al futuro de la civilización humana? ¿Es posible esta cultura? ¿Cómo puede llegar a ella el proletariado? ¿No habrá que temer que una cultura a la que el proletariado tenga acceso no sea ya, o no sea todavía, «la cultura»?
¿Y qué es precisamente «la cultura»? ¿No habrá entre sus prestigios algún mágico peligro agazapado? Un proletario, en el supuesto que pueda llegar hasta ella, ¿no quedará afectado, contaminado, desviada la dirección de su pensamiento, cambiada la sustancia de su corazón? ¿No se encontrará, sin darse cuenta o dándosela y sufriendo por ello, o, por el contrario, definitivamente envilecido, sacando provecho de ello—, no se encontrará fatalmente separado de su clase y, sin poder pasar realmente a la burguesía, condenado, en el mejor de los casos, a vagar por una especie de tierra de nadie espiritual, e incapaz de poseer, como antes y como sus antiguos hermanos que han seguido en la incultura, una conciencia de clase, su conciencia de clase proletariado? será, en definitiva, la cultura un privilegio, hágase lo que se haga para evitarlo; un privilegio reservado a las clases que no son el proletariado; un privilegio que si es quizá extenuador y debilitante para quienes le gozan, es diabólicamente corruptor para los proletarios cuando tratan de poner la mano encima, y que, al final de la historia, les quemará la mano, como, en los viejos cuentos, el lingote de oro que se transforma al salir el sol en carbón ardiendo en las manos del cristiano renegado que había vendido por la noche su alma al diablo?
Estas son —así en desorden, tal como se presentan— algunas de las preguntas que se pueden plantear acerca de la famosa cultura, y que, desde hace algunos años, zumban en torno a ella en cuanto se encuentra su nombre. Diré cuanto antes que el problema no me parece tan complicado como da la impresión, y trataré de decir por qué y cómo. Pero, para reducirlo a su expresión más sencilla, reconozco que hay que examinarlo en su realidad concreta, con cierta brutalidad y sin demasiados modales, y reconozco por eso que puede ser útil llamar y retener la atención, como se hizo durante estos últimos tiempos, sobre su complejidad, e incluso su complicación.
En mi opinión, esta complejidad no pasa de la superficie, pero puede parecer bastante angustiosa en casos particulares.
Y es también cierto que el problema no se planteó arbitrariamente, y que reaparece con una viveza imperiosa en todas las vueltas y revueltas de la vida contemporánea. Una primera labor, y de importancia, es ponerlo al descubierto, mostrar que existe, mostrarlo con insistencia, obligar a un gran número de personas bastante distintas a detenerse ante él, a reflexionar sobre él, aun corriendo el riesgo de que algunos aprendan cómo darle la vuelta y cómo convertirle en un instrumento de maniobra política.
Jean Guéhenno (3) y la cultura proletaria.
El mérito principal corresponde a Jean Guéhenno; el mérito y la responsabilidad.
No sólo en sus dos libros, Caliban parle y Conversión á l´humain, sino en lo más constante de su actividad de cronista, conferenciante y ensayista, ha tratado esta cuestión, la ha planteado y vuelto a plantear, la ha iluminado y a veces también la ha oscurecido, ha descubierto nuevas perspectivas, la ha desembrollado y a veces embrollado. Podríamos decir que se ha incorporado a ella y, en cualquier caso, la ha impuesto a un público bastante amplio e importante, que va de los intelectuales llamados de izquierdas al proletariado mismo o al menos a ciertos elementos de éste, a un público que comprende una suficiente proporción de fariseos, de prospectores, de curiosos, de entusiastas, de espíritus honrados y serios, de aventureros y de buenas personas: un conjunto que constituye un verdadero público, atento, activo, vivo. Y en esta cuestión no se ha contentado con dejarla caer en el aire; se las ha ingeniado para desembarazarla de lo que puede esconder de gratuito y muerto, y para hablar de lo mismo que nosotros tratamos también de conocer, de una cultura viva y fecunda y de las relaciones de esta cultura con el proletariado, de lo necesaria que es para el proletariado. Y todo con mucha inteligencia, con mucho talento, con patetismo, con ansiedad y con habilidad y malicia.
Porque es un buen escritor, pero, en primer lugar —lo creo y seguiré creyéndolo aunque él sostenga a veces lo contrario—, porque se ha encontrado disputado, turbado, sincera y cruelmente desgarrado entre partes de sí mismo, de su pasado, de su presente, que le parecían contradictorias y a las que no quería renunciar, queriendo expresar honradamente ambas, llegó a dramatizar un tema que en otras manos hubiera sido un polvoriento pretexto para tesis académicas de derechas o de izquierdas, todas sin sangre en las venas; por eso llegó a hacer un drama que no es sólo un drama individual.
Diálogo entre dos partes de sí mismo, pero que concierne al destino de decenas de millones de hombres, a su destino espiritual, pero también, en primer lugar, a su destino temporal. Diálogo de un gran rendimiento artístico y, sobre todo, de un interés real y punzante. No es una de esas discusiones palabreras donde en seguida se olvida por qué la empezamos y que si se continúa es porque hay que hablar de algo, sino un campo de batalla donde los combatientes no suelen ser sombras o ideas puras; es decir, en un debate tan urgente, en un debate en el que luchan los privilegiados y los desposeídos alzados contra los privilegios, ideas que tienen siempre por función engañar y adormecer a los desposeídos. Campo de batalla donde se perciben en su más carnal realidad las clases en lucha.
El único inconveniente es que, como en los campos de batalla en ciertos principios de guerras civiles, cuando los combatientes no distinguen todavía muy bien a los amigos de los enemigos y tiran a veces sobre los primeros creyendo alcanzar a los segundos, se dice que la cultura es esto y luego que la cultura es aquello, y casualmente lo primero es lo contrario de lo segundo, y por esto decía yo antes que Guéhenno, afanándose y casi siempre iluminando y ordenando, en ocasiones había embrollado y oscurecido. Quisiera ver con mayor claridad, gracias a su ayuda, gracias sobre todo a algunos pasajes de su libro Conversión á l’humain.
Se comprende, y Guéhenno lo comprenderá el primero, que no pretendo hacer una crítica de ese libro suyo y que si me veo obligado a atacarle, es precisamente debido a lo importante que resulta en este debate, a causa de la pasión con la que ha intervenido en él, de la vivacidad y de la riqueza que ha aportado. La cuestión supera su persona, lo mismo que supera la persona de cualquier otro, pero nombrar aquí al escritor que le ha consagrado una parte tan grande de su vida, discutir con él por su nombre, nos ayudará quizá a ver con mayor claridad.
¿Desconfía el pueblo de la cultura? La cultura de la que desconfía el pueblo, es lo contrario de la cultura.
Guéhenno no me desmentirá si digo que llama cultura a una cosa de la que desconfía. (Pero veremos que dice también lo contrario tanto para el pueblo como para sí mismo, y que por lo tanto da a veces el mismo nombre a otra cosa.) Lo dice literalmente: «El pueblo desconfía de la cultura». Y contemplando la historia de los «intelectuales» de fines del siglo xix y de principios del XX, esta historia que, como cierto número de historias de la misma época termina en la guerra
—la historia de todos esos intelectuales que «en todos los países no supieron hacer más que justificar un crimen»—, concluye: «Se vio claramente que la cultura podía no ser más que una sofística… ¿Cómo no iba a desesperar el pueblo de la cultura, de las «humanidades», si la cultura llevaba a tales catástrofes y hasta se hacía responsable de ellas con una especie de orgullo?
Los que se acuerden, no diré de la cultura de entonces, sino, personajes más fáciles de captar, de comprender o de juzgar si hace falta, de los hombres de cultura, de todos los portadores de la cultura, de los beneficiarios o de las víctimas, de los «maitres d’hótel», o de los marmitones de la cultura, es decir, de todos los que vivían de ella o morían por ella, habían sido formados o deformados por ella y, de la cumbre de la más alta universidad o de la altanera cima del arte puro a la más perdida de las aldeas de iletrados, la representaban y la explotaban en beneficio de los intereses materiales del mundo tal como iba entonces, es decir, en beneficio de los más poderosos, de los más avispados o de los más delirantes de sus dueños; los que se acuerden de aquel entonces verán también por estas citas que Guéhenno está dotado de una gran rapidez de esperanza y de desesperanza. Pero toma por testigos a revolucionarios tan irrecusables, tan prudentemente atentos a las realidades materiales, tan reservados en la confianza y en la desilusión como Lenin y Trotsky.
Recuerda, según las palabras de éste, la famosa frase, y de un gran sentido en efecto, que pronunció Lenin, mientras enseñaba Londres a su joven camarada que acababa de reunírsele: «Eso, es su Westminster.» Y añade el comentario que hace Trotsky de aquel «su Westminster»: «Una sombra imperceptible, la de la clase explotadora, parecía extenderse sobre toda la cultura humana, y esta sombra era tan sensible para Lenin como la luz del día.» Pero Guéhenno saca la conclusión de que «la cultura era sospechosa para ambos, instrumento de dominio en manos de los amos, inhumana», añadiendo, es verdad, que «juntos, se daban cuenta de que era necesario devolverla su humanidad.
Pero, ¿no está aquí toda la cuestión, la única cuestión? ¿La cultura sospechosa? No; el testimonio de Trotsky, y de Lenin según Trotsky, no dice exactamente eso. Es, si se quiere —si en la revolución vemos sobre todo la conmoción—, mucho menos revolucionario. Según estos dos hombres, incluso hoy poco sospechosos de timidez, existe «la cultura humana», e inmensamente extendida sobre ella, «una sombra imperceptible, la de la clase explotadora». ¡De lo que se trata, pues, es de borrar esta sombra y no de borrar la cultura! Por el contrario, borrando esta sombra se restaurará la cultura humana, devolviéndola su claridad y vitalidad bienhechoras para el mayor número de hombres posible. Si alguien quiere apoyarse sobre la autoridad de Lenin y de Trotsky, no creo que tenga derecho a utilizar sus palabras de otro modo.
Borrar la sombra que se extiende sobre toda la cultura humana. Y en cuanto a esta cultura, de lo que se trata en primer lugar no es sólo de precisar lo que nosotros (nosotros, después de Lenin y después de Trotsky y después de otros muchos, nosotros de todas las confesiones revolucionarias, nosotros venidos de todos los horizontes, pero unidos en que ya no queremos, no podemos —intelectual, física y orgánicamente— soportar hombres-instrumentos domesticadas, explotadas, uniformadas y reducidas a un destino enclenque o miserable, espiritualmente envilecidas, un mundo dominado por una reducida clase de amos, dominada a su vez, automatizada por su dominación, también espiritualmente envilecida; un mundo donde el espíritu, ese espíritu del que tanto hablan todos los beneficiarios de ese mundo, quizá porque hace buen juego con su barriga, está prácticamente desterrado, a menos que no esté también esclavizado, encadenado a la rueda, con las alas cortadas, castrado), de lo que se trata en primer lugar, ¿no es de precisar lo que nosotros entendemos por cultura, y lo que no estamos dispuestos a entender por tal palabra? Guéhenno nos habla de una especie de cultura-brujería, de cultura-traición; de una cultura que se infiltra como una especie de maleficio fatal en la vida del proletario que tenga la oportunidad, o por mejor decir, la desgracia, de topar con ella. Pero, ¿cuál es la enfermedad de la que habla así? ¿No se trata de algo completamente distinto de lo que llamamos cultura? ¿De lo que él mismo llama también, realmente, profundamente cultura?
“El pueblo desconfía de la cultura». Cierto; el pueblo desconfía de algunos portadores de cultura, de cierta cultura que no es la nuestra, que está en el polo opuesto a la nuestra, que es su negación; de una cultura muerta y que mata. El mismo Guéhenno lo dice: «Hay una cultura muerta que no es sino un poder de freno”.
Desconfía el pueblo de esa cultura? ¡Hace bien en desconfiar! Y en los mejores casos, en los más reflexivos y mejor razonados, semejante desconfianza demuestra, sin dejar duda, que sabe pensar, es decir, prestar atención, juzgar, distinguir las apariencias de las realidades, las cosas muertas de las cosas vivas, y que es él, precisamente, el que está «cultivado». Además, aspira a la cultura; aspira a ella con avidez, con un orgulloso afán, más aún de lo que desconfía, pues en vez de desconfiar, se fía demasiado y el mismo Guéhenno le pone en guardia: «El mujik cuyas palabras nos relata Gorki era demasiado generoso. Uno sabe iodo, decía, y otro nada. Pero, ¿cuál es ese maravilloso saber que atribuía tan generosamente a sus amos? Nos gustaría decirle que sus amos son tan profundamente incultos como él.”De distinto modo, pero igual de incultos. Bien dicho está así, en efecto, y lo que sigue no le va a la zaga: «Vivimos de bonitas mentiras. Nunca se ha hablado tanto de cultura, de minorías selectas; ésta es la mejor señal de su desaparición.»
Perfecto. Pero, ¿no será que siempre hubo cultura y cultura? ¿O que hacia ese magnífico desarrollo del hombre, diverso según el tiempo, pero uno por su aspiración; hacia ese espléndido dominio que es la cultura, siempre hubo varias rutas de acceso, pero que sólo algunas, en una determinada época, son las verdaderas, las buenas carreteras (a veces senderos, pero buenos senderos), mientras que otras, quizá amplias y rectas la víspera, incluso aun imponentes, son callejones sin salida, nos llevan al punto de partida o incluso más atrás?
Así pues, lo que hay que atacar, lo que hay que hacer desaparecer, son esas rutas engañosas y vanas, no el dominio hacia el que nos encaminan las buenas. Lo que debe desaparecer, lo que queremos que desaparezca, lo que en realidad ha comenzado ya a desaparecer, no diremos con nuestros enemigos —con los profundos y eternos enemigos del proletariado— que es la cultura. Hemos de atrevernos a decir la verdad, hay que decir que es precisamente lo contrario de la cultura, una apariencia, una máscara, una sombra, una mentira refinada quizá, pero mentira de los pies a la cabeza. O si queremos conservar el mismo nombre de cultura, que se trata, sí, de una cultura de amos, vacía ya de su sabrosa carne, de su contenido real, o que, mejor dicho, no tiene más contenido que una mezquina, avara y odiosa voluntad de conservar a los privilegiados sus viejos privilegios temporales; que no tiene otro destino que el de proteger, no la cultura, sino la supremacía material de los señores sobre la masa, contra el ascenso del hombre de la masa, contra la cultura.
Grandeza y decadencia de la cultura burguesa.
La cultura burguesa, lo que verdaderamente es hoy la cultura burguesa lo ha llegado a ser a través del tiempo; esa cultura burguesa «que ya no es más que un poder de freno» y de muerte; la cultura burguesa que está verdaderamente muerta, debe desaparecer, su cadáver putrefacto debe ser arrojado fuera de la ruta de los hombres.
Pero no fue siempre así, sería absurdo pretenderlo. La cultura burguesa estuvo viva; fue fuerza de movimiento y de vida; fue realmente una cultura; fue fuerte y fue grande. Para darse cuenta de su vitalidad y grandeza —y también de que desde el principio llevaba en su naturaleza lo que la destinaba a un agotamiento rápido y a la muerte—, basta contemplar lo que fue en su mejor época, en la segunda mitad del siglo XVIII, en lo alto de su lucha contra la cultura aristocrática y de su triunfo sobre ésta; lo que había sido ya en germen y en potencia durante los siglos precedentes —unas veces preparando su ascenso con modesta y lenta tenacidad, otras según las circunstancias locales de un mundo europeo más diverso y menos unido que el nuestro, abriéndose en breves y brillantes victorias—; lo que fue también durante el siglo xix, el siglo de la industria, cuando su hegemonía imperial se veía ya alterada y cada vez más amenazada por la lucha que tenía que mantener contra un proletariado parido por ella misma y al que no podía sino dar mayor vigor a medida que ella misma se desarrollaba.
Fue, por tanto, fuerte y grande, y fuente de bienes, como todo lo que es la vida. Es éste uno de los más patéticos e importantes aspectos de esta Revolución francesa que está de moda actualmente empequeñecer (ignorancia y habilidad de los reaccionarios; ignorancia y estupidez de los revolucionarios): el combate de la cultura burguesa ascendente contra la cultura aristocrática decadente. También ésta fue en sus tiempos una cultura real; pero más estrecha y cerrada, incapaz de seguir los hechos económicos que no comprendía, se había agotado y estaba en total decadencia. Estaba condenada a sucumbir, derribada en el suelo de la historia por el joven y robusto enterrador que ella misma había dado a luz.
La cultura burguesa, la joven y robusta cultura burguesa, fue verdaderamente una cultura: una concepción general del mundo; una potencia conquistadora ávida y ebria por poseer todo y comprender todo lo que contiene la vida. Su divisa no fue inmediata, ni solamente el «¡enriqueceos!» de Guizot. El enriquecimiento que su ardor ambicionaba no era solamente de oro; era el universo entero, la libertad ilimitada, el pensamiento sin límites.
Pero también era el oro. Y estaba condenada a que paulatinamente acabara siendo únicamente el oro. Las mismas condiciones de su victoria la habían condenado a no enterrar por completo aquella cultura aristocrática a la que había sustituido; a seguirse alimentando de un cadáver que la infectaba. ¿Por qué? Porque ella misma también estaba limitada; porque las condiciones mismas en que se había fraguado su victoria la condenaban a ser, también ella, el privilegio de una oligarquía, de la oligarquía que sólo podría vivir del trabajo de un ejército de proletarios. Contradicción interna, doble y doblemente inexorable. Había armado y multiplicado este innumerable ejército, a través de la tierra entera, y, por táctica para contar con su ayuda, por inocencia también, y en la joven embriaguez de su triunfo, había sembrado en las filas más oscuras de este ejército las palabras de libertad y de igualdad, que ya no olvidaría por completo.
La contradicción tenía por fuerza que aumentar y exasperarse, oxidando progresivamente todos los engranajes de la maquinaria burguesa. Agotándose y en decadencia ya a su vez; pero conservando todavía el recuerdo de su lucha contra la clase que desposeyó y reemplazó, menos resignada y más astuta que aquélla —sin haber olvidado las lecciones de su victoria—, la burguesía supo ingeniárselas mejor para salvar y maquillar los simulacros de su cultura. Y es cierto que puede aún imponer respeto con ellos a una buena parte del proletariado, y así, tras de ese biombo, continuar sus negocios. Pero no pasan de ser simulacros y, aparte de algunas sordas cotorras que para nada sirven, ella lo sabe. Ni cree en ellos, ni cree en sí misma; mientras que la mejor parte del proletariado sabe que no lucha para sustituir a la vieja oligarquía por una oligarquía nueva; sabe que lucha por la emancipación real de todos los hombres, por una verdadera cultura humana, de la que no estará excluida ninguna clase de la humanidad. Es la primera vez en la historia que se libra abiertamente tal combate.
La cultura proletaria está abierta a la humanidad entera. Hoy es simplemente la cultura humana.
Volvamos a leer el comentario de Trotsky a la frase de Lenin: «Una sombra imperceptible, la de la clase de los explotadores, se extiende sobre toda la cultura humana, y esta sombra fue siempre tan sensible a los ojos de Lenin como la luz del día.»
¿No seguimos exactamente el pensamiento de estos dos hombres? Como ellos, tratemos de ser simplistas y sin refinamientos: la sombra imperceptible, «la de la clase explotadora», es la que hay que hacer desaparecer para salvar la cultura y salvar al hombre. Cuando lo hayamos conseguido, no habrá desaparecido la cultura; la habremos salvado, al salvar al hombre de carne y hueso.
No es tan complicado —no el obrar, desde luego, sino el ver lo suficientemente claro para obrar—; basta llamar al pan, pan, y al vino, vino; basta saber lo que se quiere y para qué. Luego veremos cómo quererlo. En este caso no es tan difícil ver claro. Ya dije que comprendía la angustia de Jean Guéhenno ante el problema de la cultura ofrecida al proletariado en su temible conjunto; una cultura que le desviaría de su camino y le haría olvidar su entorno. Para ser más claro, me veo obligado a citar un ejemplo personal, pero que es y será en mayor o menor grado el ejemplo de muchos otros hombres, colocados como yo en la frontera del proletariado y de la burguesía intelectual.
Comprendo la angustia de Guéhenno y la honradez de su angustia. Pero debo también decir que me hace falta un esfuerzo retrospectivo para comprender.
¿Por qué? Sencillamente, porque desde hace algún tiempo digamos desde el comienzo de la guerra—, todo trabajo personal, toda búsqueda de la «cultura», todo lo que he visto, todo lo que he leído, todo estudio, toda acción: todo se ha confundido para mí, sin esfuerzo, sin combate interior, de un modo completamente natural, con la acción por la elevación humana del proletariado, de su liberación; uno de cuyos factores necesarios es la cultura. Esta comisión se paga quizá, pero así, naturalmente
y sin esfuerzo, cabe dejar de interesarse por los problemas refinados de nuestras relaciones individuales con la cultura proletaria, y por eso, para comprenderlos, necesito ahora ponerme a ello.
Me temo que todo esto parezca torpe y grosero. Pero, en fin, aunque Guéhenno tenga sobre mí, entre otras ventajas, la de tener unos cuantos años menos, los dos tenemos más o menos el mismo origen, la misma formación, una cultura muy semejante y unas análogas aspiraciones sociales. Por esto me permito esperar que comprenda mi torpeza y grosería, y creo que podremos entendernos sobre el sentido de las palabras.
Definiciones. Realidad de la cultura. Cultura de masas y revolución social.
Recuerdo que, cuando se publicó por primera vez en Europe, el más importante de los ensayos de Conversión a l’humain —Lettre á un ouvrier sur la culture de la révolution—, leí aquellas páginas con cierta irritación. Buscaba yo en ellas una claridad
que parecía difuminarse y huir ante el fantasma de una cultura abstracta en la que yo no reconocía a nuestra cultura: la liberación de los hombres reales por su propio esfuerzo. Encontré en ellas, con pena, un compañero demasiado deseoso de comprender al enemigo —a nuestro enemigo, al enemigo de esa liberación de todos—, de hablar su lengua, de hacerse comprender por él.
Al enemigo, en la guerra cíe clases —que es el medio y el aspecto militante de la ascensión de la cultura humana—, como en cualquier otra guerra, hay que comprenderle, es cierto; hay que comprender lo que es, lo que quiere, lo que puede hacer.
Pero en este proceso de comprensión se llega a un punto en el que se ha comprendido lo suficiente, y si no se quiere dejar de luchar, a causa de una comprensión demasiado completa, demasiado íntima —de una comprensión paralizadora—, de sus porqué y sus cómo, de lo que ha llegado a ser su concepción general del mundo, llega un momento —y llega bastante pronto— en el que hay que renunciar a saber más, porque ha llegado la hora de acordarse, según la frase de Marx, que no se trata ya de comprender el mundo, sino de cambiarle. Yo no fui el único (hablo de quienes le juzgaban con simpatía y sin consideraciones personales) que pensó, enfadado, que Guéhenno se detenía demasiado para comprender con exceso.
Volviendo a leer estas Lettre á un ouvrier, no encuentro toda mi antigua irritación. O más exactamente, la distingo y la limito. Entre los numerosos párrafos emocionantes, conmovedores, exactos, fuertes, lo que nos repelió y afligió me parece hoy que se debía más a la forma de decir las cosas que a las cosas dichas; a una actitud en la que me molestaba percibir una cierta altanería, una especie de tono burlón y amargo a la vez; no sé qué especie de impertinencia hacia el destino del proletariado; una impertinencia triste, en efecto, y en la que yo no dejaba de ver que se trataba también de una especie de pudor, de honradez, de una difícil sinceridad objetiva. Por ejemplo, esa manía de hablar de los «venenos de una nueva vida»; de decirse «lo bastante envenenado ya por la cultura», viniera o no a cuento, veré a repetir que si hablo de Guéhenno es porque no se trata de un caso único, sino representativo; porque es uno de los más Activos, más leales y más fogosos de los jóvenes intelectuales que parecen andar entre el proletariado y una masónica intelligentsia francesa, como Charlot al final del Pélerin, un pie a cada lado de la frontera. Charlot es entonces admirablemente humano, pero en este caso no basta con ser muy humano.
Empezar el juego concediéndole la partida al adversario —pues no es otra cosa pensar que la cultura, que es precisamente uno de los medios de liberación del proletariado y sin duda el objetivo más elevado de su lucha, no es más que un veneno destinado a estropear a los mejores elementos del pueblo—; parece atribuir así a la cultura, tanto a la palabra como a su contenido, el mismo significado que le da el enemigo, es (se quiera o no se quiera, y aunque todo el fondo de uno mismo se rebele contra tal desvarío) abandonar nuestra comunión y avanzar por poco que sea por el camino que va a dar en la del enemigo. Hay que llamar enemigo al enemigo, porque lo es, y me niego a darle la ventaja que consiste en llamar —lo mismo que él— cultura a lo contrario de lo que para nosotros es la cultura.
Pero Guéhenno sabe esto muy bien, y se responde a sí mismo mejor de lo que yo podría hacerlo nunca. Sabe hacer caer las máscaras tan bien como cualquiera y conoce también a la perfección el verdadero rostro que podría tener el hombre; el rostro que soñamos para el hombre, que tratamos de restaurar bajo los rasgos deformados de lo que hoy es el hombre. Rostro humano que supone necesariamente —¿y quién puede estar más convencido que yo?— una revolución política y social de la humanidad. Y precisamente para que sea posible una revolución cultural hace falta también, en la misteriosa y compleja vida orgánica del espíritu humano, que los primeros elementos de la revolución cultural existan ya y sean lo bastante fuertes para .que la revolución política y social pueda alzarse, vencer e instaurarse: «… Si sordamente se prepara un nuevo orden, es que una nueva minoría selecta, mal dibujada aún, está abriéndose camino. Esta es la historia de todas las revoluciones.»
Es la historia de todas las revoluciones, de todas las revoluciones verdaderas y profundas. Sobre la cultura, sobre la cultura de las masas y sus relaciones con su gran liberación temporal, Guéhenno expresa con una vivacidad y una precisión excelentes la menos sospechosa, la más completa idea obrera: «La cultura no es un regalo que se nos puede hacer. Es un maravilloso terreno a conquistar… Todo lo que un mundo avaro y asustado deja morir, lo reanimaremos nosotros. La cultura de las masas puede ser la salvación de la cultura misma. La revolución no tiene otro objeto.» Si añadimos a esto que para un proletariado temporalmente degradado e impotente no puede haber cultura, podemos suscribir estas palabras pensadas con valentía y declaradas con toda firmeza. «Las revoluciones que cuentan son las que aumentan la dignidad humana.»
Si es así, si estamos de acuerdo sobre este punto, que es el punto vital de toda la cuestión, tengamos también la valentía —la habilidad— de ser siempre tan absolutamente claros, tan perfectamente definidos. El pensamiento y la voluntad revolucionarios están ahí contenidos y definidos, en su plena ambición, en su prudente y valiente táctica: el proletariado reivindica la cultura como su herencia legítima, porque la historia ha registrado la quiebra de todos los modos jerárquicos de civilización; porque la era de la resignación se ha terminado; porque el hombre aun esclavizado o envilecido —y por inseguras, rudimentarias y torpes que puedan ser sus formas de protesta y rebeldía—, no acepta ya realmente, no acepta ya en su espíritu y en su corazón la resignación, porque, al poseer por fin esa herencia, el proletariado es el único que puede salvar la cultura y todo el destino de los hombres. Esta herencia no la recibirá como un regalo: la desesperada resistencia de sus amos para conservar sus privilegios lo demuestra bien; no la poseerá si no la conquista, con todo lo que esta perspectiva anuncia de dificultades y luchas.
Pero la cultura no puede ser para nosotros un mito sin contenido objetivo y sin otra realidad que excitar a una clase a una acción sin perspectivas concretas, como tampoco puede ser un fin en sí, pues ¿qué puede representar la cultura sin el hombre? Por el contrario, sabemos, y debemos atrevernos a decirlo, que al trabajar por la emancipación material del proletariado, trabajamos, nosotros solos, en la edificación de la más vasta y profunda cultura que haya existido nunca; de la verdadera cultura humana, que tan sólo se ha esbozado aquí o allí, en escasas parcelas privilegiadas de la civilización de los hombres. Guéhenno, en su Lettre a un ouvrier, relata el sombrío grito que inflamó el debate durante una conferencia suya y que le sugirió escribir su carta: «¡Qué nos importa la cultura! ¡Cuando ha terminado la jornada, no se puede hacer más que descansar!»
Pero, ¿es que este grito profundo y sombrío, esta exclamación apasionada de verdadera verdad, vamos a tolerar que se utilice para hacer creer, para insinuar que, en efecto, la cultura seguirá siendo fatalmente el privilegio de los señores, y un privilegio vano? ¿Es que no debemos entender y hacer comprender esta verdad con valentía, en su claridad y plenitud? Guéhenno lo sabe bien y concluye diciendo que aquel tosco interruptor «había dicho, sin embargo, la frase más necesaria al recordarnos a todos sobre qué enorme esfuerzo tenemos que edificar, desde qué abismo de miseria tenemos que elevarnos». ¡La verdad! ¿Una verdad desesperante? No; una verdad terrible, en efecto, que ilumina sin consideraciones el horrible estado del mundo, pero que sólo puede inspirar desesperación a los débiles. En vez de apagar nuestro esfuerzo, le justifica y le anima. Hay que estudiar, sin miedo y, sin dejar nada en la sombra, ese terrible grito de la verdad; hay que justificarle, primero, por el examen sin indulgencia del estado del mundo que le permite, y por él, con osadía y honradez, hay que justificar nuestro esfuerzo.
Sentimiento profundo de lo que podría ser, de lo que será la cultura de las masas: la gran cultura humana; sentimiento. profundo de la revolución temporal, de la revolución social, de quién debe hacerla y para qué. Personalmente me siento incapaz de disociar esta doble necesidad, estos dos aspectos de una sola voluntad. Aunque en la vasta obra de las luchas sociales cada uno se especialice en la porción de tarea para la que se crea apto, o que le impongan las circunstancias de su vida o de la vida del mundo, no hay que olvidar que no trabajará con provecho y alegría en su especialidad si no se halla penetrado por ese sentimiento del conjunto, fuera del cual no hay más que veleidades, deformación, rutina ciega y maquinal, y, en definitiva, la derrota y el abandono de la tarea emprendida. Aquí no hay ningún puesto para el veleidoso de la especulación o de la acción. Y creo que en esta exigencia coincido, sin forzarle, con el más firme pensamiento de Guéhenno: «La revolución del asco, dejémosla a los asqueados. No creo que me neguéis si digo que la revolución popular es la revolución de la dignidad. El pueblo rechaza lo que es, dispuesto a “renunciar al viejo mundo” —como dice la canción rusa—, pero lo que sobre todo rechaza es el desorden, al que sin duda se acomodarían esos jóvenes intelectuales, si fuera un poco más divertido y si pudieran desempeñar su papel en él. Pero, por el contrario, un hombre del pueblo revolucionario no es más que un hombre que tiene un profundo sentido y una mayor necesidad de orden que los demás. Y es quizá así, como la cultura recupera con él sus derechos: él desprecia y sospecha de lo que han hecho sus señores, pero no está tan vencido como para dejarse engañar por ese dolo y esa parodia, culpas del mundo moderno, y su sueño es que la cultura, que sus señores no emplean más que para esclavizarle, sirva para la liberación de todos.»
Si es así, y, en efecto, lo es, para trabajar con ese pueblo sin reticencia ni orgullo, de igual a igual, de compañero a compañero, podemos estar tranquilos. Ni la cultura es un mito para nuestra acción, ni un fetiche del dominio de los amos; no tiene nada de magia. Y tampoco es una separación, separación del individuo que trate de «elevarse» por encima de la masa; es una comunión. Si algunos de nosotros hemos recibido más jóvenes, más fácilmente, más enteramente el privilegio, es sólo un privilegio cuantitativo. Sé muy bien que para el proletario que sigue encadenado a su situación de proletario es más difícil, terriblemente difícil adquirir o saber cómo adquirir una cultura liberadora, personal y que le mantenga en comunicación con el conjunto del mundo. Pero aquí la cantidad, aunque sea mínima.—si ha sido adquirida voluntariamente, con generosidad, con alegría—, se convierte pronto en calidad.
El proletario, si conoce bien su tarea y su destino de clase, pone su mirada simultáneamente en el destino y en el mundo, no es Caliban, ni se transforma tampoco en Ariel; si es modesto y orgulloso, si no está movido por el afán de convertirse en un jefe de proletarios, es un hombre cultivado y preparado para recibir cualquier cultura, tanto y a veces mejor que el intelectual más favorecido y más libre. Y, nosotros, para trabajar con él, no necesitamos saber más que un secreto; un secreto cuya práctica puede parecer que rebaja y que, sin embargo, eleva: estar a la altura de la tarea que haya que realizar, sobre todo cuando la tarea es tan necesaria y tan alta, y no por encima de esa tarea.
Un humanismo obrero. Dificultades y necesidad de la cultura proletaria.
Y esta tarea es la cultura desde ahora mismo. Contra viento y marea, pese a todas las coyunturas nefastas, pese a razonamientos y teorías. Inmediatamente. Sin perder tiempo. La cultura proletaria, como cualquier cultura, es algo más que una instrucción. Lo es también, pero antes y más que nada es disciplina y educación; una amplia, profunda y constante educación, la más auténtica y la más verdaderamente humana que se haya instituido y seguido. Como toda cultura, es un humanismo. Pero un humanismo tal, que la humanidad no le ha conocido todavía.
La cultura feudal y la de la corte de los reyes de Francia, y la cultura burguesa fueron también humanismos. Pero, por definición, reducidos a unos pocos hombres e implicando, por consiguiente, que grandes masas humanas siguieran en un estado bestial. El orgullo y la grandeza de la revolución proletaria estriban en que la cultura que la acompaña, aunque hoy se dirija sólo a una clase —al proletariado que quiere liberar—, tiene por principio, por justificación y por fin no crear una nueva jerarquía entre los hombres, entre los pueblos, entre las razas, sino, por el contrario, destruir toda jerarquía temporal y social, incluir a todos los hombres de la tierra y a la totalidad de cada hombre. Por eso hemos de proclamar con orgullo que el humanismo que propone al esfuerzo de los hombres es, con mucho, el más grande, el más bello que hubo jamás.
Reconoceremos también que actualmente la cultura proletaria tiene unos límites, que hemos de tener en cuenta. No debemos sentir el menor escrúpulo para reconocer con toda claridad que, en régimen burgués, una cultura proletaria completa, perfectamente sana y sin límites es, por definición, imposible. Se opone a todo ese régimen, y ese régimen se defenderá contra ella con todas sus armas, con las más violentas y con las más hipócritas. Hemos de reconocer también con toda franqueza que, incluso cuando haya sido instaurado, un régimen proletario, como por definición ha de ser transitorio, .se verá obligado a luchar inmediatamente, atacando y defendiéndose, con urgencia y encono, y las tareas más urgentes y necesarias, limitarán sin duda estrechamente el lugar y el tiempo destinados a la cultura. Tenemos que reconocer que incluso en la sociedad sin clases, que es el fin y que será la culminación de la lucha de clases, la cultura será por definición, sin duda ninguna, diferente en gran medida a la cultura proletaria tal como podemos encontrarla actualmente. La revolución proletaria tiene por misión y tendrá por efecto suprimir las viejas categorías sociales, tanto el proletariado como la burguesía, y, por el mismo proceso histórico, las formas bajo las cuales distinguimos hoy a la cultura proletaria quedarán destruidas o al menos sufrirán grandes modificaciones.
Pero, todo esto que acabamos de reconocer, porque es honesto hacerlo, ¿significa que podemos tumbarnos en espera de que nos caiga el maná del cielo, de que nos llegue sola esa época mítica que jamás llegará sin el esfuerzo del hombre? Nada de eso; estos hechos nos deben incitar a trabajar de prisa. La ruta de lo que en historia se llama fatalidad está sembrada de trampas y de desviaciones, lo mismo que de atajos. Las clases sociales y los hombres deben vigilar. Si se duermen y siguen la fatalidad con los ojos cerrados, se perderán sin remedio. ¿Toda cultura proletaria está condenada a ser difícil, incompleta, inestable y precaria? Pues sí, la vida no coincide muy bien con la lógica formal, tan perfectamente pura como estéril.
Su lógica es orgánica, y no avanza sino a través de innumerables contradicciones, que va resolviendo a medida que avanza, a medida que su avance las plantea y, constantemente fecundada por sus contradicciones mismas, sólo la vida es fecunda. En la cultura proletaria, incompleta y difícil; en esa cultura proletaria, inestable y precaria, hay que empezar a trabajar apasionadamente desde ahora mismo.
Hay que hacerlo así para conservar la herencia del pasado, lo que de vivo tenga ese pasado, para hacerle nuestro y reanimarlo. Hay que hacerlo así para mantener y elevar la dignidad obrera, que no puede estar privada de cultura, y para preparar de ese modo la revolución profunda; la revolución obrera y humana, que solo adquirirá profundidad si hunde sus raíces en la cultura. Hay que hacerlo así para ir preparando ya la cultura de la sociedad sin clases; esa cultura de la que la cultura proletaria no será sino una prefiguración oscura, pero que necesita para existir que la cultura proletaria no quede ahogada en sus primeros ensayos; que necesita que ésta le transmita la herencia de toda la cultura humana, que se edificará sobre los mismos cimientos de la cultura proletaria: sobre el trabajo y lo humano.
No es sencilla la tarea. Quien dijera lo contrario tomaría ingenuamente sus deseos por realidades, o sería un politicastro deshonesto. Más aún. La postguerra, al mismo tiempo que ha hecho más opacos los velos de la hipocresía y de la mentira sobre las realidades sociales, ha roto brutalmente ciertas pantallas engañosas y desnudado la impostura. El fortalecimiento —empírico, inquieto, pero violento y constante—; el dominio capitalista sobre el conjunto del mundo; el hundimiento moral y material del proletariado —que ha sido a la vez una de las consecuencias de este dominio cada vez más fuerte y su consecuencia constante—, han hecho que la cultura de la clase obrera sea más difícil que antes de 1914, no cabe la menor duda, y hoy se encuentra más amenazada que entonces. Pero, ¿es ésta una razón para abandonar el combate?
Cuando el hombre descorazonado gime que no hay nada que hacer, es precisamente que todo está por hacer o que hay que volver a empezar todo de nuevo, y es entonces cuando hay que poner manos a la obra sin pensarlo dos veces. Hay que ver fríamente y decir tranquilamente lo que es, todo lo que es y tal como es; no para dejarse abatir, sino precisamente para no estar abatido, para luchar contra esa situación y para saber cómo hacerlo. Y aquí, en las angustias de un Guéhenno sobre la cultura, sobre el destino del proletariado enfrentado con la cultura, me parece distinguir, por encima de la inquietud personal y respondiendo a ese «cómo», el sentimiento de la necesidad de la violencia revolucionaria. Vamos a procurar explicarlo del modo más claro y completo que sea posible.
El comunismo ortodoxo y la cultura obrera.
Pero, en los momentos de atasco y petrificación, ¿no será necesaria la violencia —o no es necesaria siempre— para alzar una vez más el mundo, para devolverle la fuerza de destruir’ el obstáculo y continuar victoriosamente su marcha? Para que la revolución cultural pueda existir, la condición primera e indispensable es la revolución política y social.
No puedo decir que Guéhenno se haya expresado nunca de un modo tan afirmativo a este respecto. Sin embargo —aunque parezca muy alejado de ellos, y extraño e incluso hostil a lo esencial de su actividad—, creo que no falseo su pensamiento diciendo que no está lejos, en muchas ocasiones, de confundirse en este punto con los revolucionarios políticos y en especial con los ortodoxos del comunismo, del comunismo en Occidente y después de la muerte de Lenin. Y él lo sabe sin duda oscuramente, lo mismo que lo saben ellos: pequeña conspiración sin pacto alguno, instintiva y larvada.
Conspiración, por otro lado, perfectamente legítima, y en todo caso completamente defendible, e incluso necesaria en su principio. Conspiración de la que formamos también parte, por derecho propio, ya que creemos que una verdadera cultura proletaria es imposible en el contexto de un régimen burgués, y que una sociedad sin clases conocerá una cultura humana de contenido nuevo y de nueva forma. Pero, precisamente porque creemos que no podemos, y porque tampoco queremos mantenernos al margen de lo temporal político y social; porque no creemos tampoco que lo cultural se pueda mantener al margen de lo político, ni que lo político pueda prescindir de lo cultural, tenemos que esforzarnos en ver claro y en hablar sin circunloquios.
Tanto más cuanto que la actitud de los comunistas ortodoxos respecto a la cultura obrera, aunque en apariencia sea opuesta a la de Guéhenno, nos parece errónea por los mismos motivos, e incluso mucho más equivocada y peligrosa que la suya. Primero, porque es menos honrada, porque presenta con mucha menos sinceridad sus verdaderas razones, estando más obligados que nadie a declararlas a plena luz; luego, y esto explica en parte aquello, porque es mucho más razonada (tiene sobre todo la fuerza que le da el apoyarse sobre una doctrina mejor o peor interpretada, pero que es una doctrina viva y es la doctrina del proletariado), y por lo tanto, mucho mejor organizada, en definitiva, porque toca más inmediatamente y en mayor extensión al proletariado, en su carne y en su pensamiento. Nada más actual que hablar de estas cosas de las que en todos los bandos se habla una y mil veces, y que la causa y la salvación misma del proletariado exigen, en efecto, que se hable de ellas leal, explícita y llanamente. Y nada me parece, por lo tanto, más necesario que empezar por declarar lo peligrosas que nos parecen la actitud y las teorías del comunismo hacia el problema de la cultura —del comunismo ortodoxo, repito, en Occidente y después de la muerte de Lenin.
Esto no significa que a nuestros ojos se equivoque en todo o que se equivocará siempre. La lucha que tiene como perspectiva es dura .y entre los partidos políticos sigue siendo aquél, con todos sus fallos y errores, donde existe todavía más temperamento revolucionario. Lo puedo decir sin el menor reparo, pues dejé ese partido, sin duda para siempre; no por prudencia ni por interés, ni echándole en cara de la noche a la mañana todos los pecados del mundo; lo dejé no por defección, sino por fidelidad a la revolución proletaria; a una concepción de la revolución proletaria que la guerra, la paz, el Octubre ruso, el fascismo y todo lo demás no han resquebrajado, sino fortalecido. No tengo por esto reparo alguno en decir que el comunismo conserva un algo que puede servir a la revolución proletaria tanto cultural como materialmente. Y por la misma razón puedo decir con toda tranquilidad, con la insistencia que creo necesaria, lo peligrosamente que se equivoca.
Actitud y teorías —las teorías vienen después de la actitud, cuya justificación pretenden, agarrándose trabajosamente a la doctrina— peligrosas por sus principios; no por aquellos de las que proceden —pues nadie sabe de dónde lo hacen—, sino por los principios que se ven forzadas a establecer, a proclamar como los únicos verdaderos, buenos y sabios. Peligrosas también por sus resultados, directos y remotos. Tácticamente torpes, que llevan a la derrota, tanto en cada escaramuza —bien a la vista está— como a la gran derrota de nuestro combate en conjunto. Y por eso criminales, pues el crimen de los crímenes, para los que pretenden dirigir al proletariado, es llevarle por caminos sembrados de desastres. Criminales también desde la base son esa actitud y esas teorías que, por afición o por necesidad, llevan a los pretendidos jefes a considerar al proletariado como los estados mayores lo hacen con sus tropas: como material, como medio. Lo que les lleva a despreciar, desde el primer momento y de todas formas, a ese proletariado que pretenden salvar.
La cultura-propaganda, negación de la cultura e insulto al proletariado.
Basta, de todos modos, un mínimo de buena fe para poder explicarse muy bien, al menos entre los mejores, el ABC del error comunista.
¿La cultura? ¿Qué es la cultura? Vosotros mismos confesáis (dicen, volviéndose hacia Guéhenno y hacia nosotros) que no hay cultura proletaria posible mientras el proletariado esté esclavizado. Así pues, empecemos por el principio. Liberemos en primer lugar al proletariado, empleando todos los medios, todos los medios políticos. Luego, ya hablaremos de cultura. Y aquí no es el obrero inculto de Guéhenno el que nos increpa; no es Caliban que sale de su caverna para gritar: «¡Qué me importa a mí la cultura!». Por el contrario, es el intelectual de la corporación, es el arcángel de la cultura rebelado contra la cultura; es el mismo Ariel en rebeldía contra el «arielismo», su posesión y privilegio-«¡No me importa la cultura!» Sí que les importa, denunciándola como le hemos oído a Guéhenno en ocasiones, a esa cultura definitivamente podrida, sofisticada, engañosa, etc., etc. ¡Muy bien! Todo ese desprecio, ese asco, es cosa simpática y demuestra buenos sentimientos. Basta de mentira.
Canción sabida, comprendida y aprobada… ¿Y luego? Liberemos primero al proletariado y ya hablaremos después de cultura. Este es el punto de partida, honesto, honestamente fanático, y el fanatismo no se equivoca cuando mira la realidad con los ojos abiertos, la realidad y no los ejercicios de yoguis; cuando grita su verdad sin dejar que se apague su voz, su verdad y no un montón de garambainas destinadas —al parecer— a servir a la verdad. Sólo que ‘ocurre esto que no se puede explicar al proletariado: «Que quede bien claro. Somos los jefes, tus jefes, y vemos claro por ti, pensamos por ti; déjate llevar con los ojos vendados al lugar que en nuestra sabiduría hemos decidido que debías de ir; déjate llevar, para tu mayor gloria y para tu salvación…» No; no pueden decirse tales cosas al proletariado, porque no es tan imbécil y porque no las aguantaría. Y es una lástima, porque sería más cómodo y más sincero, pero es imposible. Entonces, como pese a todo estamos seguros —¿verdad?— de ser los jefes y de tener razón, se empieza, ¿qué remedio queda?, por halagarle, de todos modos y en todos los terrenos (lo mismo que los adormecedores, como se llama a los políticos de la otra orilla), para pegarles encima, a modo de «ersatz» de cultura, unas consignas bien masticaditas, que durarán lo que duren, que se cambiarán cuando haga falta, pero a las que se limitará a obedecer. Ante este tratamiento habrá quienes se aparten; no importa, les llamaremos traidores a su clase sin más, para que se enteren bien todos aquellos que, en el proletariado, piensen o traten de pensar. Los fieles, entre los fieles bien garantizados, se reconocen precisamente en que aceptan sin remilgos que se les ahorre la fatiga de pensar, y que
en cualquier ocasión, pequeña o grande, se les cuenten las mayores mentiras. Pues todos esos buenos mozos que entran en la vida social haciendo ascos ante las mentiras de la cultura, no se sabe por qué castigo, parecen no tener otra ocupación ni otra razón de ser que la de sembrar a todos los vientos las mentiras de la propaganda.
¡Propaganda! ¿Quién habla hoy de cultura? Cualquier propaganda capaz de encender y fanatizar a las masas, al grosero, cuerpo del proletariado —con las consignas variables, sucesivamente proclamadas por el infalible «centro» o la no menos infalible «cabeza»—, será la única cultura buena, la única cultura útil, la única cultura posible en nuestros días. Pues bien, lo que es para nosotros totalmente imposible es cualquier acuerdo, cualquier compromiso —por prudente y reservado que sea— con semejante concepto del pensamiento y de la acción revolucionarias, de la realidad, del papel y del destino del proletariado, y no del proletariado resignado, sino del proletariado frente a la revolución, a su revolución. Ante semejante concepción de las cosas, no hay que hacerse el delicado o el listo —es decir, ser un escéptico o un veleidoso—; no hay que tener miedo de las palabras fuertes. Es una concepción monstruosa, criminal, estúpida, antiproletaria y contrarrevolucionaria.
La propaganda del proletariado es la verdad.
Todavía quedamos algunos que conservamos la costumbre de creer que la mentira es siempre contrarrevolucionaria. Los humillados y ofendidos de la vida social, los desheredados de nacimiento, los proletarios, nunca supieron bastante, no saben nunca bastante y jamás sabrán demasiado que la verdad —no la media verdad, no la verdad de ocasión, supuestamente cortada a la medida de un momento del combate—, que la verdad total, sin límite alguno en ningún terreno material o espiritual, sin atenuación ninguna ni acomodo de ninguna clase; que la verdad a secas, es el arma más segura, más fuerte para el ataque o la defensa, el arma resplandeciente ante la que nada ni nadie puede resistir.
Sólo la verdad total dará a los proletarios el conocimiento profundo de su condición y, según la gran frase de Pelloutier, la ciencia de su desgracia; sólo ella les podrá salvar del desaliento y de la desesperación; sólo ella les dará la confianza razonada, la confianza invencible. Sus señores, si es realmente la verdad total, en su simple y desnudo brillo, retrocederán siempre ante ese espectro de sus injustos privilegios; conturbados y debilitados por la comprobación de su mala conciencia, sentirán escaparse de sus manos los que consideraban derechos legítimos; perderán confianza en la permanencia de su poder, y se sabrán, desde ese momento, destinados a la derrota. Ya sé que presuponiendo tales sentimientos en los privilegiados de esta sociedad, apareceré como un soñador al lado de la dogmática rigidez de los «puros», como alguien que se aparta de la realidad refugiándose en agradables ilusiones. No creo haberme hecho nunca la menor ilusión sobre esa fuerza que, actuando sobre los privilegiados que en cuanto clase, les obliga a poner en primer lugar la defensa de sus privilegios. Esta es, sin embargo, una parte de la realidad, aunque sea una parte esencial.
Pero lo que digo del sentimiento de los individuos frente al conjunto del hecho social, del hecho humano, está muy lejos de ser pura utopía; es también una verdad sobre los hombres y las relaciones que existen entre ellos. En este terreno de la cultura, para que el proletariado conquiste la cultura, para que la cultura humana se salve gracias a
la revolución proletaria, el proletariado revolucionario tiene el deber de utilizar todas sus armas, y el sentimiento individual de inquietud y de defección del privilegiado cuando se ve cara a cara con la verdad total, es una de esas armas. Ya sé que es más cómodo afirmar que los amos, los capitalistas, los burgueses, están y seguirán estando seguros de sí mismos totalmente y con la mayor insolencia, seguros de la legitimidad y de la eternidad de su dominio. Es cierto que conservan esta seguridad y esta certidumbre mientras no ven frente a ellos más que una verdad a medias; una verdad maquillada y que pretende ser muy hábil; una verdad oportunista y politiquera. Pero pretender que enfrente de la verdad total conservan y conservarán siempre su certeza y seguridad tranquila, es una mentira de propaganda y una torpeza táctica. Histórica y psicológicamente, algo queda de auténtico y de sincero, de utilizable, de las «noches del 4 de agosto» (4). Aunque la quintaesencia de la ortodoxia comunista sea ridiculizar y maldecir la estúpida, perversa y engañosa abstracción «hombre », los hombres son hombres, y si nacer proletario o burgués condiciona implacablemente y sin duda para siempre el destino del individuo, eso no supone en ningún caso ni en ningún grado vicio o virtud, y esta fatalidad está limitada y contrarrestada por multitud de factores.
No lancemos tontamente contra el adversario la vieja maldición (y la vieja bendición) de las biblias religiosas protectoras de los amos, y comprendamos que es deber de un revolucionario apreciar en qué medida un hombre sigue siéndolo, y aprovechar esta posibilidad no con compromisos ni aliándose con cualquier fracción de la burguesía, sino para una lucha más inteligente, más ágil y tenaz contra ella. El hombre es siempre hombre. En la masa humana, el canalla absoluto, el cínico perfecto son tan excepcionales como el héroe, y es el privilegiado reivindicando y defendiendo con insolencia el privilegio que sabe injusto, lo que constituye la excepción, si admitimos su existencia en algún sitio que no sean las utópicas creaciones del espíritu. Si el proletariado yergue toda su verdad sin adornarla con disfraces ni oropeles, la clase enemiga sentirá sin duda mayor espanto. Los señores, los ricos, necesitan para defenderse y mantenerse mentir a los que despojan, y mentirse a sí mismos para no perder la fe en su propia causa, para no destruir su propia fuerza ellos mismos. Tácticamente, hacen bien mintiendo. Esta es una ley evidente, con gran constancia a lo largo de toda la historia de la humanidad. Correlativamente a ella existe otra que dice que los pobres, los desheredados necesitan la verdad, y que cuando mienten, traicionan su causa. La propaganda del proletariado es la verdad.
Pero, sin cultura, por elemental o vasta que la imaginemos, ¿qué medio hay de conocer, de preservar o de extender la verdad? Para nosotros, la cultura es propaganda sólo en este sentido, pues la propaganda no puede prescindir de una cultura verdadera y fiel.
Una propaganda que recita y ‘hace recitar, sin recurrir a la experiencia, al control crítico y a la iniciativa de los interesados; un catecismo sumario y falseado, de una intransigente rigidez de dogma, pero cuyos artículos se cambian en realidad cada semana —como en el juego de las tres cartas—, según las conveniencias oportunistas de una política de secreto, y según las promociones y destituciones que se fraguan en la sombra de los estados mayores; un catecismo impuesto desde fuera al proletario por hombres que se consideran jefes: semejante propaganda, por excelentes que sean las intenciones finales de los nuevos señores que la dictan, es una traición; en primer lugar, al hombre, e inmediatamente después, al proletariado. Pues esta propaganda disminuye al hombre, desprecia y destruye lo en el animal humano es el hombre, que es precisamente la justificación de nuestra exigencia revolucionaria. Y en cuanto al proletariado, le traiciona en la batalla al proporcionarle armas de cartón enfáticamente; le traiciona en su mismo ser, pues tratar al proletariado como un medio que se manipula supone, en mayor o menor grado, el desprecio por ese proletariado al que se quiere salvar, pero sin dejarle intervenir diciendo lo que piensa sobre esa operación de salvamento.
La emancipación de los trabajadores será obra de los trabajadores mismos.
No es ése nuestro modo de obrar. El desprecio de los «jefes » por las masas: toda la historia del movimiento obrero nos enseña lo que hace de las masas y de los jefes, y a qué desastres conduce. La traición de las internacionales obreras en 1914, con todo lo que la siguió, y cuyas consecuencias no han terminado, no es sino un capítulo de ese desprecio. No es ésa nuestra forma de hacer las cosas. El problema de la cultura no es sino un aspecto de todo el problema revolucionario obrero, y las grandes reglas que gobiernan el conjunto le dirigen también imperiosamente a él. Y, en primer lugar, la regla número uno: la emancipación de los trabajadores será obra de los trabajadores mismos. La emancipación de los trabajadores será obra de los trabajadores mismos. Nos repetimos esta frase como una fórmula ritual bisbiseada con tanta mayor devoción cuando más firmemente decidido se está a no aplicarla nunca; para nosotros, es más que una norma; es la sustancia misma de nuestro pensamiento.
No la repetimos como la primera fórmula mágica de lo que sería un nuevo catecismo y un formulario de hechicerías.
Nadie, ni profeta, ni santo, ni héroe, ni genio —«Ni dios, ni cesar, ni tribuno»—, puede reemplazar, ni sustituirá jamás válida y útilmente, la iniciativa del proletariado, su voluntad, su decisión reflexiva. Ayudas y aliados, sí —y ya dije que nos negamos a apartar, por principio, las colaboraciones, al menos momentáneas, pasivas o activas, de aquellos burgueses que traicionan, por generosidad, a su clase—, pero ninguna clase se ha salvado jamás sino por su propia fuerza y por su propio esfuerzo. No es ésta una afirmación de creyentes; es la comprobación de la experiencia y de la razón.
Ordenar a Lázaro que se levante de su tumba no nos ha parecido nunca muy bueno para Lázaro. Porque si por milagro lo hace, ni Lázaro ni el que se lo ordenó ganarán gran cosa.
La acción por orden y sin voluntad propia, e incluso la salvación por orden ajena, nos parecen de una eficacia dudosa y de un peligro cierto, tanto para el que da la orden como para el que la recibe. Oblomov (5), para dar un ejemplo concreto y menos oscuro y lejano, es de todos los países, de todos los tiempos y de todas las épocas. Estoy de acuerdo en que puede resultar conveniente, necesario, darle un empujón en esa espalda suya encorvada y resignada, para sacarle de su inercia, para obligarle a levantarse y a andar. Pero es también útil e indispensable que haya personas qué recuerden a Oblomov que, mientras espere a que le empujen para levantarse y andar, no irá muy lejos ni muy derecho, y no tardará en volver a su inercia, más cansado que antes y más desanimado. Si bastara para hacer erguirse al hombre algún que otro puñetazo en la espalda —o algo quizá más enérgico, aunque del mismo estilo—, Oblomov no necesitaría a los revolucionarios, porque este tratamiento nunca se lo escatimaron sus verdaderos señores, los de derecho divino, desde los primeros tiempos de la historia, con los resultados que nos son bien conocidos. Mientras Oblomov no quiera dejar de ser Oblomov, mientras no quiera ser lo que quiera y como lo quiera, no habrá muchos cambios en el mundo. Es necesario que haya muchas personas que le repitan esto obstinadamente. Hemos decidido ser de esa clase de personas en lugar de ser de las que dan órdenes.
Añadiré que si esta actitud nuestra respecto al Oblomov proletario —que, a pesar de todo, no es más que un hombre corno nosotros y como los «jefes»; un hombre débil unas veces y fuerte otras, que tiene sus, momentos de cobardía y sus momentos de valentía, sus sueños y sus despertares— necesita una justificación de la experiencia, la tenemos y es absolutamente indiscutible.
La experiencia de las luchas sociales ha demostrado, en efecto, con una evidencia y una continuidad aterradoras, la ineficacia lamentable, el fracaso cada vez más catastrófico de la propaganda procedente de las alturas; es decir, de una propaganda sin contacto real con el hecho proletario, con la vida orgánica auténtica de las clases sociales, de la propaganda sin cultura. ¿Tendremos que esperar, para ver una rectificación leal y decisiva del movimiento obrero, a que el proletariado esté todavía más vencido, aún más desarmado, aún más desesperado?
Se suele decir que las derrotas de las masas se deben a que lo jefes no tienen cualidades de verdaderos jefes, que no tienen la suficiente perspicacia, bastante cultura (todo el mundo está de acuerdo en que los jefes sí que necesitan una cultura, al menos política), ni abnegación, ni prudencia, ni audacia, y que bastaría, por lo tanto, reemplazar a esos jefes incapaces por buenos jefes para que todo se arregle. Pero, ¿quién iba a nombrar a los nuevos jefes sino otros jefes, los antiguos jefes precisamente?
¿Qué cambiaría entonces? Si tratamos de abrir los ojos a la realidad y disipar las peligrosas ilusiones que nos desagradan, no es para sustituirlas por otras ilusiones más sonrientes. No nos inquieta pasar por tontos, con tal de que se nos tome por los tontos que en realidad somos y, no por otros. No tenemos la confianza ingenua de los
viejos anarquistas en la organización espontánea de las masas, necesaria, mágicamente lúcida, instintivamente perfecta y destinada a vencer. Creemos precisamente lo contrario; porque creemos en la necesidad de la cultura, de la organización, y en la necesidad de la cultura para la organización. Y es cierto que esto implica una especie de enseñanza mutua en la que los que más saben, o los que saben mejor, deberán —en aquello que conocen— ayudar y guiar a los demás; que en otra ocasión les ayudarán a ellos. Pero esta ayuda mutua no implica de ningún modo la existencia de estados mayores autónomos, tal como les vemos funcionar y hacer estragos. Implica su supresión y la transformación radical de la idea misma de jefe. Hay épocas dormidas, aplastadas, muertas. En tales épocas, si suponemos que pueden existir héroes o genios, los tales no harán sino vaticinar y maldecir en el desierto. Conservadores solitarios de la fe humana deprimida, heraldos de la tempestad y de los renacimientos en el mejor de los casos. Pero si quieren en la acción galvanizar cadáveres, los genios no serán más que genios incompletos y maléficos, y los héroes, los más peligrosos de los aventureros dementes. Si el proletariado —por razones que provienen de circunstancias históricas, de las fuerzas de la clase enemiga y de su propia debilidad— acepta durante un tiempo su esclavitud, ninguna voluntad externa será capaz de hacérsela rechazar. ¡Que siga entonces siendo esclavo!
Que aquellos que no puedan resignarse mantengan desesperadamente la llama vacilante, que avergüencen y reprendan a ese proletariado caído en la abyección, pero es preferible que el esclavo siga sumido en la servidumbre, que padezca, fatalmente, un destino aún peor.
Pues, en efecto, ¿qué podría salir de las violentas incitaciones exteriores? ¿Atrevidos esfuerzos, tanto más audaces quizá cuanto más faltos de perspectivas o esperanzas estuvieran, conmociones caóticas, quizá subversiones parciales, e incluso sombras de revoluciones? ¿Y después? Todo lo que no haya sido deseado por la conciencia y la fuerza obreras, irá a parar no a las fecundas derrotas del 1871 francés, o del 1905 ruso (6), sino a los peores osarios de la historia, a los estériles crepúsculos de golpe de Estado que harto hemos conocido. Toda esta agitación artificial no tardaría en hundirse trágicamente sobre sí misma, no sólo dejando exangüe a la clase obrera, sino vaciándola de su cólera, de su confianza en sí misma, de su voluntad y de su esperanza.
Confianza en la clase obrera.
Buscamos los caminos de la continuidad y de la expansión, la cultura hacia el porvenir del destino humano; buscamos el lugar inmediato y la legitimación de la cultura en la obra de emancipación revolucionaria del proletariado. No sólo no tememos, sino que nos parece obligatorio el oponer la cultura a un aventurero seudomarxista. ¿Es para instalarla en la falsa prudencia perezosa de otros seudomarxistas, a quienes la dialéctica materialista y la supuesta fatalidad de la historia sirven de pretexto cómodo a una resignación pasiva, al universal dejar hacer, y a un hipócrita y nefasto desarme del proletariado? Al contrario. Tratamos de aclarar en todo momento las dificultades de la obra que hay que llevar a cabo, no para cruzarnos de brazos delante de ella, pues cuanto más ardua y vasta sea la tarea que nos espera, más trabajo hay para todos y más necesario se hace que todos los hombres de buena voluntad, capaces de energía, desinteresados y enérgicos: todos, sean grandes o miserables las exigencias de la época, se entreguen a la tarea más urgente, en el puesto que les asignen su capacidad y las circunstancias, no como jefes, sino como compañeros, aportando, desde dentro, su contribución a la obra de todos. Esto es la cultura y no otra cosa.
Al escribir las páginas que publico hoy, nada me parecía lo suficiente ambicioso para la clase obrera, y aún pienso lo mismo. Mi ambición personal, por el contrario, no era otra que la de ser uno de esos numerosos hombres que tiran de la vieja carreta de la humanidad para hacerla, todos juntos, arrancar una vez más y llevarla lo más lejos posible, con la máxima seguridad posible, hacia el más hermoso de los países posible.
Camarada entre los camaradas, igual, sin estorbar ni ser estorbado, capaz de proponer objetivos e itinerarios, no pretendiendo imponer nada a la iniciativa obrera. Este modo de entender el trabajo tenía en Francia una realidad y recibía un nombre: sindicalista revolucionario. La moda ha pasado, y sin duda volverá —o mejor dicho, las necesidades la reclamarán de nuevo—; quizá no sean la misma moda ni el mismo nombre, pero sí será la misma cosa. Yo sigo considerándome un sindicalista revolucionario, por entero y más que nunca, con la misma confianza v sin más ilusiones que antaño. La situación actual del movimiento obrero no está llena de promesas inmediatas, ni mucho menos. No sólo en Francia, sino en todo el mundo, es lamentable y angustiosa. Triste revolucionario será aquel que no se atreva a ver las cosas como son y a decirlo. Verlo y decirlo sin desesperar, considerándolo como la peripecia de una dura batalla, pero no como la última peripecia.
Ver y decir lo que es, con la certidumbre absoluta —no sólo, ni siquiera— de que la victoria está al final de nuestro camino, sino que en todo momento hay algo que hacer; algo que es necesario hacer, que es también posible y útil. Mi deseo es que el presente libro lleve el doble signo de la lucidez y de esta certeza.
Certeza que supone —lo sé bien— una inmensa confianza en la capacidad y en el destino de la clase obrera. Es verdad que esta confianza yo la tengo. Si la he conservado intacta, a través de todos nuestros desastres y todos nuestros errores, y a través de toda mi vida, es quizá porque estaba fundada en algo sólido, y por eso también podrá crear algo sólido para otros.
Notas del capitulo
(1) Sindicalista francés (1881-1960). Anarquista primero y luego sindicalista revolucionario, fue miembro del Comité confederal de la CGT hasta 1914, en que dimitió como protesta contra la política de «Unión Sagrada» adoptada por la dirección confederal. Fue uno de los que prepararon la conferencia socialista de Zimmerwald, contra la guerra. Fundador del PCF y de la III Internacional, fue expulsado en 1924 por «Trotskysmo» (N.T.).
(2) La palabra cultura, que voy a tener que repetir tantas veces, es bien desagradable. Es abstracta, oscura, pretenciosa, y tiene un cierto r conformista, de engreimiento y traición. Suele provocar los sarcasmos de excelentes camaradas, y a veces yo mismo me siento tentado a darles la razón.
Pero, ¿qué puedo hacer? Lo importante es saber si tan desagradable concepto responde al menos a una realidad, y si la clase obrera puede renunciar a entender y poseer dicha realidad sin abandonarse a sí misma. Esto es más que un medio y, hasta que se encuentre otra equivalente o que la sustituya con ventaja, no nos queda más recurso que seguir empleando la que tenemos a nuestro alcance. Es verdad que, al utilizarla, debemos tratar de limpiarla y aclararla, de devolverla una significación concreta, sencilla y sana, un valor de uso obrero, y, de este modo, contribuir a restituir al proletariado la realidad que dicha palabra recubre: éste ha sido mi objetivo.
(3) Universitario y ensayista francés, nacido en 1890. De origen popular. Su obra es una especie de autobiografía intelectual y moral, bien directa, bien a través de estudios sobre escritores con los que se siente identificado (Michelet y Rousseau, por ejemplo). Miembro permanente de todos los comités de intelectuales antifascistas de los años 30, fue director de Europe (hasta 1936) y Vendredi. Después de la Segunda Guerra Mundial colabora en Le Fígaro (N.T.).
(4) En esa noche del año 1789 la Asamblea nacional abolió todos los derechos feudales en Francia, en medio de un gran entusiasmo general y siguiendo las propuestas de los mismos representantes de la aristocracia. Michelet, en su Historia de la Revolución Francesa, dice: «Depuis cette merveilleuse nuit, plus de classes de Francais; plus de provinces, une France» (N.T.).
(5) Personaje de la novela del mismo título del escritor ruso Ivan Gontcharov (1821-1891), cuyo nombre se convirtió pronto en un apelativo para designar a todos los que carecen de voluntad y dejan pasar su vida sin un fin preciso, dominados por la inercia, los sueños irrealizables y el horror por el trabajo. En España se publicó una traducción de Oblomov en la «Colección Universal» de Espasa-Calpe (N.T.).
(6) La primera fecha es la de la «Commune» de París, primer régimen de inspiración socialista, y la segunda, la de la que se ha llegado a llamar «primera revolución rusa», en la que aparecieron los’ primeros soviets (N.T.).
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