Fue el líder de los talibanes y tomó el poder en Afganistán a mediados de 1990. Aliado de Estados Unidos y luego caído en desgracia, anticomunista y protector de Bin Laden, el mullah Omar fue dado por muerto aunque el misterio que lo rodea todavía prevalece.
¿Quién era ese hombre rodeado de misterio, del que apenas se conocían unas fotos difusas en blanco y negro, y que, en apenas unos meses, desde la sureña ciudad de Kandahar inició una marcha silenciosa al principio, pero temeraria después, hasta llegar a Kabul y proclamar que Afganistán tenía un nuevo gobierno? ¿Quién fue el mullah Omar, el hombre del cual se tejieron historias, hazañas y mitos? ¿Qué representó Omar, El Tuerto como se lo apodaba, para el pueblo afgano y el posterior derrotero de una nación que solamente es protegida por sus infranqueables montañas que ningún imperio en la historia pudieron penetrar?
El otrora enemigo de Estados Unidos, el hombre que hacía gala de su amistad con Osama Bin Laden y que lo protegía en Afganistán, Mohamed Omar, nacido en 1960 en Kandahar, territorio controlado por la poderosa tribu pastún, otra vez fue declarado muerto.
El anuncio del fallecimiento de Omar fue difundido el martes a primera hora y poco después confirmado por el presidente afgano Ashraf Gani. “El Gobierno de la República Islámica de Afganistán, basándose en información creíble, confirma que el líder de los talibanes, el mulá Omar, murió en abril de 2013 en Pakistán”, anunció el mandatario.
Por su parte, los servicios de inteligencia afganos, citados por las principales agencias de noticias, indicaron que el temible líder del movimiento talibán falleció en abril de 2013 en un hospital de la ciudad de Karachi, en territorio paquistaní.
Conocida la noticia, el gobierno de Estados Unidos, a través de su portavoz Eric Schultz, afirmó que “las informaciones sobre su muerte son creíbles”. Aunque la Casa Blanca aclaró que todavía no pueden confirmar la muerte de Omar, Schultz señaló que con este hecho los talibanes, que controlan importantes zonas al sur del país, “pueden aceptar la invitación del gobierno afgano para unirse al proceso de paz, o pueden elegir continuar luchando contra los afganos y desestabilizar su propio país”.
Por supuesto Schultz no se refirió a que Afganistán es hoy un país devastado y que el principal responsable del actual caos, de la profunda pobreza y del aumento de la producción de opio para producir heroína en territorio afgano, es el país que hace flamear la bandera de barras y estrellas por el mundo, descargando masivos bombardeos que pregonan democracia y libertad, algo que Estados Unidos nunca ayudó a construir en la nación de las tribus.
La historia de un misterio
Hasta el 11 de septiembre de 2001, el mullah Omar era un líder musulmán que Washington apenas veía con desconfianza. Los servicios prestados por los talibanes para la causa estadounidense habían sido fructíferos. En un principio, sumándose a la lucha contra el gobierno del Partido Democrático Popular de Afganistán (PDPA), respaldado por la Unión Soviética (URSS). Cuando en 1978 las tropas rusas ingresaron a la nación afgana para sostener a una administración que tambaleaba, las fuerzas islámicas más anticomunistas y reaccionarias comenzaron a agruparse con el solo objetivo de tumbar a ese gobierno. Con la salida del Ejército soviético de Afganistán en 1992, el control del país quedó en manos de varios líderes tribales y mercenarios. Aunque Afganistán se sumía en el desgobierno y la propia capital Kabul era dirigida por varios comandantes, Estados Unidos había logrado el objetivo. Inyectando dinero fresco a través de Paquistán, los denominados muyahidines tenían el poder.
Por esos años, la figura de Omar comenzó su ascenso y sus escasas palabras -en el que llamaba a respetar de manera literal las enseñanzas del Corán y renegaba de los políticos corruptos-, fue calando en buena parte de la sociedad, devastada por años de guerras y promesas. Desde Kandahar, el mullah seguía recibiendo armamento y dinero desde la frontera paquistaní y sus seguidores se sumaban a sus llamados para liberar el país de los infieles.
Ese hombre que se formó en el Islam en mezquitas de Pakistán, que venía del campo, que nunca tuvo riquezas más allá de la oración, y que muchos recordaban como pésimo a la hora de dirigir las ceremonias religiosas, llegaba triunfante a Kabul en 1996 y veía cómo la capital del país se derrumbaba a sus pies casi sin combates, dividida por las pujas de poder entre los muyahidines.
Omar no tardó en autoproclamarse emir de Afganistán. Y no sólo eso, sino que se autodesignó el título de Califa, mostrándose como el heredero del profeta Mahoma y así líder de todos los musulmanes del mundo. Quienes lo rodeaban festejaron la decisión, pero también, por lo bajo, sabían que desde lo más alto del poder ahora Omar podía contemplar el abismo con mayor claridad.
El gobierno de los talibanes, que duró hasta la invasión estadounidense en 2001, hizo retroceder varios siglos a Afganistán. La implementación de la Ley Islámica (Sharia) y la interpretación literal del Corán, dejaban al país suspendido en un tiempo lejano e incongruente. Las barbas largas para los hombres eran obligatorias y el avance de los derechos de las mujeres, conseguidos durante la administración PDPA, era un recuerdo lejano. Las mujeres, bajo el régimen talibán, apenas podían salir de sus casas tapadas de pie a cabeza. Y el país, con una economía destruida y la fuerza productiva paralizada, se desplazaría por una pendiente crítica. La orden de Omar era no relacionarse con países vecinos, porque la pureza de Afganistán residía en su interpretación del Islam.
En esos años, el misterio alrededor del mullah creció y se expandió hacia todos los rincones. Luego de tomar Kabul, Omar retornó a Kandahar y desde ahí gobernó con mano de hierro al país. Sin aceptar visitas de extranjeros ni pronunciar discursos, rodeado de una corte cerrada y férrea que cumplía sus órdenes, y recluido en una pequeña habitación sin lujos de su palacio, el mundo que giraba en torno a Omar se había detenido.
La desgracia del líder talibán llegó cuando Osama Bin Laden reconoció su responsabilidad en los atentados a las Torres Gemelas de Nueva York en septiembre de 2011. Los pedidos de Estados Unidos para que Afganistán entregara al “enemigo público número uno” fueron desoídos por Omar. Y la invasión militar cayó sobre su pueblo.
La figura de Omar se desvaneció. Lo dieron por muerto una y otra vez. Hasta se dijo que su fuga fue heroica y muy similar a cualquier superproducción de Hollywood. El mito, el Califa que había perdido un ojo en combate, el hombre que llegó al poder de la mano de la inteligencia estadounidense y del dinero brindado por Osama Bin Laden, el combatiente anticomunista más acérrimo, el mullah que proclamó desde el silencio su Califato, el líder de pocas palabras y de un carácter impenetrable sigue rodeado de misterios y conjeturas. Y su muerte, si es que esta vez se cumple, no podrá hacer olvidar que sus decisiones le abrieron las puertas a Estados Unidos para que barriera con bombas y asesinatos al pueblo afgano.
Leandro Albani
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