El grupo de trabajo de la ONU para forzar a las grandes corporaciones a respetar los derechos humanos acaba de echar a andar en Ginebra
A finales de junio del año pasado, durante la 26ª sesión del Consejo de Derechos Humanos, Naciones Unidas adoptó una decisión muy importante: “Establecer un grupo de trabajo intergubernamental de composición abierta sobre las empresas transnacionales y otras empresas con respecto a los derechos humanos, cuyo mandato es elaborar un instrumento jurídicamente vinculante para regular las actividades de las empresas transnacionales y otras empresas en el Derecho Internacional de los Derechos Humanos”. Además, en esa resolución se recogió el compromiso de que dicho grupo de trabajo celebrase su primer periodo de sesiones durante cinco días laborables en 2015, antes del 30º período de sesiones del Consejo de Derechos Humanos. Hoy, justo un año después, acaba de echar a andar este grupo en Ginebra, con el objetivo de crear una normativa internacional que obligue a las grandes corporaciones a respetar los derechos humanos.
El 26 de junio de 2014, esta resolución fue apoyada en el Consejo de Derechos Humanos por un total de 20 países, con otros 14 en contra y 13 abstenciones. Por un lado, a los países centrales —EE.UU., la Unión Europea, Canadá, Japón— y a las empresas transnacionales, como es natural, la resolución no les gustó nada, de ahí las presiones que han venido ejerciendo en todo este tiempo para que el proceso fracasase. Por el otro, la resolución fue apoyada por más de 600 organizaciones de todo el mundo que representan a víctimas de las prácticas de las multinacionales, movimientos sociales, comunidades locales, colectivos de derechos humanos… Así, en la reuniones que están teniendo lugar en Naciones Unidas entre el lunes 6 y el viernes 10 de julio, comienza una confrontación directa entre quienes defienden a las grandes corporaciones y a sus intereses políticos, económicos e, incluso, jurídicos, y quienes apostamos por iniciar el camino del control y de la subordinación de los derechos de unos pocos al interés general, los derechos de las mayorías sociales y los bienes comunes universales.
Respecto al conjunto de organizaciones sociales que en los últimos años hemos venido transitando juntas un mismo camino, el de presionar y apostar por una normativa internacional jurídicamente vinculante sobre transnacionales y derechos humanos, pensamos que sigue valiendo la pena apostar por un tratado diseñado “desde abajo”, que recoja la larga estela de movilizaciones y confrontaciones de los movimientos sociales frente a la lex mercatoria y la arquitectura de la impunidad sobre la que se construyen los negocios de las grandes corporaciones. Pero eso, a nuestro entender, exige precisar algunas cuestiones como el valor del consenso y del “realismo” en las negociaciones.
Se ha venido insistiendo mucho en el amplio consenso obtenido por los Principios Rectores y el marco “proteger, respetar y remediar” —promovido por el que fuera representante especial del secretario general de Naciones Unidas para empresas transnacionales y derechos humanos, John Ruggie, entre 2005 y 2011— en el Consejo de Derechos Humanos de la ONU, así como en la buena acogida que tuvo por parte de los lobbies y las asociaciones empresariales. Pero este consenso, en realidad, se sostiene en el carácter voluntario del Marco Ruggie y en su proximidad con todo el conjunto de mecanismos vinculados a la responsabilidad social corporativa. Por eso, lo que se debería valorarse es si el rumbo emprendido sirve para controlar de manera efectiva a las empresas transnacionales y, de este modo, disminuir la sistemática violación de los derechos humanos, sociales, culturales y medioambientales que estas cometen con sus prácticas cotidianas. ¿Están las víctimas y las comunidades afectadas, los movimientos sociales y las organizaciones sindicales, incluidas dentro de ese consenso?
En un momento donde comprobamos a diario cómo el capitalismo despliega su poder de manera cruel y las grandes trasnacionales penetran todo el sistema de Naciones Unidas, ¿es el consenso un valor? ¿No será que la sumisión a la lógica del capital permite tal consenso? Si este es un valor en sí mismo, ¿por qué se habrá roto a la hora de adoptar la resolución sobre las normas vinculantes? Pues porque el consenso sustentado sobre los intereses de los países ricos y las empresas multinacionales, en realidad, se llama imposición. Y la posibilidad de discutir sobre un tratado internacional para el control de las corporaciones transnacionales no entra en el consenso de los poderosos.
Según afirmó el año pasado el representante de EE.UU. ante el Consejo de Derechos Humanos de Naciones Unidas, las resoluciones que por mayoría pudiera emitir este grupo de trabajo no serían de cumplimiento obligatorio para los países que votaron en contra de su creación. Es decir, que las grandes potencias se oponen a cualquier proyecto de resolución, sea el que sea, sobre normas vinculantes para el control de las transnacionales. Es lo que viene a ser una reinterpretación del Derecho Internacional desde las relaciones de poder, construyendo un concepto muy particular del consenso y colocando en el centro de las normas internacionales a las grandes empresas, subordinando a su vez los derechos de la mayoría de la población a los intereses privados de estas.
El consenso suele ir muy vinculado al “realismo”; esta suele ser una exigencia muy habitual que deriva en aconsejar a los movimientos sociales que actúen con “pragmatismo” y altura de miras. Conviene precisar, sin embargo, que nuestra idea de realismo no es la misma que tienen los gobiernos de los países centrales y las empresas transnacionales: el realismo y el pragmatismo en los tiempos que corren suelen derivar en procesos vacíos y poco precisos; debemos tener muy claro que las relaciones asimétricas de poder son muy contradictorias con las prácticas de consenso. No queremos, por tanto, un tratado a cualquier precio, sino un tratado con contenidos que suponga un avance real respecto a los acuerdos anteriores. Como nos enseña la lucha del pueblo griego frente a la Troika, el consenso y el realismo equivalen a la aceptación incondicional de unos planes diseñados a imagen y semejanza de los intereses de la Europa del capital; en Ginebra, esta lógica ha estado presente desde el minuto uno de las negociaciones.
En el seno de Naciones Unidas, la evolución normativa en relación a las empresas transnacionales ha cristalizado en dos posiciones que responden a lógicas normativas muy diferentes. Por una parte, la total y absoluta voluntariedad, núcleo esencial de los códigos de conducta fundamentados en la autorregulación que conectan con el Global Compact y los Principios Rectores; por otra, la lógica de los sistemas universales de regulación y protección de los derechos humanos de carácter vinculante, que a partir de esta semana puede empezar a convertirse en el nuevo eje normativo. La preeminencia de una u otra opción no es fruto de divergencias técnicas: es el resultado de lo que podríamos denominar “lucha de clases en el campo de la regulación jurídica”.
En este terreno, la movilización y las alianzas entre las organizaciones sociales resultan fundamentales. Alianzas como las que han dado como resultado la contribución de la campaña global Desmantelando el Poder Corporativo al grupo de trabajo intergubernamental, con ocho propuestas concretas para establecer un instrumento internacional jurídicamente vinculante sobre empresas transnacionales y derechos humanos. Que tienen enfrente, como no podía ser de otra manera, a esas grandes corporaciones que no pueden participar en el proceso de discusión y elaboración del tratado de manera directa —ya que son parte del mismo y objeto de regulación—, pero disponen de un evidente poder “en la trastienda de las negociaciones” y cuentan con el apoyo de muchos gobiernos que comparten sus objetivos e intereses. A ellos nos enfrentamos.
Juan Hernández Zubizarreta y Pedro Ramiro
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