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jueves, febrero 04, 2016
De pie y con el puño en alto el miliciano Virgilio Peña celebra su 102 cumpleaños
Es difícil encontrar personajes que hayan participado en la guerra de España, en la Segunda Guerra Mundial y, encima, que hayan sobrevivido a los campos de concentración nazis. Por lo tanto Virgilio Peña, apodado “el rubio” en su pueblo de Espejo, Córdoba, nacido en el año de 1914, es protagonista y testigo de excepción de esos hechos históricos que marcaron a sangre y fuego la historia del pasado siglo XX. Virgilio Peña vive hoy en Pau, Francia, Pirineos-Atlánticos donde tuvo que exiliarse obligado por las circunstancias.
Virgilio Peña desde su más tierna infancia tuvo que trabajar en el campo junto a sus padres y hermanos cumpliendo las agotadoras faenas de sol a sol. Y a golpe sudor y lágrimas comprendió cual iba a ser su destino: doblar el lomo y obedecer fielmente las órdenes del patrón, del señorito, del terrateniente, del amo, de “mi amo” como era usual referirse a tan importante personaje. Jamás podían dirigirse a ellos mirándolos a los ojos pues debían agachar la cabeza y callar. Sobre todo, callar. El respeto a la jerarquía por encima de todo así que “a mandar mi amo” ya que por algo lo había puesto allí Dios padre todopoderoso.
Nacido bajo el yugo de la servidumbre y la ignorancia en esa Andalucía profunda de los “catetos”; seres hoscos que hablan una jeringonza incomprensible para los finos oídos de los señoritos. Vicente Peña pertenece a la raza de los arrieros, de los gañanes, de los peones o jornaleros. Él se crio en un mundo arcaico y artesanal donde la materia básica es el adobe, la piedra, el esparto, la paja o la madera. Sin máquinas ni electricidad, utilizando la tracción animal para mover las ruedas de molino o las norias que regaban los campos mustios de la campiña cordobesa.
En ese entonces se contrataba a los peones en plena plaza del pueblo donde los amos o el capataz elegían los mejores ejemplares; o sea, a los más fuertes para sacar el mayor rendimiento en el tajo. Esa humillación pública de la que eran víctimas es algo que jamás podrá olvidar.
Testigo de primera mano de los grandes cambios sociales acaecidos en los años 20 y 30 del pasado siglo XX. Como por ejemplo, el trienio bolchevique donde las masas populares, los sindicatos, los partidos de izquierda exigían materializar los principios básicos de la Revolución de Octubre: la reforma agraria, la defensa de los derechos de los trabajadores, de los obreros y campesinos.
Y es que la posesión de la tierra era y es la principal lacra de esa España rural. Especialmente en Andalucía y Extremadura que es donde se concentran los grandes latifundios propiedad de la burguesía y la aristocracia.
Virgilio Peña gracias a su buena estrella ha logrado salir indemne de los más terribles trances. Incluso desarmado y a pecho descubierto jamás se negó a ocupar el lugar más sacrificado en la primera línea de fuego. –Como el mismo lo expresa de viva voz- “¿sabes lo que es el miedo? Yo no lo conozco. A mí me da igual que caigan bombas o que me disparen a quemarropa”. Esto es algo que nos produce un escalofrío a sabiendas de la falta de coraje y entrega que predomina en la sociedad actual. A los 102 años se mantiene en guardia y con una lucidez asombrosa. Su compromiso en defensa de la república es inclaudicable porque a pesar de su corto periodo de existencia dignificó a la clase obrera.
Su capacidad de memoria es algo difícil de creer pues a partir de cierta edad los seres humanos pierden sus capacidades mentales.
102 años de resistencia nunca mejor dicho y con una vitalidad sobrehumana que nos deja atónitos. “tengo un corazón que late muy despacio. Parece que estuviera muerto” Seguro que su genética de campesino lo hace más fuerte que un roble.
Este sí que es un ejemplo de fidelidad a sus ideales pues su militancia se remonta a la época en que ingresó a las Juventudes Comunistas allá por los años treinta del siglo XX.
Virgilio Peña a pesar de haber alcanzado el rango de oficial de transmisiones del ejército de la República se considera un simple soldado. Él pertenece a la zaga de esos antiguos luchadores que no necesitan galones para demostrar su valía.
Parece mentira que Virgilio Peña en un medio completamente adverso como era el mundo rural andaluz de la época haya podido forjar su espíritu revolucionario. Porque de antemano estaba condenado a la oscura mazmorra de la servidumbre y la ignorancia. Con tenacidad y gracias al ejemplo de su padre -también jornalero y analfabeta redimido- consiguió superar su estado de postración en un proceso lento y pausado pues carecía de recursos ni tiempo para estudiar o adquirir libros. Con toda la fuerza de voluntad y de forma autodidacta aprendió a leer y a escribir.
El padre de Virgilio Peña fue el fundador del Sindicato de Obreros del Campo afiliado a la CNT y años después al Partido Comunista cuando este legalizó. En la sede local de Espejo se llevaban a cabo las reuniones donde sus dirigentes pronunciaban charlas pedagógicas y proselitistas a las que no dejaba nunca de asistir. Esa fue su mejor escuela para gestar su conciencia política. Allí por primera vez escuchó hablar de Carlos Marx y Federico Engels y sus teorías sobre la explotación del hombre por el hombre y la lucha de clases.
Por los años veinte y treinta del siglo pasado los campesinos, los jornaleros o los obreros del campo eran tratados como bestias de carga. Debían soportar una descarada explotación, despreciables condiciones de trabajo y salarios de hambre. En la Andalucía rural los señoritos de alta alcurnia ejercían el poder cuasi feudal protegidos por la iglesia, la Guardia Civil o los militares.
Para salir de la ignorancia atávica primero tenía que despojarse del complejo de inferioridad en una época en que más de la mitad de la población española era analfabeta.
¿Pero por qué tiene que aprender a leer o escribir un obrero o un campesino? si es que para empujar el arado o picar piedras no es necesario ser un bachiller. Además si la plebe abría los ojos podrían subvertir el orden establecido. Es preferible que continúen en la inopia y que se dediquen a rezar por la salvación de sus almas en el altar de la iglesia.
Virgilio Peña con el sombrero de paja, un raído vestido de tela basta medio remendado y las clásicas alpargatas de esparto cumplía su condena abriendo los surcos a la tierra áspera y avara.
Trabajar en la campiña cordobesa suponía muchas veces desplazarse entre 15 o 20 kilómetros hasta donde estaba el cortijo del señorito. Como a los gañanes les era imposible regresar al pueblo tenían que quedarse a dormir en los establos sobre sacas de paja junto a las recuas de ganado para darse calor. Ellos mismos se cocinaban la dieta básica de judías, garbanzos, arroz o lentejas, con algo de tocino de cerdo que les entregaba el amo a modo de dádiva. De desayuno untaban el pan en aceite de oliva y se bebían un tazón de chicoria antes de comenzar la faena.
No existía el tiempo libre, ni vacaciones pues el campo nunca descansa. Así que año tras año seguían cual autómatas la misma rutina heredada de sus mayores: labrar la tierra, sembrar y recoger las cosechas o arrear las recuas de burros, mulas o yeguas o caballos que era el medio de transporte y carga por excelencia. Solo en las fiestas de guardar la amargura se convertía en alegría al son de una guitarra o en el cante de los copleros. Ellos llevaban en la sangre la cultura popular que nace de las raíces de la tierra.
Disciplinadamente todos los días se levantaba al alba para hacer aún más rico al señorito mientras que ellos recibían a cambio nada más que unas sucias monedas.
En el año 1931 se produjo un hecho histórico excepcional. En las elecciones municipales convocadas por el monarca Alfonso XIII para intentar legitimarse, vencen las fuerzas republicanas. Estalla por los cuatro puntos cardinales una ola de entusiasmo popular incontenible. Al proclamarse solemnemente la II república el Rey Alfonso XIII abdica y parte al exilio junto a la familia real.
La republica significaba la redención de la clase obrera, trabajadora y campesina. El pueblo había dejado de ser súbditos y vasallos de un rey para convertirse en ciudadanos de pleno derecho. Era el momento precisos para recuperar la soberanía, modernizar las instituciones y hacer las reformas sociales urgentes: legislar las ocho horas de trabajo, los jurados mixtos, la ley de desahucios que impedía despedir al trabajador o la enseñanza laica en un sistema educativo dominado por la iglesia católica.
Virgilio Peña fue el primero que gritó en Espejo ¡viva la república! e izó la bandera tricolor roja, amarilla y morada en el balcón del sindicato. Un rayo de esperanza iluminaba esa España rural miserable y atrasada. Ahora los campesinos podían levantar la voz y exigir un trato digno, salarios justos, y seguridad social.
Esos vientos de libertad presagiaban un cambio profundo en las estructuras del estado. Imperiosamente se necesitaba impulsar la revolución educativa y las brigadas culturales para aniquilar el flagelo del analfabetismo.
Tal y como escribió el poeta Cesar Vallejo “Un día prendió el pueblo su fósforo cautivo” Empezaba un proceso emancipador que prometía ser largo tortuoso y plagado de infranqueables obstáculos.
Para llevar a cabo una reforma agraria con todas las de la ley era preciso destruir la estructura socio-política reaccionaria. Y esto sólo se podía lograr con una revolución. El amo, el señorito, el terrateniente o los aristócratas jamás se desprenderían de sus propiedades. Como es obvio lucharán por conservarlas como los parias lucharán por obtenerlas. De ahí que la ocupación de fincas, de parcelas o latifundios en Extremadura en Andalucía era un síntoma muy preocupante para las élites. El lema anarquista de “ni dios, ni propiedad, ni amos” se repetía constantemente en todas las manifestaciones.
Mientras tanto el enfrentamiento político entre el fascismo y el comunismo iba in crescendo. El grado de agitación social podríamos calificarlo de prerrevolucionario. Los obreros, trabajadores y campesinos exigía implantar la dictadura del proletariado; los anarquistas la expropiación de tierras y su colectivización. Ante una situación social tan polarizada se incrementó la violencia y los asesinatos políticos. El anticlericalismo fue la señal más palpable del odio que despertaban los poderes fácticos y que desembocó en la quema de iglesias o la persecución de curas o las monjas. Tales acontecimientos constituían una afrenta imperdonable para los católicos tradicionalistas que prometieron venganza. Los miembros de la CEDA azuzados por la actitud pro golpista de la iglesia estaban decididos a tomarse la justicia por su propia mano (conspiración muy bien planificada) En todas las ciudades y los pueblos las derechas hacían acopio de armas para combatir a la canalla judía bolchevique, los ateos de la anti España que pretendían hundirla en el caos y la anarquía.
El triunfo del Frente Popular en las elecciones generales de 1936 enrabietó aún más a la derecha fascista que hizo lo imposible por no reconocer los resultados. Entonces la oligarquía, los militares y la iglesia católica pusieron en marcha la contrarrevolución.
A nadie le tomó por sorpresa el golpe militar perpetrado el día 18 de julio de 1936 por el general Franco y sus secuaces Sanjurjo, Mola y Yagüe. Desde el protectorado español de Marruecos se iniciaba “la gloriosa cruzada nacional”
Entre tanto Virgilio Peña dormía plácidamente en la era junto a las acémilas y los aperos de labranza ignorante por completo de lo que estaba aconteciendo. De repente en la madrugada alguien jalándole la cobija lo despertó: “espejeño levántate que comenzó la revolución” La radio acababa de comunicar la noticia del levantamiento fascista. Virgilio medio aturdido se puso en pie, se echó el zurrón al hombro y salió corriendo en dirección a Espejo. No tardó mucho en recorrer los 15 kilómetros de distancia pues estaba ansioso por presentarse en el sindicato y sumarse a los piquetes de resistencia
El Movimiento Nacional estaba decidido a reestablecer el orden, la obediencia a la jerarquía, el respeto a la religión católica y velar por la unidad de la patria. Franco “empuñando la espada victoriosa del Cid Campeador” se autoproclamaba el salvador de España, por la gracia de Dios.
En Espejo los obreros y campesinos comenzaron a levantar barricadas y a tomar las posiciones de vanguardia. Pero poco podían hacer con palos y machetes para enfrentar a los señoritos y la guardia civil y se vieron obligados a escapar al pueblo vecino de Castro del Río -que se alineó con los rojos- para preparar el contraataque.
Al cabo de unos cuantos días regresaron en compañía de los milicianos de Castro del Río y los mineros de Linares y las Carolinas que armados con fusiles y cargas de dinamita retomaron el control de Espejo.
Pero poco les duró la euforia pues las numerosas columnas de falangistas, requetés, monárquicos tradicionalistas, carlistas, la guardia civil o el ejército insurrecto avanzaban imparables. El fascismo rural católico por medio de la violencia y el terrorismo estaba decidido a exterminar a la república.
Habría que remitirse al inmortal poeta Miguel Hernández para comprender mejor el espíritu heroico de aquellos voluntarios que no les importaba ofrendar sus vidas en nombre de la justicia y la libertad.
“Vosotros, campesinos, por experiencia lo sé sois los que más sabéis de sufrimientos y necesidades. Que a nadie le importe morir por la defensa de su barbecho libre, de sus manos libres para recoger el trigo y la viña. Cada muerto fascista, es un montón de estiércol que tenéis para las cosechas venideras. Que caiga principalmente sobre vosotros campesinos la gloria de ahogar en las trincheras al fascismo”
Virgilio Peña defendió su pueblo hasta la extenuación pero ante un enemigo más numeroso y mejor armado tuvieron que retirarse hasta Villanueva de Córdoba. En esa localidad se organizó el batallón Garcet – Esta unidad militar republicana se bautizó con el apellido del diputado comunista por Córdoba Bautista Garcet asesinado por los fascistas en Córdoba -Con este batallón al mando del comandante Ortiz y cuyo comisario político era el poeta Pedro Garfias estuvo prácticamente hasta el final de la contienda.
Junto al batallón Garcet participa en la batalla de Pozoblanco, La Chimorra, el Valle de los Pedroches, Almadén, Cabeza de Buey (Extremadura). Posteriormente son trasferidos a Talavera de la Reina, en la provincia de Toledo, con el propósito de contener la ofensiva de los nacionales que pretendían cercar esa estratégica ciudad.
La república no contaba con un ejército estructurado pues apenas se estaba formando sus unidades así que tenían que improvisar sobre la marcha con voluntarios, reclutas de las quintas o extranjeros de las Brigadas Internacionales. En un principio les faltaba armamento o el que tenían era antiguo y no funcionaba hasta que llegaron los arsenales procedentes de la Unión Soviética, México o Checoeslovaquia.
Tal y como lo pregonara el poeta peruano Cesar Vallejo en su libro “España aparta de mi este cáliz” se necesitaba urgentemente el auxilio internacionalista para salvar a la república “si la madre España cae -digo, es un decir- ¡salid niños del mundo; id a buscarla!”
El ejército nacional practicaba la táctica de tierra quemada por los pueblos y ciudades que encontraba a su paso. No querían heridos ni prisioneros. “Al paredón y el tiro de gracia” -era la orden emitida por los sanguinarios jefes fascistas. (Yagüe y Queipo del Llano.) ¡Limpiad a España de bolcheviques!
La guerra ya se extendía por toda España y a finales de 1937 el batallón Garcet recibió la orden de desplazarse al frente de Teruel para cubrir la retirada de las tropas al mando del general Hernández Saravia. Al ejército republicano se encontraba a la defensiva y su única opción ante el incontenible avance nacionalista era replegarse hacia el Bajo Ebro en la provincia de Tarragona. Utilizando la ruta de Alcañiz y Valderrobres llegaron hasta la ciudad de Tortosa donde apresuradamente tuvieron que cruzar el río por el puente del ferrocarril.
El Alto Estado Mayor Central liderado por Vicente Rojo decidió preparar una contraofensiva -que posteriormente se conocería con el nombre de la batalla del Ebro- para intentar salvar la república. El plan consistía en movilizar a más de 150.000 soldados con el propósito de recuperar el territorio perdido. Se precisaba acometer un titánico esfuerzo para organizar la intendencia, infraestructuras, puentes móviles, aparte de aprovisionarse de armamento, carros de combate, artillería y aviones.
Virgilio Peña ocupaba el puesto de oficial de transmisiones en la 226 brigada mixta de la 42 división del XV cuerpo a las órdenes del teniente coronel Tagueña. A él le cabe el honor de ser el primero en cruzar el Ebro por el sector de Flix en la noche de luna nueva del día 25 de julio de 1938. Desde el principio hasta el final participó en los combates que se desarrollaron principalmente en la sierra de Cavalls y de Pándols. Es herido durante un bombardeo y tiene que ser evacuado al otro lado del río Ebro que es donde se encuentran los hospitales de campaña. Tras unas semanas de avances exitosos la ofensiva republicana se bloquea en el frente de Gandesa. No había ninguna posibilidad de seguir adelante al carecer de unidades de reserva, falta de combustible, munición, artillería antiaérea y aviones de combate. En el mes de noviembre el alto Estado Mayor Central da la orden de retirada y entonces el ejército republicano cruza nuevamente el Ebro y se repliega hacia el interior de Cataluña. Barcelona no iba a ser el Madrid del “no pasarán” pues se rindió sin prestar casi resistencia.
La única esperanza que tenía el ejército de la republica según el jefe de gobierno el señor Negrín era “resistir, resistir hasta vencer”. O sea, aguantar el envite de las tropas franquistas ya que estaba a punto de estallar la Segunda Guerra mundial. Los nazis se aprestaban a invadir los Sudetes (Checoeslovaquia) y Polonia así que a Francia e Inglaterra no les hubiera quedado más remedio que prestarle obligatoriamente ayuda a la República Española.
La república se derrumbaba. Por todas partes cundía la desmoralización y la pérdida de iniciativa era ostensible. Miles de personas, entre las que se mezclaban soldados y población civil, huían de forma desordenada y caótica rumbo a los Pirineos. Virgilio Peña y su brigada inician también la retirada hacia la frontera francesa. “A mí me echaron de España a cañonazos”-se queja, porque él jamás quiso abandonar su terruño y esa es la gran amargura que le hiere el alma. Como a tantos millones de españoles la guerra destrozó su vida, los separó de su familia y de su entorno natural.
Tras la derrota el gobierno francés confinó a los exiliados en campos de internamiento. Virgilio Peña fue conducido hasta Argeles sur la Mer donde bajo unas condiciones durísimas padecieron hambre y sed, les atacaban las enfermedades o las plagas de piojos, pulgas y garrapatas. Los primeros meses estuvieron alojados en tiendas de campaña soportando las inclemencias climatológicas y sometidos a un estricto régimen carcelario. No les quedó más remedio que asumir el humillante destierro y para colmo tratados peor que delincuentes, como rojos comunistas seguidores de Stalin merecedores de ese castigo colectivo. Desde luego que representaban un peligro para la sociedad capitalista francesa que temía el contagio de la revolución bolchevique. Por eso fueron separados y excluidos. Meses después el gobierno francés para aprovechar la mano de obra de los reclusos organizó las Compañías de Trabajo (obligatorio) para que se ocuparan de labores tales como: explotación de canteras, construcción de caminos, líneas ferroviarias o complejos militares.
Al estallar la Segunda Guerra Mundial el ejército nazi empleó a fondo toda su maquinaria bélica para colmar sus ansias expansionistas. A mediados del año 1940 invade Francia y el gobierno del mariscal Pétain se ve obligado a firmar el armisticio de Rethondes que divide el país en la zona ocupada y la zona libre o de Vichy.
Virgilio Peña completamente huérfano y desprotegido se marchó a la zona libre en la Gironde. Entre los refugiados españoles corría el rumor de que el jefe del Partido Socialista Indalecio Prieto había prometido barcos en el puerto de Burdeos para todos los republicanos que quisieran exiliarse en Chile, Argentina o en México. Ante unas perspectivas de futuro tan desconsoladoras él se presentó allí esperanzado en embarcarse pero pronto pudo comprobar que nada más se trataba de un bulo. Así que no le quedó otra opción que peregrinar por los pueblos en compañía de sus camaradas pidiendo trabajo a cambio de un plato de comida. El azar quiso que dueños de un chateau vinícola en Fronsac (Libourne) lo contrataran para fumigar las vides y podarlas. En ese lugar permanecería durante casi dos años. Como jornalero estaba perfectamente habituado a las tareas del campo y eso le permitió ganarse la confianza de los jefes.
Pero Virgilio Peña no podía resignarse a ser un perdedor y empieza a organizar con otros camaradas españoles y franceses -de ideología socialistas, comunista y anarquista- un grupo de resistencia. Era preciso combatir al ejército de ocupación nazi con la creencia de que una vez derrotado Hitler el próximo en caer sería Franco.
Su misión consistía en llevar a cabo labores de inteligencia y propaganda. Además de comprar en el mercado negro armas y explosivos para cometer atentados y sabotajes. Los mandos del Partido Comunista francés le obligan a trasladarse de Libourne a Burdeos con el fin de desarrollar sus acciones con mayor eficacia. Lamentablemente uno de sus camaradas cae en una redada y tras ser torturado delata a toda la célula. La gendarmería localiza a Virgilio Peña que es detenido. Los colaboracionistas tras someterlo a las más perversas torturas no logran que confiese la valiosa información que posee. Entonces lo entregan a la Gestapo que deciden deportarlo a los campos de concentración en Alemania por sus actividades terroristas.
Primero es conducido a la prisión de Fort du Hâ, luego a la Caserne Boudet y por último al campo de tránsito de Compiègne donde remitían a los presos de la resistencia. Desde allí lo embarcaron en un tren de 30 o 40 vagones en el que introducen a punta de culatazos a más de 3.000 personas. Hacinados como cerdos que llevan al matadero tuvieron que soportar el calor infernal, la sed y el hambre durante los cuatro días que tardó ese horroroso viaje hasta Alemania. Lo más triste es que ante la falta de espacio muchos de sus compañeros murieron asfixiados pues entre ellos mismos se pisoteaban en una angustiosa lucha por la supervivencia.
Cuando por fin llegaron al campo de concentración de Buchenwald fueron recibidos por los carceleros -que no eran otros que los propios presos bajo órdenes de las SS-. “¡Bienvenidos al infierno! Aquí el que entra por esa puerta sale por la chimenea (de los hornos crematorios)”. En el campo de Buchenwald se aplicaban las leyes de Darwin, es decir, sólo los más fuertes sobrevivían. En principio se realizaba una minuciosa selección apartando a los ancianos y los niños que eran eliminados en las cámaras de gas para posteriormente introducir sus cadáveres en los hornos crematorios. Esta labor se justificaba como parte de la política de limpieza étnica que predicaba el Tercer Reich. No se podían permitirse el lujo de mantener y alimentar a seres inútiles que sólo representaban una carga.
El sufrimiento en esos antros de la muerte es difícil de describir. Se les clasificaba según sus aptitudes físicas y los metían en unos barracones de madera donde eran apilados en literas cual cadáveres de una morgue. Aguantando el frío atroz del invierno pues tan sólo contaban para abrigarse con el traje a rayas de presidiarios. Ellos pertenecían a las malditas razas inferiores nacidas para ser esclavos. Alemania necesitaba imperiosamente la mano de obra de los presos para utilizarla en las fábricas de armamento y munición –se ensamblaban bombas V1 y V2- en las minas y canteras o la industria naviera y aeronáutica. Virgilio Peña fue destinado a una fábrica de muebles donde además se construían falsos aviones de madera para engañar a los bombarderos aliados.
En Buchenwald había desde prisioneros alemanes, comunistas, socialistas, anarquistas, judíos, homosexuales, rusos o eslavos hasta republicanos españoles y gitanos. Mejor dicho, la escoria del mundo según el ideario hitleriano. Virgilio Peña fue testigo de los crímenes más execrables: ejecuciones, torturas y experimentación médica con los propios presos a los que usaban de conejillos de indias. Su vida estaba en constante peligro porque si no rendía al máximo en la cadena de montaje o producción corría el riesgo de ser eliminado ipso facto. Las malas condiciones de higiene o salubridad, el hambre o el agotamiento físico también contribuían a elevar la alta tasa de mortalidad. Se calcula que más de 60.000 prisioneros fueron asesinados en Buchenwald. Uno de los compañeros de Virgilio Peña fue Jorge Semprún (Ministro de Cultura durante el gobierno del socialista de Felipe González) cuya buena parte de su obra literaria está inspirada en la infernal experiencia en este campo de concentración.
Virgilio Peña es consciente de que él también debería haber sido una víctima más del holocausto. Cuando salió libre tan solo pesaba 40 kilos. Hasta hoy en día sufre las consecuencias psicológicas de la angustiosa espera en el corredor de la muerte. A cada quien le llega su hora pero su hora se alarga hasta el infinito
El campo de Buchenwald lo liberaron los propios presos el día 16 de abril de 1945 -horas antes de que llegaran las tropas norteamericanas-. Los aliados pretendían devolver a los cautivos a los países de origen y como los republicanos españoles se consideraban apátridas tuvieron que hacerse pasar por italianos o franceses.
Para Virgilio Peña la guerra de España –no civil sino golpista-aún no ha concluido. Los herederos del dictador Franco se han disfrazado de demócratas y ocupan los entresijos del poder. Empezando por el rey don Juan Carlos I, su hijo Felipe VI y toda la familia real española. España es un reino pequeño burgués dominado por la nobleza, la aristocracia, los grandes de España, la burguesía, el clero, los jueces, los militares, los empresarios, los banqueros o los políticos cortesanos que hacen y deshacen a su antojo.
El triunfo del nazi-fascismo franquista condenó a miles y miles de españoles al destierro, otros tantos miles fueron encarcelados, o sufrieron la tortura o la deportación, otros miles fueron ejecutados sumarialmente. Se calcula que existen más de 160.000 desparecidos que están enterrados en las cunetas o las fosas comunes de los cementerios. España fue el único país europeo donde triunfó el nazismo. Al término de la Segunda Guerra mundial los aliados toleraron el franquismo por su postura abiertamente anticomunista. Por eso no se ha realizado ningún proceso de desnazificación como si se hizo en Alemania. Al contrario los generales golpistas que se sublevaron contra el orden constitucional de la República se les considera héroes.
El mayor genocidio que provocó la guerra fue sin duda alguna el del mundo rural español. Porque se aniquiló la invaluable herencia genética de esos campesinos, de los jornaleros, pastores, pescadores. A causa del hambre y la miseria y la persecución generada por el conflicto bélico tuvieron que emigrar a las grandes urbes o al extranjero. Castrada la incontenible fuerza telúrica de los “hijos de la tierra” se transformaron en proletarios, en obreros, en la mano de obra barata que demandaba las fábricas y las industrias en pleno crecimiento. Un fenómeno que marcó la época del desarrollismo franquista allá por los años sesentas. En ese entonces la población rural procedente de las regiones más deprimidas de España tuvo que emigrar al País Vasco o Cataluña (los polos de desarrollo industrial y tecnológico)
A Virgilio Peña se le puede considerar uno de los últimos mohicanos de esa raza brava de segadores, arrieros, pastores o gañanes. Así lo demuestran sus manos encallecidas y deformes de tanto empuñar la azada, el arado, la hoz o la honda de cabrero.
Los campesinos españoles fueron los primeros en enfrentar al fascismo y también fueron los principales damnificados tras su triunfo. Porque la “guerra civil” fue en sí misma una guerra por el dominio de la tierra. Era imposible que triunfaran los ideales libertarios del socialismo o del comunismo pues las clases más pudientes no iban a permitir que el pueblo llano levantara la cabeza.
Virgilio Peña una vez liberado del campo de concentración de Buchenwald regresó a Francia. Lo cierto es que no tenía otra salida ya que en España como a tantos otros le esperaba el pelotón de fusilamiento. Entonces asumió orgulloso su condición de apátrida y aprendió el oficio de carpintero. Quizás por una necesidad vital de reconstruir o de crear después de haber contemplado tantos desastres. Por los avatares del destino se instaló en Billère, Pau, donde se casó y fundo una familia en la que ejerce como patriarca.
Los 40 años de dictadura franquista inocularon en el pueblo español el virus del miedo y el terror. Y ese miedo y ese terror increíblemente todavía persiste. De ahí que muchas víctimas y represaliados prefieren mascullar en silencio su amargura. Virgilio Peña como testigo de excepción sabe que tiene el sagrado deber de denunciar los crímenes cometidos por el nazi-fascismo. Es necesario levantar la pesada lápida del olvido como parte fundamental de la recuperación de la memoria histórica. En sus palabras no hay nostalgia porque el tiempo pasado lo conjuga en futuro.
Carlos de Urabá
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