Las movilizaciones, que se han replicado hacia el parlamento nacional, fueron brutalmente reprimidas por el Ejército. Las fuerzas de seguridad, que colaboraron con el ataque a las masas, utilizaron para este propósito gases lacrimógenos y camiones hidrantes; “la represión dejó decenas de heridos, seis de los cuales tuvieron que ser hospitalizados” (Télam, 4/8).
La de 2020 fue una de las mayores explosiones (el puerto almacenaba cientos de toneladas de nitrato de amonio, un fertilizante altamente inflamable) no nucleares de la historia, dejando 214 muertos y más de 6.500 heridos; la movilización popular que desató este crimen de clase fue tan aguda que produjo la caída del entonces primer ministro Hassan Diab, quien ocupa hoy el mismo cargo pero de forma interina. La catástrofe de Beirut puso de manifiesto la gigantesca corruptela que impera en el régimen político libanés, cuya principal característica es el reparto de los cargos entre las principales sectas religiosas (sunitas, chiitas y católicos).
La investigación se encuentra estancada hace tiempo y, como producto de las maniobras del poder político, ningún responsable ha comparecido ante la justicia. A principios de julio, el juez Tarek Bitar solicitó el levantamiento de la inmunidad de varios elementos de alto rango y de funcionarios de seguridad para procesarlos por sospecha de negligencia criminal, así como por homicidio. Esta tentativa ha fracasado por la presión de los legisladores, quienes solicitaron “más pruebas” antes de decidir si levantan la inmunidad. En este cuadro es que diversos parlamentarios buscan aprobar una moción que permita a un organismo judicial especial (que dejaría de lado a Bitar) llevar adelante una investigación para juzgar al premier interino Diab y a cuatro ex ministros.
Bancarrota política
El episodio de marras tuvo lugar en medio de una crisis política de características mayúsculas. El jueves 15 de julio renunció Saad Hariri, quien ocupaba el cargo de primer ministro desde que fuera (re)designado en octubre pasado. Hariri había sido eyectado de su cargo en 2019 tras una rebelión popular contra la política rabiosamente fondomonetarista de su gobierno.
Líbano lleva casi un año “sin gobierno”, fundamentalmente porque las diferentes sectas no han llegado a un acuerdo sobre la repartija de cargos. La relación entre el suní Hariri y el presidente cristiano Michel Aoun, a raíz de estas disputas, se ha ido deteriorando; las diferentes listas de ministros tecnócratas que presentó el primero fueron sistemáticamente rechazadas por Aoun. Hariri acusó a este último y a Hezbollah de querer apoderarse de un tercio de los cargos del gabinete, lo que les permitiría tener poder de veto sobre las decisiones gubernamentales. Previamente, fuentes cercanas a la presidencia acusaron a Hariri de ser “intransigente”, ya que nombró a una personalidad sunita para el Ministerio del Interior y a un greco-ortodoxo para la cartera de Defensa, lo que de acuerdo al modo de repartición sectario estaría reservado para la comunidad cristiana.
La tarea de formar un gabinete quedó ahora en manos de Nayib Mikati, un multimillonario que ya ejerció como primer ministro en 2005 y de 2011 a 2014, y que ha estado a cargo del Ministerio de Trabajo Público y Transporte en tres gobiernos distintos entre 1998 y 2004. El nuevo premier fue ungido con el voto de 72 de los 118 diputados del parlamento, entre ellos, los chiíes de Hezbollah y los suníes que responden a Hariri (El País, 26/7). Mikati es un agente directo de la clase capitalista, ha realizado pingües negocios en el sector de la construcción en países como Arabia Saudí, Emiratos Árabes Unidos y el propio Líbano; también ha fundado, a fines de los ochenta, una compañía de telefonía móvil, la cual estuvo asociada a la parisina France Telecom. Es, asimismo, accionista de importantes grupos económicos en Europa, América y África.
Algunos periódicos burgueses ya han señalado que bajo la batuta de Mikati, Líbano se hallaría en la antesala de un acuerdo de gobierno, habrá que ver hasta qué punto se logran atenuar las contradicciones que se han venido abriendo paso entre la clase dominante. Por lo pronto, Mikati deberá negociar mientras, al compás de la crisis capitalista mundial, se agrava la situación económico-social del país levantino y, junto con ella, se agudiza también la lucha de clases.
El Banco Mundial ha señalado que la crisis libanesa es una de las peores a escala global desde mediados del siglo XIX. La mitad de la población vive por debajo de la línea de pobreza, el desempleo ha trepado a un 40 por ciento, los cortes de luz duran hasta más de doce horas (por la falta de divisas, existe una escasez generalizada de combustible, así como también de medicinas y alimentos, las tres mercancías provenientes del exterior) y la moneda se ha desvalorizado un 95 por ciento desde octubre de 2019. La deuda externa, por su parte, equivale al 170 por ciento del PBI y se ha tornado impagable, “todo lo que produce el país alcanza solo para pagar salarios y cumplir obligaciones los primeros seis meses del año” (Tiempo Argentino, 31/7).
Ante esto, el gobierno ha estado desenvolviendo una fuerte política de ajuste contra la clase obrera, incluyendo la imposición de un corralito (impide a la población retirar sus fondos en dólares o euros, lo que afecta fundamentalmente a los trabajadores que viven de las remesas que se giran desde el exterior) y la reducción de subsidios a los combustibles, que echará nafta al fuego de las tendencias devaluatorias e inflacionarias. Lo mismo se hará con aquellos bienes básicos como las medicinas o los alimentos.
Las potencias imperialistas
La investidura de Mikati, quien es conocido por haber cosechado buenas relaciones con Siria, contó al parecer con el apoyo de Francia y de Estados Unidos. Ni bien asumió su papel, dijo que aplicará “el plan presentado por el presidente francés, Emmanuel Macron, en nombre de la comunidad internacional, para el rescate financiero de Líbano” (El País, ídem), esto es, un ajuste mayor sobre las masas, lo que vendrá de la mano de un tutelaje de la economía libanesa por parte de las potencias imperialistas.
El jefe de política exterior de la Unión Europea (acreedora del Líbano), Josep Borrell, ha repetido en numerosas ocasiones que el país necesita un gobierno que “cumpla con las directrices del FMI” y que la ayuda monetaria de este y de la llamada “comunidad internacional” estará condicionada al desarrollo de reformas políticas y económicas, no sin amenazar con la imposición de sanciones a los líderes que torpedeen el proceso.
Washington, por otro lado, ha contribuido a estas presiones al anunciar en junio pasado sanciones contra líderes de Hezbollah y su firma financiera, Al-Qard Al-Hassan. En esta línea, algunos sectores de la burguesía norteamericana se han pronunciado a favor de que se avance contra el grupo chiita vinculado a Irán, para alinear al Líbano con Occidente y los gobiernos del Golfo.
Mientras tanto, en ocasión del primer aniversario de la explosión del puerto de Beirut, se llevó a cabo una conferencia internacional de donantes cuyos principales protagonistas han sido el galo Macron y su par estadounidense, Joe Biden. París espera recaudar más de 350 millones de dólares, los cuales supuestamente se utilizarán para “reforzar” la educación, la ayuda alimentaria y la agricultura del Líbano. Biden, entretanto, prometió una ayuda adicional de 100 millones de dólares, y volvió a insistir sobre la necesidad de impulsar las mentadas reformas estructurales. La UE y los alemanes aportarían también su cuota. Detrás de la fachada humanitaria, sin embargo, se ha escondido una movida de presión sobre el gobierno libanés, a fin de imponer un retroceso más acentuado de las condiciones de vida de la clase obrera.
Los trabajadores libaneses deben retomar el camino de la rebelión popular.
Nazareno Kotzev
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