El doble atentado suicida en las cercanías del aeropuerto de Kabul, que dejó alrededor de 100 muertos, incluyendo 13 soldados norteamericanos, complica aún más la retirada estadounidense de Afganistán y amplía la crisis del imperialismo tras su histórica derrota en ese país.
El Estado Islámico del Gran Khorassan (EI-K), la rama afgana de la organización que puso en pie un califato en Medio Oriente entre 2014 y 2019, se atribuyó los ataques. El presidente Joe Biden ha ratificado que la evacuación aérea de tropas, ciudadanos y colaboradores de la ocupación culminará el 31 de agosto, a como dé lugar, aunque quede gente en el terreno (en estos últimos días, se priorizará la repatriación de los soldados). Esta precipitada salida obedece no solo al temor al EI-K, sino también al ultimátum de los talibanes para que se ciñan a la fecha mencionada, bajo la advertencia de empezar a atacarlos.
Al interior de Estados Unidos, los cuestionamientos contra Biden arrecian y el mandatario ha tenido también una caída en su imagen. A su vez, el gobierno norteamericano sufrió críticas de sus pares europeos, ellos también envueltos en el fracaso, que le reclamaron que retrasara la salida de las unidades.
Con todo, el atentado en el aeropuerto ha sido repudiado por los talibanes, que se habían comprometido en una conferencia de prensa a mantener a raya a grupos como el Estado Islámico, en busca del reconocimiento de su gobierno por parte de China y Rusia.
Los talibanes y el Estado Islámico se encuentran enfrentados desde hace muchos años. El EI-K opera en Afganistán desde comienzos de 2015, y según algunos medios surge como una ruptura del movimiento talibán pakistaní. Tras los acuerdos de febrero de 2020, que establecieron la retirada de las tropas estadounidenses, los talibanes intensificaron sus ataques contra el EI-K en la provincia de Nangarhar, fronteriza con Pakistán, incluso con apoyo “limitado” de Estados Unidos, según reconoció el general del Mando Central Frank McKenzie (El País, 26/8).
Los ataques kamikazes del jueves muestran que el EI-K conserva capacidad de daño. Se le atribuyen entre 500 y 1.500 combatientes.
Si los talibanes están enfrentados con el EI-K, no es tan clara la situación en el caso de Al Qaeda. Naciones Unidas y las potencias occidentales denuncian que la red que supo dirigir Osama ben Laden hasta su muerte, en 2011, y que tiene peso en Afganistán, posee vínculos con la milicia que acaba de tomar el poder. El nexo sería la red Haqqani, liderada por quien es considerado el número 2 de los talibanes, Sirajuddin.
Vale la pena detenerse en este grupo. Fundado por Jalaluddin Haqqani, peleó contra los soviéticos en los ’80, no sin la colaboración del imperialismo. “Entonces se le consideraba un recurso valioso de la CIA cuando Estados Unidos y sus aliados, como Pakistán, destinaban dinero y armas a los mujahidines”, asegura un cable de la agencia AP (reproducido por La Nación, 23/8). Jalaluddin se alió con los talibanes en los ’90 y fue ministro cuando estos gobernaron el país entre 1996 y 2001, hasta que fueron eyectados por la invasión yanqui. Ahora dirigida por su hijo, la red tiene posiciones en la frontera con Pakistán y algunos le atribuyen lazos con el Ejército y los servicios secretos de ese país (ídem).
Al calor de la ofensiva final de los talibanes, se supone que todos los grupos islamistas han crecido en Afganistán.
Nuevo gobierno
Los talibanes se encuentran, mientras tanto, preparando su nuevo gobierno. En la conferencia de prensa ya referida, prometieron un gobierno “amplio” para estabilizar el país, que es un reclamo de chinos y rusos, pero también de algunas potencias occidentales. Están llevando a cabo negociaciones con el expresidente Hamid Karzai (uno de los gobiernos títeres de la ocupación) y Abdullah Abdullah, quien formó parte de los diálogos con los talibanes en Qatar.
Esas conversaciones se extienden, según un cable de la agencia afgana Tolo News (26/8), al Frente Nacional de Resistencia (FNR), que aglutina a las fuerzas que enfrentan al talibán en el valle de Panshir. A apenas 80 kilómetros al norte de Kabul, este valle -habitado sobre todo por la minoría tayika- es de muy difícil acceso y desde sus montañas se puede abatir con facilidad a cualquier invasor. El FNR está liderado por Ahmad Massoud, hijo de Ahmad Shah Massoud, quien enfrentó a los soviéticos en los ’80, pero también a los talibanes en los ’90, y fue asesinado por Al Qaeda el 9 de septiembre de 2001, dos días antes del ataque a las Torres Gemelas.
El FNR pidió armas y municiones a Estados Unidos, pero por ahora el pedido no parece haber surtido efecto, dado que los norteamericanos apenas pueden manejar su propia retirada. Los talibanes aseguran que han bloqueado los ingresos al valle, cortando la posibilidad de que el frente se abastezca desde la vecina Tayikistán (La Nación, 26/8).
Ante su estrepitosa derrota militar, el imperialismo busca resarcirse por medio del ahogo económico. Los organismos financieros han cortado todo flujo de fondos, en tanto que ciertos países suspendieron la ayuda monetaria anual que enviaban (Alemania). En un cuadro de completa falta de divisas, los talibanes han apelado al cierre de bancos durante algunas jornadas y a un corralito que impide la retirada de dólares.
Aun así, el cuadro está marcado por la derrota de los invasores, de tal proporción que se compara con la de Vietnam. La huida del imperialismo abre una nueva etapa.
Gustavo Montenegro
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