sábado, julio 04, 2015

Lo que el viento se llevó o como nos tragamos el racismo



No sé sí conocemos mejor la guerra civil norteamericana que la nuestra, pero no me extrañaría.

Lo cierto es que la guerra civil americana forma parte destacada de nuestro imaginario que es, por excelencia, fílmico. La historia y los símbolos de la vieja Confederación —los 13 estados sureños que en 1860 y 1861 declararon la secesión para preservar la esclavitud— ha formado parte de nuestro paisaje cinematográfico más preciado a través del “western”, el género preferido durante décadas. Es verdad que nos quedaba como una cosa exótica, lejana, pero también lo es que nos ha llegado una imagen “positiva” de los sudistas, normalmente distantes de la realidad de fondo: la trata de negros y la esclavitud en las plantaciones, sin olvidar las tareas domésticas.
Un universo concentrionario cuyas consecuencias siguen pendientes.
A quienes les parezca que todo esto es humo, tendría que considerar muy seriamente la persistencia del tema racial en los EEUU, nuestra Roma.
Tenemos que recordar la persistencia “idealista” y conservadora reiterada entre las glorias de la democracia, blanca por supuesto. Sin embargo, la realidad, la verdad histórica resulta empecinada, de manera que después de cada ciclo triunfal nos llegan agolpadamente los datos de lo que se nos ocultaba.
Una de estas fases triunfales tuvo lugar en el curso de la “guerra fría cultural”, cuando se trataba de demostrar que los problemas denunciados por los comunistas, eran verdad solamente en parte, pero sobre todo, se trataba de demostrar que, como en el caso social, todo tenía una solución razonable dentro de la democracia liberal, de unos Estados Unidos donde siempre acababa mejorando e integrando sus defectos.
Esta premisa propagandista fue desmentida en el curso de los años sesenta, cuando la movilización de los “Derechos Civiles” contra el “apartheid” made in USA, llegó a conmover la verdad oficial imperial, la misma que se manifestaba en toda su barbarie en Vietnam, cuando los norteamericanos llegaron a lanzar sobre la zona más bombas que todas las que se habían tirado por todos los contendientes de la II Guerra Mundial.
En las últimas décadas, en pleno apogeo del triunfal-capitalismo que había ganado su guerra contra la nueva Cartago (la URSS), la exaltación imperial volvía a insistir que la opresión racial había dejado de ser una pesadilla para convertirse en un lejano recuerdo. El mayor ejemplo que se nos ofrecía era el de Obama, el primer presidente negro, el mismo que ha venido a demostrar que -como ha sucedido con la política imperial- podía resultar justamente lo contrario.
Porque lo cierto es, una vez más se demuestra que los descendientes de los esclavos negros en la “tierra de la Libertad” no puede resultar más opresiva. Después de los ejemplos carcelarios o de penas de muerte, la verdad del racismo y la impunidad policial ha vuelto a estallar hasta situarnos en un tiempo en el que la respuesta negra se está haciendo un clamor porque, sí hay algo que está resultando evidente para la mayoría de la comunidad y en particular a los jóvenes, es que sí Obama representa a alguien, nos es a la comunidad negra precisamente.
Desde esta nueva perspectiva conviene volver a debatir sobre los símbolos del racismo fílmico, el principal de los espejos en los que todos nos podemos mirar como cómplices. Se ha vuelta a evocar Lo que el viento se llevó (Gone with the Wind, EUA, 1939), cuyo contenido racista fue peinado después dos títulos que revelan la importancia que la cuestión esclavista y racista llegó a tener en la historia del cine. Una historia viva que nos lleva al 25 de mayo de 1936, cuando el flamante David O. Selznick telegrafió a la agente literaria Katharine Brown, rechazando la posible compra de una novela titulada Lo que el viento se llevó, uno de sus motivos invocados era, a texto expreso, que la Guerra Civil norteamericana no le parecía ya un tema adecuado, sin embargo el filme se benefició de una enorme aclamación de crítica público, con once Oscars de la Academia en 1939 y entre seis y siete reestrenos mundiales en las cuatro décadas siguientes. Aquí hubo uno en 1962 con un éxito espectacular. Por entonces, nadie se percibía de sus partes oscuras.
Una parte mayor de semejante mérito fue debidamente reconocido a Selznick por críticos e historiadores de todo el mundo, con la excepción de los críticos que siguen atribuyendo el filma a Victor Fleming al que el productor ni tan siquiera permitió acercarse a la mesa de montaje, olvidando que fue Selznick el que estuvo detrás de todo. Al productor se debieron todos los pasos esenciales, desde la compra de la novela al montaje final, incluyendo la contratación y eventual despido de un ejército de escritores para la adaptación, así como de los otros directores sucesivos (George Cukor, Sam Wood; además hay escenas dirigidas por William Cameron Menzies), y los abundantes cambios en elenco y equipo técnico.
La película se convirtió en una leyenda (en mi pueblo haberla visto parecía ser una seña de distinción), produciendo montañas de artículos y una buena cantidad de libros que detallan la filmación y las peripecias que rodearon a la novela (de la que no sé de nadie que la haya leído, aunque los comentarios subrayan que “no es igual que la película), sin olvidar detalles como el certamen nacional con que durante 1938 Selznick quiso encontrar a la Scarlett O’Hara ideal, mientras barajaba ambiciones de 15 estrellas, hasta el estruendo con que el film fue aclamado en el sur de los demonios, en especial entre los “caballeros” del KKK que se sintieron representados en personajes de rasgos tan nobles como Ashley Wilkes, encarnado por Leslie Howard cuya muerte inmediata añadía más madera a la leyenda, aunque bajo el franquismo a ningún periodista se le ocurría subrayar que Howard murió mientras trataba de combatir contra el nazismo.
En el terreno del espectáculo, la película fue una culminación en la que Hollywood desarrolló el sonido y el color, enfatizó los valores de producción, del “sistema de estrellas” que alcanzó su cima hasta tal punto que a sus principales actores se les reconoció por esta intervención, incluso el mero hecho de haber formado parte de las candidatas o candidatos era algo que se subrayaba. El solo hecho de que Selznick se arriesgara a una duración tan prolongada, con una proyección que obligaba a una exhibición en dos partes con un intervalo, resultó algo insólito, un adelanto de un nivel de “colosalismo” que no llegó a cuajar hasta los años sesenta, ya en plena guerra contra la TV. Por cierto, se cuenta que en la noche en que se emitió por primera vez desde la caja tonta, las calles de los EEUU se vaciaron.
Entre las curiosidades que rodean a la producción cabe señalar la escasa relevancia de la autora de la novela Margaret Mitchell, una mujer retraída y casi inválida que había escrito antes algunos cuentos cortos, que no tenía confianza en un texto pergeñado trabajosamente a través de años y que sentía por el Viejo Sur la adoración que sus padres y toda su educación le habían inculcado en su hogar de Atlanta (Georgia). En los años siguientes al éxito, Margaret Mitchell no llegó a escribir nada más; en 1949, cuando se acercaba a cumplir sus 49 años, la Mitchell fue atropellada por un automóvil y murió cinco días después. Su tumba de Atlanta no contiene ninguna mención especial sobre su obra, tampoco cuenta con un lugar significado en la historia de las letras. En realidad, la obra fue un referente adoptado con la mayor astucia por Selznick que operó numerosos retoques en una narración cinematográfica que era una finalidad superior a la de la obra original, en la que la “superioridad” blanca se manifiesta sin mayores miramientos.
El célebre productor decidió que no habría escenas bélicas, sino imágenes indirectas de la guerra: los inválidos que regresan apoyados en muletas, una multitud de heridos acostados en un improvisado hospital de Atlanta, un ocasional soldado norteño que invade una casa privada. También por decisión de Selznick se eliminó del guión toda referencia al Ku Klux Klan, borrando así un tema de segura controversia, aunque para los más advertidos las referencias eran obviamente racistas, no había más que ver las escenas en las que se describe a los negros liberados como presuntuosos delincuentes, detalles que la Academia ayudó a subsanar con el oscar a la mejor actriz secundaria para la inmensa Hattie MacDaniel, la “Mamie”, la “ama” incondicional que seguramente lo era desde que la amamantó, como era habitual entonces, pero cuya brillante personalidad no le permitía más que ser una “apéndice de la “amita”.
Lo más curiosos sería que Lo que el viento se llevó acabó siendo el film más representativo de la Guerra de Secesión, conquistando no ya la obvia aclamación del sur sino la aceptación en todas partes como uno de los mayores triunfos de Hollywood, una admiración compartida por generaciones. Una admiración que –insisto- nos convierte en cómplices, al igual que la empatía airada a favor del cine de denuncia nos convierte en solidarios.
(Y como es habitual ya a lo largo de otros muchos artículos, creo que nunca se insistirá lo suficiente lo que desde el punto de vista pedagógico y crítico, nos permite el cine, un medio al que antes estábamos invitados sin posibilidad de decir la nuestra, pero que ahora se puede plantear justamente al revés: desde nuestras propias exigencias, que no son pocas).

Pepe Gutiérrez-Álvarez

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