Tengo la impresión de estar escribiendo bajo la espada de Damocles. Cada uno de los pensamientos que expreso, el más mínimo deseo o esperanza puede que mañana haya sido refutado, negado, superado. Se acerca el 30 de junio. Creo que la confusión supera al pánico. ¿Qué queremos? ¿Quiénes somos? Nosotros, los griegos. Los parias de Europa, los perezosos e irresponsables que atormentamos desde hace meses al Eurogrupo, que monopolizamos todas las cumbres de la UE, mientras que hay otros temas cruciales que discutir, Ucrania o los productos transgénicos, por ejemplo.
La crisis de los últimos años ha planteado un problema de identidad. Un país pequeño, con una larga historia. Un pasado glorioso lejano que a menudo se convierte en una carga y provoca hasta vergüenza, especialmente cuando, a los ojos de los extranjeros, somos desde hace décadas el país de las vacaciones, la mousaká y la retsina. Resulta que nosotros, que fuimos los viejos amigos del pensamiento, seguimos en suspenso, paralizados, y ni conseguimos poder pensar lo que nos sucede.
Ante el Parlamento, en Atenas, los enfrentamientos son cada vez más violentos. En ese lugar, donde hace tres años se manifestaban los “indignados” se alzan hoy las banderolas de los proeuropeos. El conflicto exacerbado por la desesperación y la incertidumbre conduce a la polarización. En sigilo, la sombra de la discordia nacional planea de nuevo, sesenta y cinco años después de una sangrienta guerra civil.
En un primer momento, la victoria electoral de Syriza creó una sensación de euforia, incluso entre algunos de los que no habían votado por ellos. Por primera vez, la clase política griega, asociada a las desgracias de los últimos años, no participaba en el gobierno. A ese soplo de esperanza de los primeros meses, cuando las negociaciones parecían acercarse a un punto de convergencia, sucedió un ambiente tóxico que ha socavado cualquier intento de diálogo.
La principal tarea que se había asignado Syriza era tratar de frenar la crisis humanitaria del país, que en los últimos años ha adquirido proporciones catastróficas. Pero es el único gobierno europeo que se opone a la austeridad, y, para más inri, es un gobierno de izquierdas con una visión política opuesta a la que defienden las elites económicas y políticas. Sus posiciones molestan a los acreedores y, poco a poco, se hace evidente que éstos quieren reducir Syriza a la nada.
Pueblo doblemente traicionado
En el enfrentamiento del último mes, hay dos verdades reconocidas por ambas partes, los acreedores y los deudores: Grecia no es capaz de pagar su deuda, y el dinero de los préstamos va a parar a los bancos sin fortalecer la recuperación del crecimiento. Junto a estas verdades, hay una realidad cotidiana que los acreedores prefieren ignorar: un país en ruinas, unas prestaciones sociales drásticamente reducidas, abuelitas hurgando en las basuras, drogadictos trasladados por la policía como un rebaño de un barrio a otro de Atenas, hospitales que funcionan al ralentí y sin el personal necesario, medicamentos que desaparecen.
No hay duda de que las medidas adoptadas para luchar contra la recesión van a crear una recesión aún mayor. Desempleada y sin crecimiento, gran parte de la población vive por debajo de la línea de pobreza.
Este es un pueblo abandonado en la confusión, que ha perdido su dignidad, que se considera doblemente traicionado: por los sucesivos gobiernos, cuya mala gestión, despilfarro y corrupción han llevado a esta situación, y por Europa que ha sido incapaz de garantizar un verdadero espíritu de solidaridad. En lugar de que este sentimiento de traición genere unidad y espíritu de lucha, lleva a la división y la discordia. La crisis se trivializa. La apatía avanza. El derrotismo. El fatalismo. Las instituciones están por los suelos, la democracia en peligro de extinción.
Si hay algo que espero, o más bien que esperaba –puesto que si la situación actual conduce a unas elecciones o un referéndum el nuevo impasse será impredecible y posiblemente catastrófico–, es que el gobierno de Syriza ponga fin al clientelismo, una lacra que acompaña a Grecia desde su creación como Estado.
La consecuencia es una desconfianza casi atávica en las instituciones. El griego es en primer lugar individuo antes que ciudadano. Sigue teniendo los reflejos de la bestia acorralada, por la dificultad de sobrevivir en un estado con frecuencia subordinado a poderes extranjeros, desestabilizado por las desigualdades sociales y la emigración, y marcado siempre por la Segunda Guerra Mundial y la guerra civil que la continuó.
Cada generación conoce Grecia y los griegos de manera diferente. La más alta consideración alterna con el peor desprecio. Un día somos héroes, al día siguiente, bellacos. Grecia nunca existió, escribió André Breton. Es una frase para reflexionar. Somos como una falla en el mapa. Un pequeño punto al final de Europa –un poco de Balcanes, otro poco de Oriente Próximo– que sigue existiendo, que persiste en hablar el mismo idioma desde más de 3.500 años.
Grave conmoción humana
El exceso de los últimos acontecimientos ofrece la posibilidad a Europa de replegarse en sí. Con la recesión económica, una profunda crisis existencial parece atravesarla. ¿Cuáles fueron los principios que subyacen a esta aventura europea? ¿Cuál fue la inspiración que dio origen a la iniciativa de Altiero Spinelli y Jean Monnet? ¿Qué queda hoy? La decadencia de Occidente, de lo que se considera la cuna de la civilización, es un hecho. Nuevos mercados están surgiendo e imponen sus condiciones.
Una grave conmoción humana acompaña esta decadencia. Nos encontramos atrapados en un sistema que se nos escapa, en el que nos sentimos cada vez más impotentes, con demasiada frecuencia obligados a una pasividad insostenible porque las decisiones más importantes parecen que se toman sin nuestro conocimiento, y en el que los muy ricos no se ven de ninguna manera afectados por los cambios políticos en sus países y los pobres no tienen esperanza de que la política puede cambiar nada a su favor.
El hombre ha dejado desde hace mucho tiempo de ser la medida de la verdad y el conocimiento. Multitudes desarraigadas se arraciman en las fronteras, refugiados que buscan llegar a los puertos europeos por todos los medios posibles. El mar Mediterráneo ha vuelto a cubrirse de cadáveres. Tal vez la crisis griega sea un ultimátum para que Europa decida de una vez volver a definir sus objetivos, decida ser más atrevida: dos pasos atrás para poder avanzar.
Ersi Sotiropoulos, novelista griega. Estudió ciencias sociales y antropología en Italia, donde trabajó en la embajada de Grecia en Roma, antes de instalarse en Atenas, donde reside. Desde 1980 publica artículos, poesía, novela. En 2000 recibe el Premio del Estado Griego y el premio Diàvazo por su novela Zigzags entre los naranjos. Otras obras: Domar la bestia y Eva. Ha sido traducida al francés, inglés y alemán.
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