En estos tiempos argentinos y latinoamericanos de devastación económica y social, de diagnósticos y bonos miserables, y tanto periodismo cloacal, y cuando los retrocesos nacionales y populares son tan palpables como dolorosos, no tiene por qué resultar exótico desdeñar tanta realidad sombría por un rato, unas horas o minutos.
Quizás a modo de personal recurso antipánico, siempre, dondequiera hube de impartirlas, al iniciar mis clases de Literatura o de Periodismo fue costumbre invariable leer desde el vamos a Pablo Neruda (1904-1973). Y desde hace años, más de dos décadas, empiezo las clases de Pedagogía de la Lectura recitando, de pie y en voz alta, el “Poema 20”.
Puedo escribir los versos más tristes esta noche.
Escribir, por ejemplo: ‘La noche está estrellada,
y tiritan, azules, los astros, a lo lejos’.
El viento de la noche gira en el cielo y canta.
Releer o recitar al inmenso poeta que colocó a las letras latinoamericanas en el tope de la lírica universal del Siglo XX –y de quien el domingo se cumplieron 45 años del día en que recibió el Premio Nobel de Literatura–, quizás resulte un momento balsámico para muchos lectores.
Desechada la tentación de establecer si en la Estocolmo de 1971 la academia literaria sueca acertaba o no en su empeñó de no premiar a Jorge Luis Borges –cuestión tan inútil como discutir si acierta ahora galardonando a autoras de crónicas periodísticas y a cantantes de rock que miran para otro lado–, lo que importa es decir que Don Pablo, como lo llamaba su pueblo, nació Reyes de apellido, se rebautizó Neruda en homenaje al dramaturgo, poeta y narrador checo Jan Neruda (1834-1891) y publicó su primer libro, “La canción de la fiesta”, cuando tenía apenas 17 años. Y fue muy poco después, en 1924, cuando publicó sus hoy célebres “Veinte poemas de amor y una canción desesperada”, libro que es, dicen algunos, el más leído de toda la historia de la poesía y que él escribió cuando sólo tenía 20 años y el alma incendiada.
Romántico ortodoxo e inclaudicable, su pasión lírica todavía hoy parece infinita y renueva resonancias en cada lectura. Se suceden las generaciones y los versos nerudiamos enaltecen su vigencia.
Tierra mía sin nombre, sin América,
estambre equinoccial, lanza de púrpura,
tu aroma me trepó por las raíces
hasta la copa que bebía, hasta la más delgada
palabra aún no nacida de mi boca.
Dos años después de recibir el Nobel murió en Isla Negra, del otro lado de los Andes y de cara al Pacífico que amaba y desde donde cantó a todos nuestros pueblos:
... la raza mineral, el hombre
hecho de piedras y de atmósfera,
limpio como los cántaros, sonoro.
No se sabe si lo mataron después del golpe, y algunos dicen que murió de tristeza, diagnóstico en exceso piadoso para esa enfermedad continental que se llama Dictaduras y que en nuestros países siempre amenaza volver. Incluso disfrazada con ropaje de elecciones libres y asombrosa capacidad de estafa a sus votantes.
Los carniceros desolaron las islas.
Guanahaní fue la primera
en esta historia de martirios.
Con su inolvidable voz meliflua y delicada, la misma con que arengó a su pueblo junto a Salvador Allende, dejó Neruda su legado en voz alta en “Testamento”:
Dejo a los sindicatos del cobre, del carbón y del salitre
mi casa junto al mar de Isla Negra.
Quiero que allí reposen los maltratados hijos
de mi patria, saqueada por hachas y traidores.
Yo lo conocí en campaña electoral ese mismo año 71, junto al mar y demasiado joven para apreciar esa gracia del destino. Charlamos un buen rato, de poesía y de política, y ahora conjeturo que quizás ahí tomé de su poesía el anhelo de justicia –no de odio ni de venganza– con que aprendí a condenar a los que someten a nuestros pueblos.
No quiero que me den la mano
empapada con nuestra sangre.
Pido castigo.
No los quiero Embajadores,
tampoco en su casa tranquilos,
los quiero ver aquí juzgados,
en esta plaza, en este sitio.
Como medio mundo, también lloré a Don Pablo cuando murió, y empecé a leerlo completo siguiendo su consejo de amar a Manrique, a Góngora, a Garcilaso y a Quevedo, y así aprender, en sus últimos versos testamentarios
que en Maiakovsky vean cómo ascendió la estrella
y cómo de sus rayos nacieron las espigas
Neruda fue un maestro de la esperanza. Antorcha para volver, siempre, por encima de penas y de injusticias; de modas tilingasy oligarcas colonizados, y de contentos siempre rabiosos. Esperanza para volver, cantando, como pueblo y nación.
Mempo Giardinelli
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