domingo, octubre 16, 2016

La Conquista de América como una de las mayores calamidades sanitarias en la historia humana



Los indígenas desconocían la viruela, la tuberculosis, la peste, el cólera y el tifus, entre otras enfermedades. De ser quizás el 20 % de la población mundial, los amerindios pasaron a ser el 3 % en un siglo.

Hay una investigación realizada por Fernando Tudela, quien fuera Ex Subsecretario de Planeación y Política Ambiental de México y presidió la Comisión Interministerial de Cambio Climático en su país, en la cual relata un aspecto poco estudiado y que tiene que ver con las implicancias a nivel salud que trajo la conquista europea en los territorios americanos conquistados.
“El dramático encuentro, o más bien encontronazo, de fines de siglo XV entre los aborígenes americanos y los colonizadores europeos constituye uno de los acontecimientos de mayor trascendencia, no sólo para la región, sino para la historia del planeta en su conjunto”, sostiene el autor.
La conquista española trajo en sus viajes al continente americano un poderoso conjunto de materiales biológicos. Una buena parte de estos componentes bióticos fueron objeto de un traslado de un lugar a otro en forma consciente. Este fue el caso de los grandes animales domesticados, o de las semillas para cultivos habituales que, junto con las tecnologías correspondientes, formaban parte imprescindible del sistema cultural que los conquistadores tratarían de trasplantar e imponer en el Nuevo Mundo.
Sin embargo muchos de los organismos que cruzaron el Atlántico lo hicieron como polizones. Su indeseable presencia, difícil o imposible de detectar en los pequeños navíos en los que hicieron la travesía, transformó el mundo que los recibió por lo menos tanto como lo hicieron los pasajeros biológicos “legales”. Roedores, y sobre todo, una formidable carga de gérmenes patógenos muy variada realizaron por cuenta propia una conquista de alcances tan decisivos como subestimados hasta hace poco tiempo.
“Los ensayos históricos tradicionales nunca han dejado de reconocer la elevada mortalidad que afectó a las poblaciones nativas a raíz de ese encuentro. La conciencia colectiva no ha conseguido hasta ahora asimilar la verdadera magnitud del colapso demográfico que experimentó la población americana entre 1492 y principios del siglo XVIII. En las últimas tres décadas, la investigación en el ámbito de la demografía histórica, fue corrigiendo al alza las estimaciones iniciales de la población aborigen en el momento del contacto”.
Aun si se rectificaran por exageradas algunas de las estimaciones recientes, la caída de población verificada en América entre el momento álgido del encuentro y el nadir poblacional registrado por lo general en torno a 1700, permitiría caracterizar el colapso americano como la mayor catástrofe demográfica de nuestra era, sólo comparable a lo que produciría en la actualidad una conflagración nuclear de intensidad media. “El encuentro euroamericano debería reconocer como un acontecimiento apocalíptico basado en una de las mayores calamidades sanitarias que haya experimentado la humanidad”.
Pocas décadas después del encuentro, la población indígena se redujo en muchos ámbitos hasta el límite de su virtual extinción. Los primeros en entrar en contacto con los europeos, los arawacos de las Antillas, desaparecieron por completo sin dejar rastro. La isla de La Española (en la actualidad Haití / República Dominicana), cuya población en la transición entre los siglos XV y XVI era por lo menos de un millón de habitantes, contaba en 1548 con no más de 500 indígenas, entre niños y adultos. Los aborígenes de Cuba, Puerto Rico, Jamaica, del istmo panameño, o los nativos australes de Tierra del Fuego, sufrieron un destino similar.
En la costa del Pacífico del actual territorio de Nicaragua, vivían unas 600 mil personas en el momento del encuentro; en 1550, no quedaban más de 45 mil. La población de México central rebasaba los 20 millones a principios del siglo XVI, pero se redujo a poco más de un millón un siglo más. Poco tiempo después del contacto, hacia 1520, la Mixteca Alta oaxaqueña contaba todavía con unos 700 mil habitantes; en 1660/70 no quedaban más de 30 mil. Los datos, recabados en las más diversas latitudes, son consistentes y abrumadores: en todos los ámbitos americanos la población indígena se había desplomado de manera espectacular. Las reducciones del orden del 90-95% en relación con la población preexistente fueron más norma que excepción. Ante los nuevos ritmos de las defunciones cambiaron las prácticas funerarias: en ocasiones, como lo registró Motolinía, los debilitados supervivientes se limitaron a derrumbar las viviendas encima de los difuntos, para contener al menos el hedor que despedían los cadáveres. Según expresaba un asombrado cronista, los nativos “morían como peces en un cubo de agua”.
En el momento del contacto, la población del continente podría representar cerca del 20% del total de la humanidad; un siglo después, la población americana, incluyendo a los europeos recién inmigrados, no significaba en términos cuantitativos, más de un 3% de la especie humana.
La magnitud y el significado de esta hecatombe, no ha recibido hasta ahora el debido reconocimiento por parte de la conciencia colectiva americana o europea, debido tal vez al hecho de que la historia la escriben los vencedores o sus sucesores, y por lo general, ni los conquistadores, ni los criollos, ni las clases dominantes establecidas tras la emancipación política americana, han manifestado en los hechos una preocupación profunda por las condiciones de vida o, para el caso, de muerte, de los indios.
“Los textos históricos tradicionales mencionaban siempre un conjunto de factores causales entre los que figuraban las epidemias, las guerras de conquista, la sobreexplotación de la mano de obra indígena, la desorganización social y la ruptura de los patrones culturales preestablecidos, incluyendo las reglas de nupcialidad y parentesco. Sin negar la incidencia de los demás como factores agravantes, hoy se destaca el componente sanitario como factor causal de un orden de magnitud superior, que por sí solo podría explicar un colapso demográfico como el que experimentó el continente”.
El largo aislamiento aborigen impidió el desarrollo de mecanismos biológicos de defensa frente a las enfermedades más comunes que habían implicado flagelos milenarios para las poblaciones euroasiáticas y africanas.
Los aborígenes con los que se toparon los conquistadores desconocían la viruela, el sarampión, la tuberculosis, la peste, el cólera, el tifus la fiebre amarilla, la malaria, y tal vez ni siquiera las gripes ni los parásitos intestinales más comunes. Los microorganismos foráneos establecieron con los aborígenes un contacto mucho más inmediato y mortífero que el de sus portadores humanos europeos, desesperados sobrevivientes de una lucha sorda, transcurrida durante muchas generaciones, que les había conferido frente a ellos un razonable grado de inmunidad.
Los aborígenes americanos fueron en cambio víctimas de un síndrome de inmunodeficiencia heredada. Millones de indígenas perecieron, en forma para ellos inexplicable, incluso antes de haber visto nunca a alguno de los barbados personajes recién llegados al continente. En virtud de los sistemas de intercambio establecidos, la velocidad de propagación de las epidemias superó con frecuencia los lentos avances de los conquistadores a través de las junglas mesoamericanas.
De manera apenas consciente, se libró así la primera guerra bacteriológica a gran escala de la historia. Los conquistadores vencieron muchas veces por default; los primeros contactos se establecieron con los diezmados y debilitados, sobrevivientes de epidemias que se acababan de abatir sobre las poblaciones indígenas.
Los rudimentarios sistemas administrativos locales no tuvieron siquiera oportunidad de registrar estas catástrofes. Al contrario de lo que sucedía en «La Guerra de los Mundos» por obra de la imaginación de H. G. Wells, la munición bacteriológica estuvo aquí en manos de los invasores, que desconocían desde luego el poder de la misma. Los indios no tenían ni palabras para designar las pavorosas epidemias que se cebaban en ellos y, por alguna maldición del destino, respetaban a los impetuosos forasteros.
“La virulencia inaudita de las enfermedades daba lugar a huidas en tropel que lograban tan sólo una propagación más eficaz de las epidemias, la primera y más desastrosa de las cuales fue protagonizada sin duda por la viruela. Este solo agente hacía desaparecer en el transcurso de pocos días por lo menos un tercio de la población que tenía la desgracia de entrar por primera vez en contacto con la civilización cristiana occidental”.
La vulnerabilidad indígena frente a las enfermedades importadas, que supuso un hecho casi milagroso para las intenciones militares de los conquistadores, se transformó muy pronto en una maldición que privó a los colonizadores de la antes abundante mano de obra local, en la que residía la principal riqueza americana. La escasez de fuerza de trabajo explotable, por despoblamiento generalizado, constituyó durante tres siglos una constante rémora para los proyectos productivos del período colonial.
De manera significativa, la vulnerabilidad del sistema inmunológico indígena frente a los nuevos y microscópicos invasores, producía resultados muy distintos según el contexto geográfico: la mortandad fue mucho más intensa en el Caribe y en las tierras bajas del trópico húmedo que en los altiplanos, a pesar de que la ferocidad de los conquistadores debía ser bastante homogénea.
Los indios americanos fueron víctimas de un proceso que se denominó “la unificación microbiana del mundo. Las décadas que siguieron a 1492 borraron las tajantes fronteras que se habían establecido entre los diversos hábitats de los microorganismos del planeta. Los indígenas pagaron el más alto precio por el ingreso al “mercado común de los microbios”.
Los avances de la medicina y la introducción de prácticas habituales de vacunación lograron después mitigar algo el proceso, pero en ningún caso se ha podido prevenir por completo la calamidad sanitaria que sobreviene cuando una población que ha evolucionado en condiciones de prolongado aislamiento entra en contacto por primera vez con el “pool” mundial establecido de microorganismos patógenos.

Darío Brenman

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