domingo, septiembre 23, 2018

Hungría: la revolución de Octubre de 1956



En los años cincuenta, el estalinismo, que –paradójicamente- había salido reforzado con la victoria sobre el nazismo, había extendido su poder a toda Europa del Este y había ampliado su influencia, pese a sus diferencias con Mao, a China (1949) y a Corea (1953), parecía haber llegado a un punto de no retorno. Se hablaba del “campo socialista” que, entre otras cosas, reafirmaba su victoria histórica contra el “viejo” socialismo revolucionario y pluralista… Una historia qua quizás pueda parecer lejana pero cuya importancia no puede ser desmerecida, de entrada porque contribuye a comprender mucho mejor el “fracaso del socialismo”, un ideal que, al decir de los obreros polacos, había sido un buen invento pero que había sido mal aplicado. El socialismo es inherente a la libertad, y esto lo tuvieron claro los trabajadores, los estudiantes y los intelectuales obreros húngaros que en pleno fervor revolucionario descabezaron las odiosas estatuas de Stalin, momento que quedó inmortalizado en unas fotos que nos hablaban de la víspera de nuestro tiempo: de la crisis irreversible del estalinismo. Un desastre o un desvío de una revolución que podía haber sido muy diferente. No le faltaba razón a Pascual Maragall cuando dijo aquello de que, de no haber sido por lo de Hungría del 56, todos nos hubiéramos hecho comunistas.
Y es que incluso aquí donde el régimen presentó los hechos como sí se tratara de una rebelión nacional-católica (así lo presentan algunas películas de la época como El canto del gallo, de Rafael Gil con Francisco Rabal), no por ello dejó de influir en la evolución del pensamiento crítico de las nuevas generaciones.
Se puede decir que todo comenzó con la conmoción provocada por el XX Congreso del PCUS, con el inaudito “Informe Kruschev” sobre los crímenes de Stalin que, a pesar de sus contradicciones y limitaciones, sirvió para legitimar en cierta medida el movimiento de protesta que, en el verano de 1956, afectaba en Hungría a todos los grupos sociales y en especial a estudiantes e intelectuales. Las voces más numerosas reclamaban medidas urgentes para corregir el modelo socialista. Decía Bela Kovacs, el secretario del Partido de los Pequeños Propietarios liberado en abril, que nadie pensaba entonces en volver a la situación anterior a 1945. La frase probablemente fuera exagerada. En la manifestación del 56 se confundieron distintas corrientes, desde comunistas, anticomunistas, demócratas, liberales, socialdemócratas, hasta nostálgicos horthystas, y confluyeron las insatisfacciones materiales derivadas de la industrialización acelerada y la crítica al sistema de poder responsable de la anterior. El denominador común de los manifestantes radicaba en la defensa de un patriotismo independiente y soberano.
Ya en julio de 1956, Moscú, consciente del malestar existente en el partido húngaro, envió a Budapest a dos eminentes jerarcas, Mikoyan y Suslov, para arbitrar una solución. Esta no fue otra que la de hacer dimitir de la dirección al odiado Rakosi, nombrando en su lugar a Erno Geröe (igualmente poco popular por su identificación con el sistema del anterior, comisario estalinista en 1937 en Barcelona), e incorporar a la ejecutiva a Janos Kadar y otros de los llamados comunistas nacionales (que habían pertenecido a la Resistencia), representantes de una línea centrista y moderada. La nueva dirección anunció un programa con determinadas concesiones, que fueron consideradas insuficientes por la oposición. Entre las resoluciones adoptadas, estaban la de rehabilitar a las víctimas del rakosismo, celebrándose honras fúnebres en su recuerdo (el 6 de octubre tuvo lugar el funeral por Rajk), que congregaron a mucha gente, readmitir a Imre Nagy en el Partido (13 de octubre) y mejorar las relaciones diplomáticas con Yugoslavia, siguiendo el ejemplo de Moscú. En este sentido, en septiembre se firmó un protocolo de cooperación económica, y el 15 de octubre salió para Belgrado una delegación húngara encabezada por Geröe y Hegedüs -presidente del Consejo- con objeto de proseguir las negociaciones. El regreso de la delegación a Budapest coincidió con la manifestación preparada por intelectuales y estudiantes para ese día, 23 de octubre.
Los manifestantes se congregaron ante la estatua del poeta Petöfi, recitándose un poema simbólico -Talpra Magyar- que recordaba los inicios de la revolución antihabsbúrgica de 1848. El Gobierno, desconcertado e indeciso, terminó por consentir la manifestación que en un principio había prohibido. La multitud -formada por intelectuales, estudiantes, empleados, obreros, campesinos, e incluso soldados de uniforme-, que portaba banderas nacionales sin el emblema comunista, mostró después su solidaridad con el pueblo polaco en la plaza de Joseph Bern -un general polaco que luchó con los húngaros en 1848-49-. Se leyó allí el comunicado elaborado por la Unión de Escritores, que, en la misma línea reformista y moderada de las propuestas del Círculo Petöfi, pedía la reunión del Comité Central del partido y la incorporación de Imre Nagy al Gobierno. También se dio lectura al manifiesto reivindicativo de los estudiantes, más radical y mucho más aplaudido que el texto anterior. Era una carta de 16 puntos en la que, entre otras exigencias, se formulaba la necesidad de evacuación de las tropas soviéticas, la reconstitución del Gobierno bajo la dirección de Imre Nagy y la expulsión de los estalinianos, elecciones generales con sufragio universal y secreto y participación plural de partidos, derecho de huelga para los trabajadores, revisión de los tratados soviético-húngaros, de los procesos político y económico, y rehabilitación de las víctimas del rakosismo además, por supuesto, de proclamar la solidaridad con el pueblo polaco.
A continuación, el grito de “¡Nagy al poder!” se convirtió en el lema más repetido por la multitud. ¿Qué hacía entretanto el personaje cuyo nombre se invocaba con intenciones mesiánicas? Nagy no participó en la manifestación, pero se vio obligado por la tarde a dirigir unas palabras a la muchedumbre. Habló desde la sede del Parlamento con un lenguaje gubernamental, racional más que sentimental, sobre la solución de los problemas y divergencias a través de la discusión y la negociación, animando a la gente ante todo a preservar el orden constitucional y la disciplina. A la misma hora aproximadamente, el primer secretario del partido, Erno Geröe, emitió un comunicado por radio en el que defendió el poder de la clase obrera y concluyó condenando una manifestación que calificaba de nacionalista. ¿Se trató de una provocación deliberada? Lo cierto fue que el comunicado del secretario decepcionó profundamente a los manifestantes y a raíz del mismo los acontecimientos se precipitaron en una espiral de violencia, en el edificio de la Radio, en la sede del periódico oficial del partido, y en otros barrios de la ciudad. La AVH (policía de seguridad del Estado) protegió los puntos neurálgicos de la población, pero la calle fue tomada por los insurgentes.
Llegó un momento en el que la situación para el Gobierno era en extremo difícil, ya que carecía de autoridad moral, no disponía de fuerzas suficientes para reprimir la insurrección, y además dudaba de su lealtad, caso de producirse un enfrentamiento popular. El Comité Central del partido, reunido urgentemente en la noche del 23 al 24, adoptó dos decisiones trascendentales: nombrar a Imre Nagy presidente del Consejo de Ministros, y solicitar la ayuda de las tropas soviéticas para restablecer el orden. En relación al segundo acuerdo, se hizo creer que la petición de ayuda soviética fue refrendada por Nagy, pero –presume François Fejtö, el más reconocido historiador de esta época, basándose en diversos testimonios- semejante imputación podía formar parte de una maniobra política para desprestigiar y aislar al personaje, haciéndole responsable de la invasión. De partida, parece difícil que Nagy mediara en una decisión cuando aún no había tenido prácticamente tiempo de tomar posesión del cargo, si se tiene en cuenta que los tanques soviéticos aparecieron en las calles de la capital en las primeras horas del día 24 de octubre. El asunto, no obstante, permanece oscuro, aunque quizás los húngaros de hoy lo conozcan mejor. En efecto, el The Budapest Post comunicaba en febrero de 1993 la publicación de dos libros, El expediente Yeltsin y Las páginas que faltaban, con documentos de origen soviético sobre la revolución de 1956, que Boris Yeltsin había regalado durante su visita a Budapest en noviembre de 1992 al presidente húngaro Arpad Göncz.
Cuando fue interrogado por un periodista del citado semanario, el presidente del Consejo de Ministros húngaro el 23 de octubre de 1956, Andras Hegedüs, declaró su satisfacción por la entrega de estos documentos, y, aunque aún no los había leído, no dudaba de su interés para explicar su propia actuación en aquellos dramáticos días, señalando al respecto que él no actuó solo y que lo hizo por sentido de responsabilidad política. Los documentos parecen revelar que la carta de los dirigentes húngaros pidiendo la intervención armada soviética fue firmada después del 23 de octubre, y fue utilizada sólo más tarde para justificar la invasión de cara a la comunidad internacional. En todo caso, lo que está claro es que los dirigentes húngaros se comportaron entonces de manera muy distinta a como lo habían hecho sus homónimos polacos. En lugar de hacer causa común con el pueblo, llamaron a las tropas soviéticas, comprometiendo en alto grado a Nagy, cuya presidencia se verá inmediatamente hipotecada por la invasión militar. De poco servirá que el día 25 Mikoyan y Suslov sustituyan a Geröe por Janos Kadar en el cargo de primer secretario del partido, y que autoricen -¿era sincera la autorización? – días más tarde a Nagy y al nuevo equipo a ensayar la vía nacional hacia el socialismo, dándoles las mismas concesiones que a la Polonia de Gomulka. Tres factores neutralizarán esta solución: la radicalización de la insurrección en la capital, como consecuencia del luctuoso suceso ante el Parlamento el 25 de octubre, a resultas del cual murieron varios centenares de personas; la extensión del movimiento a provincias, particularmente a las occidentales; y, finalmente, el desacuerdo creciente entre Nagy y el grupo “centrista” de Janos Kadar.
Los trabajadores se pusieron en pie y la huelga general empezó espontáneamente en Budapest el día 24 tras la intervención militar, y en los días siguientes se propagó al resto del país. En casi todas las ciudades y pueblos de Hungría se constituyeron, a veces de modo violento pero las más de forma pacífica, comités y consejos revolucionarios que asumieron el poder llevados por un irresistible espíritu de antiautoritarismo (Feher-Heller). Fueron capaces de implantar una libertad de prensa, que permitió publicar y emitir toda clase de propaganda, salvo la de los nazis húngaros, cuyo periódico Aurora fue vetado. Entre estas instituciones, surgidas de modo espontáneo, sobresalieron los Consejos Obreros, elegidos en el plazo de sólo dos días (26-28 de octubre) en todas las fábricas del país. El día 31 de octubre se reunió en Budapest un Parlamento de los Consejos Obreros, en el que estuvieron presentes delegados de las fábricas más importantes del país, que aprobó una declaración de los derechos y deberes de los nuevos organismos. Aquella carta transformaba radicalmente la organización de la fábrica impuesta por el régimen rakosista. En la misma se afirmaba, en efecto, que la fábrica pertenecía a los trabajadores, y que su control estaría en manos de un Consejo Obrero elegido democráticamente por éstos.
No obstante, la acción revolucionaria de los Consejos y Comités no iba contra el Estado, sino contra la forma totalitaria del Estado y su sumisión a la Unión Soviética. La aceptación del Gobierno Nagy por parte de las instituciones revolucionarias quedó condicionada al grado de cumplimiento que aquel hiciera respecto a sus aspiraciones nacionales y sociales. De todas partes llegaban a Budapest delegados con las reclamaciones de los Comités y Consejos Obreros para ser discutidas con Nagy, quien se encontraba en aquellos primeros días en una posición algo rezagada respecto a la presión popular, pero también algo adelantada respecto al resto del equipo dirigente. Pero también es cierto que el programa aprobado por el Consejo Obrero y el Parlamento de estudiantes de Miskolc alcanzó un cierto carácter representativo. Se pedía en él la formación de un gobierno provisional, democrático, soberano e independiente, con exclusión total de los rakosistas, y fundamentado en el Partido Comunista Húngaro y en el Frente Popular; elecciones generales, libres, y con participación plural de partidos; retirada inmediata de las tropas soviéticas; reconocimiento de las reivindicaciones formuladas por los Consejos Obreros y Parlamentos de estudiantes de todo el país; abolición de la AVH, y reorganización de las fuerzas armadas (milicia y ejército regular); por último, la amnistía completa para los patriotas que habían participado en la revolución.
En esta situación, el proceso de constitución de los nuevos órganos de representación alcanzó en los últimos días de octubre un ritmo muy vivo. En los pueblos, en las fábricas, en los sectores profesionales y de servicios, en los cuadros de la administración, hasta en las fuerzas militares (Comité revolucionario de la Defensa Nacional, formado el día 29 por el general Bela Kiraly y el coronel Pal Maleter), por todas partes surgieron de modo espontáneo Consejos y Comités. Con estas nuevas instituciones, la revolución se encaminaba hacia una forma de Estado que garantizara el libre desarrollo del pueblo húngaro, decía Radio Miskolc el 30 de octubre; hacia una Hungría libre, independiente, democrática y socialista, emitía por su parte Radio Budapest el mismo día.
Semejantes propuestas, aunque finalmente fueron plenamente asumidas por Nagy, no fueron compartidas, sin embargo, por el Kremlin ni por aquellos húngaros partidarios de un nacionalismo radical, antisemita y conservador, que dominaban en el Consejo Nacional Transdanubiano, de Györ, y en Budapest giraban en torno a Jozsef Dudas, militar y editor del periódico Hungría Independiente. En esta línea, el papel desarrollado por Radio Europa (que se emitía en húngaro desde Munich por refugiados al servicio de la CIA, y era muy oída en Hungría, en particular en su parte occidental) fue en alto grado desestabilizador al concentrar sus acusaciones en los que denominaba estalinistas ocultos, y en especial en Imre Nagy, a quien presentaban como un traidor y un asesino del pueblo (27 de octubre).
Aquí entra la poderosa Iglesia católica, y en su emisión del 31 de octubre, Radio Europa Libre se refería al cardenal Jozsef Mindszenty como el más legítimo jefe del movimiento nacionalista húngaro. El mencionado cardenal acababa de ser liberado por Nagy, que esperó alcanzar del primado de la Iglesia católica el mismo apoyo hacia el gobierno de unidad nacional que ya había acordado con los jefes de las comunidades calvinista, luterana y judía. En sus Memorias el cardenal señala que, después de su famosa alocución radiofónica del día 3 de noviembre, fue felicitado por Zoltan Tildy por la gran ayuda que acababa de prestar con mis palabras al nuevo Gobierno nacional. Sin embargo, ni una sola voz de aliento y simpatía hacia Nagy pronunció expresamente Mindszenty en aquel discurso. Cierto, hizo algunos llamamientos en la misma línea que el Gobierno, como la petición de la vuelta al trabajo, la aprobación de la neutralidad y la condena de las venganzas privadas.
Sin embargo, estos contenidos quedaban muy diluidos en el conjunto de un mensaje donde también se negaba legitimidad al Gobierno democrático de 1945; se pedían elecciones bajo control internacional, situándose el primado al margen de los partidos y por encima de ellos; se defendía el derecho de propiedad equitativamente limitado por los intereses sociales, y la preocupación por preciadas instituciones con un gran pasado, concluyendo el cardenal con la petición del restablecimiento inmediato de la libertad de enseñanza religiosa, así como la restitución de las instituciones y asociaciones de la Iglesia católica, incluida su prensa. El primado habló, en definitiva, sin tener en cuenta que durante su encierro se habían firmado en 1950 unos acuerdos que regulaban las relaciones entre la Iglesia y el Estado. Pocos días más tarde, sin embargo, en la primera entrevista que concedió a los periodistas en la embajada de EE.UU. donde se refugió, Mindszenty declaró: “Sólo el gobierno de Imre Nagy es el legal húngaro. Kadar ha sido impuesto por el extranjero. Rechazo su Gobierno como ilegal”.
En el momento en que Nagy cayó en desgracia, preparó unos “Memorandum” para el Comité Central y para Andropov, entonces embajador de la Unión Soviética en Hungría, con objeto de justificar su actuación anterior. Las ideas reformistas que allí se defendían alertaron a sus adversarios estalinistas, que vieron la amenaza que aquéllas representaban para el sistema de partido único, tal vez en mayor medida que el propio autor. Nagy se refería, en efecto, a un régimen de democracia popular que tuviera en cuenta los ideales de la clase obrera, en el cual la vida pública se basaría en fundamentos éticos, y en los cuatro principios políticos siguientes: la separación de los poderes del Estado y del partido; la reorganización de la administración del Estado con un criterio descentralizador; la potenciación del Parlamento y del Gobierno, con menoscabo del poder del partido; y, finalmente, la reorganización del Frente Popular en la línea que apuntó en 1954. No menos heterodoxo se manifestó Nagy en política exterior: Nuestro país –decía- debe evitar la participación activa en el conflicto entre bloques.
Dichos Memorandum encerraban toda una teoría política que Nagy aplicará hasta sus últimas consecuencias cuando opte abiertamente por la Hungría real. Según Feher y Heller, Nagy había firmado la solicitud de ayuda al ejército soviético, y su primer comunicado al país (24 de octubre), aunque sin incurrir en las amenazas pronunciadas por Geröe y Kadar, calificaba a los trágicos sucesos de contrarrevolucionarios. Muy probablemente fuera esa la reacción instintiva de un viejo bolchevique con casi cuarenta años de militancia. Pero a partir de entonces, Imre Nagy decidió frenar desde el poder la solución estalinista de aplastar violentamente el movimiento, legitimando su gobierno en la manifestación del 23 de octubre (base de la nueva situación, dirá Kadar el 1 de noviembre), que había acabado con el sistema impuesto y legalizado en la Constitución de 1949. Así pues, la composición del Gobierno del 26 de octubre demostró el afán que todavía animaba a Nagy de apaciguar a los insurgentes sin intranquilizar al Kremlin. Así, aunque excluyó a algunos rakosistas, mantuvo a otros en puestos clave de la administración e hizo entrar en el gabinete a personalidades de destacada significación, como los comunistas F. Münnich y Georg Lukács, y a algunos de los líderes de la política anterior a 1948, como Z. Tildy, Bela Kovacs y F. Erdei. Tal composición no presagiaba el anuncio de las reformas que se hicieron públicas en el comunicado del día siguiente. Aparte de que ya el movimiento popular dejaba de ser considerado como una contrarrevolución, el Gobierno prometía discutir las reivindicaciones elaboradas por los Comités revolucionarios y Consejos Obreros, cuya existencia era reconocida en el nuevo marco político.
A partir de esta fecha, y hasta su caída, la solidaridad de Nagy con el pueblo fue en aumento, a pesar de algunas manifestaciones de violencia indiscriminada hechas por las masas, cuyo exponente más trágico fue la masacre ante el Centro del Partido Comunista de Budapest ocurrida el 30 de octubre, en la que resultó muerto, entre otros, el nagysta Imre Mezö. Ese mismo día, Nagy reconoció lo que venía siendo un hecho desde el 23 de octubre, el final del partido único, y anunció un Gobierno de coalición, semejante al de 1945, y el inicio de conversaciones con la Unión Soviética para la evacuación de sus tropas.
Finalmente, los últimos tanques soviéticos salieron de la capital el 31 de octubre, pero no del país, ya que -según explicaron Mikoyan y Suslov- su presencia no era un asunto bilateral entre Hungría y la URSS, sino que concernía a todos los signatarios del Pacto de Varsovia. Los pasos siguientes fueron declarar la neutralidad de Hungría, acordada por el Gobierno y la directiva del Partido el 1 de noviembre (Kadar abandonó la capital a las pocas horas con rumbo desconocido), y denunciar el Pacto. Mientras sucedían estos acontecimientos en la capital, nuevas tropas soviéticas empezaron a entrar en el país sin haber mediado en esta ocasión petición alguna por parte del Gobierno nacional. No obstante, aún quedaban dos días durante los cuales Hungría vivió el sueño de ser un país libre, independiente y neutral, pareció que se recobraba la normalidad, y los partidos políticos de 1945 comenzaron a reorganizarse.
Esta segunda invasión soviética de Hungría se vio facilitada en el contexto internacional al coincidir con la acción francobritánica contra Suez, que suscitó graves divergencias entre Washington y sus principales aliados en Europa. A pesar de las declaraciones del presidente Eisenhower en favor de la causa húngara, y de la propaganda norteamericana que sembró la esperanza en los ánimos de los revolucionarios de una ayuda de Occidente, los EE.UU. no hicieron nada más que plantear, sin mucha convicción, el problema en el Consejo de Seguridad de la ONU, y facilitar la acogida de refugiados. Los acuerdos de Yalta estaban vigentes y limitaban su esfera de acción al ser Hungría un asunto del bloque oriental. Y ninguna de las grandes potencias estaba dispuesta a correr riesgos innecesarios sometiendo a revisión el statu quo surgido de la Segunda Guerra Mundial.
Ante tales circunstancias, el inoportuno ataque anglo-francés contra Egipto a partir del 31 de octubre con el pretexto de la nacionalización del canal de Suez, proclamada por Nasser a finales de julio, esfumó las esperanzas de una ayuda occidental a Hungría al romper la unidad de los países de la OTAN, situar a la URSS y EE.UU. en el mismo bando de defensa de la paz mundial, y desacreditar en adelante cualquier manifestación prohúngara proveniente de las agresoras Gran Bretaña y Francia. La invasión militar soviética de Hungría fue también apoyada por la casi totalidad de los partidos comunistas de los países occidentales, incluyendo el PCE que acababa de diseñar su política de “reconciliación nacional”. Pero provocó una gran indignación en muchos de sus militantes, especialmente entre los intelectuales franceses que dedicaron un número extraordinario de la revista Les Temps Modernes (n 129/130/131, nov 1956, ene 57) a la revolución de Hungría. En él se afirmó sin ambages que octubre del 56 no fue un levantamiento de la chusma ni un motín contrarrevolucionario, sino un acontecimiento profundamente enraizado en la denuncia de la política estaliniana. Por entonces, grupos minoritarios pero muy activos de filiación trotskista y anarquista, ya habían desarrollado una amplia campaña de solidaridad con los consejos obreros.
Consciente de lo que estaba en juego, el último gobierno de coalición formado por Nagy hizo público el 3 de noviembre su firme propósito de impedir la restauración del capitalismo en Hungría, pero también de defender con el mismo ahínco las conquistas de la revolución, en particular la independencia nacional, la neutralidad y la construcción del socialismo sobre una base democrática. En aquel gabinete, los comunistas disidentes estuvieron representados por Losonczy, Maleter y el propio Nagy; los Pequeños Propietarios por Tildy, Kovacs y Szabo; los Socialdemócratas por Anne Kethly, Kelemn y Fischer; y los Nacional Campesinos (reconvertidos en Partido Petöfi) por Bibo y B. Farkas. La inclusión en el Gobierno del nombre de Kadar era totalmente ilusoria, porque para entonces ya se conocía su salida de Budapest, junto con Apro, Münnich, y otros. Pocas horas antes de formar este Gobierno, Nagy había comunicado al secretario general de la ONU la entrada de las tropas soviéticas en Hungría, y solicitó su mediación para negociar con la URSS, con la que trataba inútilmente de llegar a un acuerdo a través de su embajador, Andropov. La delegación húngara -F. Erdey, P. Maleter, I. Kovacs y M. Szücs-, que finalmente se desplazó a Tököl el 3 de noviembre para negociar con los soviéticos, fue detenida allí mismo, apenas comenzada la entrevista.
Esta segunda y definitiva invasión militar se puso en marcha, y en las primeras horas del 4 de noviembre los tanques soviéticos entraron en Budapest. Imre Nagy y algunos de sus colaboradores se refugiaron, en vano, en la embajada de Yugoslavia, mientras en el edificio del Parlamento quedó István Bibo como único representante del gobierno legítimo húngaro. A él le correspondió formular en la madrugada del día de la intervención la última declaración de que Hungría no pretendía seguir una política antisoviética sino coexistir en una comunidad de naciones libres del Este de Europa cuyo objetivo sea fundar sus vidas sobre la base de los principios de libertad, de justicia y de una sociedad libre de explotación.
Nagy concluyó con una desesperante petición de ayuda a las grandes potencias y a las Naciones Unidas en favor de la libertad del pueblo húngaro. Antes de terminar aquel día, las emisoras del este de Hungría difundieron comunicados de Münnich y de Kadar, anunciando su ruptura con Nagy y la fundación de un gobierno revolucionario obrero y campesino en la ciudad de Szolnok que, además de solicitar la ayuda soviética, incluía en su programa casi todos los puntos del Gobierno anterior, salvo lo referente a las elecciones libres, pluripartidismo y neutralidad. El 23 de noviembre de 1956 Imre Nagy y sus allegados fueron sacados de la embajada yugoslava y deportados a Rumania, no obstante haber prometido Kadar a Tito su liberación. En un proceso secreto, Nagy fue acusado de alta traición por conspiración, complicidad con los crímenes contrarrevolucionarios y abrogación del Tratado de Varsovia. El 16 de junio de 1958 fue ejecutado, junto a Pal Maleter, Jozsef Szilagyi y Miklos Gimes (Geza Losonczy había muerto ya en la cárcel). Yugoslavia volvió a protestar contra la violación de las garantías que Kadar había dado de forma solemne, y muchos intelectuales de todas las tendencias militantes socialistas y comunistas expresaron igualmente su indignación en Europa occidental.
El régimen neoestalinista de Kadar, después de una primera etapa de brutal represión, se fue consolidando en los años siguientes. El partido -ahora llamado Socialista y Obrero- recuperó su papel de control sobre el Estado y la sociedad, y los húngaros se vieron obligados a aceptar con resignación, una vez más en su historia, el fracaso de una revolución.
Gracias a la coyuntura mundial favorable de los años sesenta, a la ayuda económica de la Unión Soviética y a la flexibilidad introducida en el sistema de planificación, el Gobierno fue capaz de mejorar sustancialmente el nivel de vida de las gentes, sobre todo en comparación con los otros países de Europa del Este. La estabilidad del régimen quedó asegurada por un sistema de opresión que abandonó el estalinismo más duro, y se aplicó únicamente a los que desobedecieran las órdenes del Gobierno. La divisa kadarista, según la cual quienes no están contra nosotros están con nosotros permitió ensanchar la base social del sistema, y hacer emerger un consenso basado en parte en la templanza de las fuerzas revolucionarias, y en parte en la mejora material de las masas despolitizadas. Dentro del bloque oriental, la Hungría de Kadar se convirtió en un país relativamente “liberal”, pero la crisis no se hizo esperar, y cuando la burocracia soviética hizo quiebra, el “kadarismo” tuvo los días contados.
Doce años más tarde, el sueño de un socialismo con “rostro humano” reaparece en la “primavera de Praga”. Como los húngaros de 1956, los líderes del partido pertenecen a la tradición “bujarinista” y como en Hungría, el pueblo hace propia las propuestas autogestionarias hasta que Breznev, pretextando una “infiltración trotskista” se impone por los tanques. El último sueño autogestionario lo representó Solidarność, pero ya nadie creía que la historia pasaba por ahí. Entonces creyeron el espejismo del “capitalismo con rostro humano”, que se podía optar por una democracia como la que los trabajadores y la socialdemocracia había logrado en países como Suecia. No podían estar más equivocados, pero lo cierto es que el rechazo al estalinismo (el “comunismo”) se hizo omnipresente en beneficio del neoliberalismo, el nacionalismo reaccionario y de su mano derecha, la Iglesia conformada por Wojtyla.

Pepe Gutiérrez-Álvarez

Anexo bibliográfico. Entre las diferentes aportaciones que se han publicado entre nosotros sobre Hungría de 1956 el más clásico es el del socialista heterodoxo François Fetjö, Hongria 1956. Socialisme i llibertat, aparecida en Edició de Materials (una editorial muy ligada al Frente de Liberación Popular (FLP)) con prólogo de Jean-Paul Sartre, que data de 1966. El otro trabajo de Fetjö, Budapest, l´insurrection. La première revolution antitotalitaria (Comlexes, Paris, 1990), ya no fue editado, aunque sí lo había sido su Historia de las democracias populares, 1953-1970 (2 vols, Ed. Martínez Roca, Barcelona, 1971). Tampoco lo fue el conocido trabajo del militante comunista británico, Peter Frye, La tragedia húngara, que empero sí lo ha sido en Buenos Aires por el CEIP-IPS con el titulo de Hungría del 56. Esta misma editorial tradujo La revolución húngara de los consejos obreros, de Pierre Broué. En fechas más recientes se han publicado aquí dos libros ciertamente importantes sobre la historia húngara, Los hermanos Rajk, de Duncan Shiels, y sobre todo En nombre de la clase obrera. Hungría 1956: La revolución narrada por uno de los protagonistas, de Sándor Kopácsi (El Viejo Topo, Barcelona, 2008, 405 págs), sin lugar a dudas el trabajo más importante y elaborado sobre aquellos acontecimientos.

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