domingo, septiembre 23, 2018

La revolución alemana que pudo hacer posible el primer socialismo



Estamos trabajando ya para principios del año que entra, el mismo en el que se cumple el centenario de la revolución de los consejos obreros en Alemania, y cuya derrota significó, entre otros desastres, el aislamiento de la atrasado y empobrecida Rusia soviética, así como el prólogo e da la victoria de nazismo, dos acontecimientos en que se encuentran de pleno sendos vasos comunicantes. Cabrá esperar que este aniversario sirva para repensar la revolución como lo ha permitido el aniversario de la revolución rusa de Octubre de 1917, sobre la que se han realizado encuentros, debates, jornadas de estudios, ediciones múltiples.
El estallido de la Primera Guerra Mundial fue una tragedia para los trabajadores. En Alemania, en agosto de 1914, el desencadenamiento del nacionalismo y del chovinismo no excluye a la socialdemocracia. El “socialchovinismo” rechazado por los internacionalistas tenía en realidad raíces bastante profundas en este partido. Su líder y principal fundador, August Bebel, autor de un magnífico libro sobre La Mujer, había mostrado el peso de la influencia “patriotera” cuando, ya en 1912 se había declarado dispuesto a tomar el fusil “para defender nuestro pueblo contra el despotismo: ruso…”. No se trata de un fenómeno aislado. Mientras que en las publicaciones del partido y en particular desde la “Neue Zeit“, el célebre órgano teórico dirigido por Karl Kautsky, se preconiza constantemente el internacionalismo, eso sí un poco abstracto, pero eso era muy habitual en todo el movimiento obrero. La “idea de la nación” se abre también camino en el interior del movimiento. Algunos intelectuales, agrupados en torno a la revista “Sozialistische Monatshefte”, obran activamente en este sentido. Sus principales representantes, Cohen-Reuss y Joseph Bloch, admiten con cierta reserva incluso la política colonial del Gobierno y critican únicamente algunos de sus “excesos”, pero en sus denuncias apuntaban más contra los británicos.
Los trabajadores se encontraban particularmente influidos por la actitud general del partido y de las organizaciones sindicales. El radicalismo totalmente formal que sigue siendo la línea oficial del movimiento y que impide que los grandes problemas de la época -la guerra, el imperialismo, el papel internacional de Alemania- puedan ser cuestionados seriamente (salvo por algunos muy raros intelectuales) permitirá que este vasto movimiento se encuentre absolutamente desarmado ante el gran cataclismo que va a trastornar a la sociedad. Los numerosos cuadros permanentes, sobre los cuales descansaba el movimiento y que son muy fieles a la organización, se hacen una idea bastante simple del mundo que les rodea: no piensan, en realidad, que la socialdemocracia, ante la hostilidad cotidianamente reafirmada del feudalismo y de la burguesía, pueda llegar jamás a tomar las responsabilidades de gobernar.
De hecho, casi toda la literatura socialista de la época testimonia un profundo fatalismo. Los dirigentes del partido permanecen adheridos al radicalismo verbal, pero también muestran una gran comprensión frente al “reformismo” cotidiano. Ellos serán los principales artesanos del repliegue del movimiento sobre sí mismo. De un cierto aislacionismo: destinado a preservar las organizaciones socialistas y sindicales. Están preocupados por evitar un choque demasiado brutal con el orden dominante, de algo incontrolado que les exponga a una verificación de la visión vaga e idealista de la alternativa que creen representar. Ésta y no otra es su preocupación esencial. Al mismo tiempo, se conserva cuidadosamente el vocabulario radical, revolucionario. Esto explica la impresión, para los observadores de la época, de que este gran movimiento, mantenido firmemente al margen por las autoridades y denunciado como incurablemente “subversivo”, se planteaba como tarea inmediata el derrocamiento de las estructuras sociales y de la sociedad.
Cierto es que, mucho antes del comienzo de la Primera Guerra Mundial, el ala marxista revolucionaria de la socialdemocracia había criticado ya violentamente la política del verbalismo, había negado que “el período tranquilo” pudiese prolongarse eternamente. Dicha corriente revolucionaria que se inspira, a veces, en las enseñanzas de la revolución rusa de 1905 y en los enormes movimientos huelguísticos de la época, y se expresa en dos libros clásicos de Rosa Luxemburgo, Reforma o revolución, y Huelga de masas, partidos y sindicatos. La dificultad radica en que, al querer definir de manera más precisa su proyecto revolucionario, a una dificultad considerable: la de que la sociedad alemana, con todo y ser retrógrada en sus estructuras políticas, en su comportamiento respecto a las fuerzas obreras crecientes, está fuertemente marcada por el extraordinario crecimiento de las fuerzas productivas, por el fantástico desarrollo de la industria, que proporciona innegables posibilidades de promoción a la clase trabajadora.
La pregunta es, ¿cómo, en estas condiciones, elaborar un proyecto socialista que se adapte a estas estructuras, y cómo no sucumbir a la tentación de un revolucionarismo puramente verbal? A esta dificultad objetiva se encuentra constantemente enfrentada el ala izquierda del partido, obligada, a lo largo de su tentativa, a admitir su impotencia, ya que el movimiento es “reformista” en sus profundidades, dispuesto a disolver la contra sociedad que él forma ya unirse al mundo exterior, es decir, a la sociedad tal como es, a condición de que se pueda arreglarla e introducir el bienestar y la democracia política. El fracaso del ala izquierda del movimiento se explica por esta contradicción entre la voluntad revolucionaria de una minoría débilmente anclada en la socialdemocracia y la realidad reformista.
Aunque derrotado en los debates teóricos, el curso de los acontecimientos demostrará que, al contrario que la izquierda, el “revisionismo” está situado en “el sentido de la historia”. Su creciente implantación se explica, en lo esencial, la evolución ulterior del movimiento socialista en Alemania: la adhesión a la guerra, expresión a la vez del deseo de formar cuerpo con la nación y de la esperanza -o ilusión de aprovecharse de ello en el plano político y social, despeja el camino para el reformismo, e inaugura al mismo tiempo la política de la “paz cívica”; es más, el revisionismo práctico ha acabado desbordando al propio Eduard Bernstein, profundamente pacifista, debería desaprobar por razones morales la orientación de los dirigentes del partido como expresión moderada de ciertos socialistas, poco numerosos al principio, que adoptaron la misma de oposición pasiva. Ni hubo, como lo creyeron, en especial Lenin que tenía el referente alemán como intachable hasta 1914, una ruptura radical con la tradición. Hubo una ruptura en la situación, y una continuidad en los métodos. La guerra no hizo sino revelar más claramente la verdadera orientación del movimiento socialista.
Todavía, a principios de la Primera Guerra Mundial, los socialdemócratas alemanes estaban desorientados. Ciertamente, durante los años que precedieron al cataclismo, habían levantado su voz para estigmatizar el “lenguaje fuerte” de Guillermo II y para denunciar a los ilusos que pensaban que se iba una “guerra fresca y alegre”. Al igual que los representantes de otros partidos de la Internacional Socialista, los socialistas germanos habían prestado toda clase de juramentos por la paz. En todos sus papeles y discursos afirmaban que se opondrían a la guerra con todas sus fuerzas. Incluso llegarían hasta desencadenar una huelga general para impedir la “matanza general”. En Basilea, en 1912, con ocasión de una conferencia internacional de los partidos socialistas, habían unido sus voces a las de sus camaradas extranjeros en este sentido, y nadie lo dudó. Pero la historia no fue así. A la hora de la verdad de agosto de 1914, cuando los acontecimientos se precipitaron de forma trágica y sorprendente, se puso en evidencia que no existía identidad entre el concepto teórico y la realidad profunda del movimiento. Su mayoría mostró su tendencia irresistible hacia la integración.
El viejo internacionalismo verbal que predicaba el entendimiento entre los pueblos, la paz entre los países, el que denunció las tendencias militaristas y los preparativos de una guerra de anexión, busca su acomodo entre el torrente monárquico-patriotero. Salvo la minoría internacionalista, la sociedad de los trabajadores socialistas no se había preparado por contrarrestar la oleada bárbara que se desencadenó sobre el país. No supo como oponerse a esta corriente nacional que acabó sumergiendo a todas las clases, a darla la primacía a los “héroes”, y causar el éxtasis de la intelligentzia, como sería el caso distinguido del sociólogo Max Weber que habló “de esta maravillosa guerra”, y del mismísimo Thomas Mann que proclamó que ya no admitiría más que los “valores alemanes”. Luego, no todos se arrepintieron como el autor de “Los Bundebroock”.
Los socialdemócratas y los sindicalistas establecidos, así como la mayoría de las asociaciones obreras, con algunas excepciones, se sintieron identificados con el discurso de su portavoz que declaró en los primeros días en los que se lamenta que las negociaciones no hayan resultado, para situar la responsabilidad en el enemigo, y acabar hablando de un pueblo que dará su sangre en la lucha por la libertad. Es más, cuando tienen lugar la proclamación en favor de la Unión Sagrada, les llega un sentimiento que antes no tuvo ocasión de manifestarse tan claramente: “Por fin el régimen se decide a reconocer a nuestro movimiento como a un interlocutor válido», exclama un diputado socialista.
El canciller Bethmann-Hollweg se declaró feliz por la “evolución de la socialdemocracia”, y no dejó de traslucir su satisfacción. Explicó que contrariamente a lo que se ha dicho, la socialdemocracia no había establecido ningún “pacto”, secreto o no, con el Gobierno. No ofreció su apoyo al esfuerzo de guerra para obtener a cambio la promesa de la creación de “una Alemania más social y más democrática”. Pura y simplemente, la mayoría del movimiento obrero alemán, anteriormente rechazado por la jerarquizada sociedad bismarckiana, considerado como un cuerpo extraño por un régimen dominado socialmente por los industriales, por los Junker y las antiguas castas aristocráticas, se aferró ávidamente a la “oportunidad” que les daba la Historia, de escapar a la marginación política y de formar parte de la patria.
Este fue el espíritu con que Ebert, Scheidedemann y Legien, gerifaltes del partido socialista y de los sindicatos, actuaron en 1914, y lo seguirían haciendo después. Habían cruzado el Rubicón en un camino opuesto al del socialismo y la libertad, y se sintieron respaldados por la gran mayoría de la clase obrera y de sus adheridos. De todos los diputados del Reichstag, solamente los jóvenes Karl Liebknecht y Otto Rühle (el autor de “La piscología del niño proletario”), votaron en contra de los créditos de guerra. La calle estaba literalmente ocupada por la corriente nacional-imperialista. Los internacionalistas fueron apartados como “lunático”, como un “cuerpo extraño”. Esta minoría persistió, sin conservar otros apoyos que los del ala radical del movimiento, enraizada esencialmente en Berlín, en Bremen, en varias ciudades de Sajonia, y sobre todo en Leipzig. Se había impuesto la “comunidad nacional”, cuyo elogio hicieron todos los representantes del Gobierno imperial, los portavoces de todos los partidos, incluyendo ahora el socialdemócrata. Semejante unanimidad llevó al emperador Guillermo II a proclamar: “No conozco a los partidos, conozco sólo alemanes”.
Obviamente, para Karl Liebknecht y Rosa Luxemburgo, esta actitud de los dirigentes socialistas no podía dejar de aparecer como la expresión de una traición respecto a los ideales del socialismo, respecto a la doctrina enseñada a lo largo de todos los años que habían precedido a la guerra. Pero la gran masa de la clase obrera hizo indiscutiblemente causa común con sus dirigentes, otra cosa es que esto no les justifica de ninguna manera. Para los trabajadores menos conscientes, rechazar el orden existente es una cosa, pero tener que hacer además con los líderes que hasta el momento habían estado con ellos, resulta doblemente arduo. Está claro que el concepto de “traidores” resulta insuficiente, no contribuye a la explicación del porqué ya que el “socialchovinismo” se situaba en todos los niveles, incluyendo a los socialistas de los demás países. En realidad, la actitud patriótica de la población obrera, reflejo de su deseo profundo de ser «admitida” en el seno de la nación y de ser librada de su aislamiento moral, tan difícil de soportar, fue, al comienzo de la “Gran Guerra”, la expresión más profunda de la mentalidad dominante en un movimiento más atraído por los cambios parciales que por una nueva sociedad.
Pero ahora venía otra pregunta, si se trataba de mejores parciales, ¿en qué la guerra y la Unión Sagrada iban a permitir dichas mejoras, las reformas sociales y políticas que hasta la derecha repetía? Salvo los más lúcidos, todo indica que para la mayoría de los líderes socialistas y burócratas sindicales, dichas reformas tendrían que llegar. La guerra, que ellos no habían querido, pero que había aceptado hasta el extremo de convertirse muchos de ellos en voluntarios entusiastas, tenía que ser para mejorar la situación social, aunque no se planteaban el precio. Seguían pensando que todo llegaría gradualmente, ni imaginaban todo lo que estaba por llegar.
La guerra y sus desastres trajeron la revolución. Esta tuvo lugar la semana del 4 al 10 de noviembre de 1918. El estallido revolucionario alemán, protagonizado por miles de trabajadores y soldados, supuso de entrada el derrocamiento coyuntural de la antigua autoridad y su sustitución. Alemania pasó de una dictadura militar a una república de consejos de trabajadores y soldados, como elementos -todavía embrionarios, sin un proyecto común como habían sido los soviets en Rusia- de un nuevo orden. Esa revolución, según Haffner, no fue en primera instancia ni socialista, ni comunista, aunque ambos partidos estaban en todas partes. Fue inicialmente republicana y pacifista y, sobre todo, antimilitarista, los soldados rusos y alemanes confraternizaron en muchos frentes. Alemania estaba perdiendo la guerra y las ilusiones del verano de 1914 habían dejado paso a un profundo pesimismo. Los nuevos órganos de gobierno y dirección no eran ni espartakistas ni bolcheviques, no lo podían ser, el partido de la revolución estaba muy por debajo de las circunstancias. El papel central lo jugaron los que inicialmente e4staban en mejores condiciones para hacerlo: los socialdemócratas. Los mismos que habían apoyado el esfuerzo de guerra.
Medio año después, la revolución, cuyo objeto principal había sido terminar con la guerra y derrocar al poder militar ya la monarquía (lo que significaba, de paso, el arrumbamiento de las clases dirigentes), se había quedado a mitad de camino, sus líderes más reconocidos, Rosa Luxemburgo, Karl Liebknecht y Leo Jogiches, habían sido asesinados por tropas comandadas por el “socialista” Gustav Noske. No lo hicieron en nombre del pasado, hablaban de una revolución, otra revolución, la intermedia, la que traería la paz y la concordia. Lo que sí trajo fue una “ola de derechas” llevaría a ese país primero a la República de Weimar, y un poco más adelante al III Reich.
El historiador alemán Sebastián Haffner -cuya obra Historia de un alemán fue un éxito impresionante de ventas en su país- explica en su historia de la revolución que ésta, más que vencida, la revolución fue traicionada, no fue otra cosa lo que clamaron espartakistas y anarquistas en su momento. A la pregunta de ¿por quién?, La respuesta es elemental: por los dirigentes del Partido Socialdemócrata Alemán (SPD), a cuyo frente estaba Friedrich Ebert y el sanguinario Noske que, según el autor, hubiera estado mejor alistado en las filas del nacionalsocialismo que en las de la socialdemocracia. Los mismos que se habían apuntado a la “integración” cuando las calles estaban llenas de patriotas, lo volvieron a hacer cuando las calles estaban llenas de trabajadores en armas. Pero su lenguaje era ahora diferente, ahora la “integración” pasaba por la promesa de una “república socialmente avanzada”, un recurso que el estalinismo emplearía años más tarde para contrarrestar la revolución española.
La historia es conocida por los que nos hemos formado en las lecturas de la historia social, pero seguro que ya no lo es tanto. El “socialista” Ebert dijo que odiaba a la revolución “como al pecado”, refiriéndose a la revolución socialista, la misma que teóricamente defendían los programas y los estatutos de su partido, y de la que se hablaba en los mítines en los “barrios rojos”. Pero esa revolución era todavía precipitada, significaba romper con las normas sociales liberales, y con la intención de encauzarla hacia la nada, los dirigentes de la socialdemocracia prometieron hasta el último minuto fue para ellos un asunto que había que dejar “para mañana o pasado mañana”. De momento había que consolidar la democracia, por lo que la revolución nunca estaba en el orden del día. Cuando los obreros preguntaban, respondían que la revolución “llegaría” en algún momento; no era algo que se improvisaba. Había una primera etapa de consolidación democrática, la revolución llegaría en la etapa siguiente.
Cuando llegó no la reconocieron. Esta no es. Ante la incomodidad de la dirección del SPD, Ebert tomo partido de forma visible por el bando de la restauración del orden, aunque este orden significara el asesinato de Rosa, Karl y Leo, unos “excesos inevitables” según los actuales historiadores instalados, nos lo explicaba el amigo Rainer Torsstorff en las jornadas de la fundación Andreu Nin sobre los hechos de mayo, tan familiares. Ebert y sus amigos querían salvar exactamente lo que la revolución pretendía destruir: el antiguo Estado y la antigua sociedad, y se pudieron al frente de la vía “intermedia” con el apoyo de los Junkers y de la vieja sociedad que había perdido la iniciativa, y que no tardaría en recuperarla. En dicha recuperación no se detuvieron hasta que auspiciaron el ascenso del nazismo. En ese tramo trágico la socialdemocracia jugó la carta “constructiva” y “legal” hasta el final, hasta el extremo de votar a favor de los plenos poderes que Hinderburg decidió otorgar a Hitler. Este encabezaba un partido minoritario, nada comparable a lo que podía haber sido una coalición socialista-comunista, pero estos últimos -siguiendo los criterios de Stalin- habían optado con hacer antes la guerra a la socialdemocracia. Lo demás ya se sabe, o se debería saber.
Con su libro, Haffner ha tratado de combatir tres leyendas sobre un acontecimiento histórico que se ha tergiversado. En primer lugar hubo una auténtica revolución la hubo y, como hemos descrito, la sofocaron Ebert y la dirección socialdemócrata. La segunda leyenda señala que lo ocurrido en 1918 no fue la revolución proclamada en los cincuenta años anteriores por la socialdemocracia, sino una revolución bolchevique, una leyenda fraguada por la historiografía socialdemócrata y retomada oportunistamente por el comunismo oficial para atribuirse una gloria que no les correspondía; mediaba un abismo entre los comunistas de principios de los años veinte con el que llevará a cabo la política del socialfascismo. Los primeros tenían el habito de los debates y la confrontación de las tendencias, los otros se habían alineado con el “marismo-leninismo” codificado por los “profesores rojos” al servicio de Stalin.
Las mejores páginas del libro de Haffner son las destinadas a analizar el papel secundario de mitos como Karl Liebknecht, Rosa Luxemburgo y Leo Jogiches, sobre los que el libro de María Seideman ofrece un retrato fehaciente y emocionante. En ellas describen la ignominia de su asesinato, y sus dificultades para encabezar el proceso revolucionario. El partido de las tres L (Luxemburgo, Liebknecht, Lenin), contaba con los mayores símbolos de una revolución que les había cogido sin tiempo para estar a la altura de las circunstancias. Este atraso es un factor inexcusable para situarse en los debates sobre el “leninismo” y el “luxemburguismo”, debate que normalmente se desplaza hacia las normas organizativas, así lo hace por ejemplo el Daniel Guerin luxemburguista.
La tercera leyenda según Haffner fue que la revolución tuvo la culpa de que Alemania perdiese la guerra y que apuñaló por la espalda al victorioso Ejército que luchaba en el frente; nada más incierto. La guerra ya estaba perdida cuando estalló la primera revuelta en Kiel, esta leyenda sin embargo fue uno de los grandes argumentos del nazismo La gran paradoja fue que los socialpatriotas, que todavía gozaban del apoyo de la mayoría de la clase obrera organizada, tuvieron que administrar con lealtad “a las instituciones” la derrota de un ejército en el que los soldados ya no creían en sus oficiales. Cuando en 1920 se firma el Tratado de Versalles y la “ola de derechas” se ha instalado en la sociedad alemana, los socialdemócratas acabarían siendo acusados de traición por la burguesía contrarrevolucionaria a la que habían salvado de la revolución.
Recuerdo que hace años, Salvador Giner declaraba que sí había una corriente política “inocente” de los grandes crímenes del siglo XX, esa era la socialdemocracia. Obviamente, se olvidaba de la “Gran Guerra” y del socialimperialismo, de cuando empezó todo. Fueron los principales responsables del aislamiento de la revolución rusa, o sea del primer factor generador del estalinismo, y encauzaron hacia la derrota unos procesos revolucionarios -el de los consejos obreros en Alemania, Hungría e Italia-, que no acabaron en sistemas democráticos consolidados sino que, por el contrario, abrieron el camino al nazi-fascismo. Y en prueba de lo dicho, están estos dos libros a los que el lector puede añadir una amplia bibliografía, desgraciadamente no siempre asequible, pero a la que me referido en algunos artículos aparecidos en Kaosenlared, por ejemplo, en las semblanzas biográficas de Clara Zetkin y Rosa Luxemburgo, y en otro sobre las posiciones de Trotsky ante el ascenso del nazismo….Una historia que nos sigue acondicionando especialmente en un momento en el que se trata de comenzar de nuevo.

Pepe Gutiérrez-Álvarez

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