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viernes, octubre 19, 2018
Rudyard Kipling, los discursos de un hombre que dudaba y sufría
Muchos se preguntan si es posible ser buen escritor siendo una mala persona, en general, o habiendo estado profundamente equivocado. La tentación del presentismo al juzgar es demasiado fuerte, y es difícil no haber caído en ella alguna vez. Sucede hasta con el escritor y poeta británico nacido en Bombay en 1865 Rudyard Kipling. Pero para conocerle bien y abandonar juicios rápidos, llamativos y descontextualizados, nada como leer la recopilación de sus discursos que acaba de sacar la editorial malagueña La Dragona.
Con Rudyard Kipling tuvimos uno de los casos más precoces del debate que enfrenta a grandes escritores de ficción con sus posiciones públicas en su momento histórico. Pensemos en el francés Louis-Ferdinand Céline , uno de los grandes narradores del siglo XX, cuyos fastos por el 50 aniversario debió suspender el Gobierno francés en 2011 tras el escándalo surgido por el recuerdo de su feroz antisemitismo. O en el noruego Knut Hamsum , premio Nobel de Literatura en 1920, también filonazi y por tanto dejado de lado cuando se trata de reivindicar grandes obras literarias. El nazismo es el mal absoluto, pero este debate no ha surgido sólo con opiniones públicas relativas a esta etapa histórica. Muchos se preguntan si es posible ser buen escritor siendo una mala persona, en general, o habiendo estado profundamente equivocado. La tentación del presentismo al juzgar es demasiado fuerte, y es difícil no haber caído en ella alguna vez.
La polémica kiplingniana se resumen en su famoso poema The White Man’s Burden , en el que parece defender el colonialismo en virtud de “la carga del hombre blanco” que, en su opinión, desde Occidente se debe sostener como noble y altruista empresa en favor de las “razas inferiores”. Es una idea que se actualiza periódicamente en relación a Occidente con Oriente –y América Latina–. Muchos críticos del sistema actualizan permanentemente la idea de la sumisión, de “las venas abiertas” de un mundo esquilmado en beneficio de unas potencias ricas para las que Kipling habría encontrado una poderosa coartada moral.
La vida y la obra del nobel de Literatura de 1907 son mucho más complejas y ricas que esta simplificación habitual. También van mucho más allá de sus maravillosas narraciones de aventuras con las que estamos familiarizados desde la infancia, como El libro de la selva o Kim . Pasados los años, en el cine nos entusiasmamos con la adaptación de su relato El hombre que pudo reinar que John Huston rodó en 1975 con Sean Connery y Michael Caine. Kipling había nacido en Bombay en 1865, y es por tanto hijo del Imperio británico y su retórica victoriana. ¿Cómo culparle con nuestra mirada posmoderna sin incurrir en flagrante injusticia? Es fácil caer en la tentación, y no hay penitencia más llevadera que leer toda su obra y sus declaraciones para expiar nuestra falta injusta.
Los discursos de Kipling
A eso nos ayuda ahora la editorial malagueña La Dragona , heredera directa de la más veterana Miguel Gómez Ediciones, de la misma ciudad. La capital de la Costa del Sol es uno de nuestros centros históricos de la edición, y de ello da cuenta la reciente compilación de los discursos de Kipling que La Dragona acaba de publicar, con impecable traducción de Marta Gámez . El libro, prologado con elegancia por Ignacio Peyró , lleva por nombre escueto Discursos , y se presentó en Málaga el 5 de octubre. Los editores y el prologuista tuvieron la amabilidad de invitarme a participar, algo que me hizo especial ilusión por ser ellos –por un lado– pulcro editor y genial traductora, y –por otro–, gran escritor y buen amigo. Y por presentarse el libro en la malagueña Librería Luces, donde trabajé como librero allá por 2005 cuando estudiaba. Me queda por pensar bien y escribir cuánto influyó mi primer empleo allí en mi vida profesional posterior.
Como explica Peyró en su prólogo, “es común entre nosotros manifestar una nostalgia por las artes de la oratoria, por la dicción bien pulida, por esa capacidad de persuasión –de seducción– que tiene la palabra pulsada a la medida de nuestra inteligencia y nuestros afectos”. Y da en el clavo: hablar bien, tener un vocabulario amplio y florido es de esas cosas que hablan en favor de alguien pero que no parece cotizar al alza en las enseñanzas curriculares oficiales. Como ocurre con la lectura: una biblioteca personal nutrida sigue siendo una carta de presentación personal contundente, muy por encima de la última generación de gadgets encima de la mesilla de noche.
El libro reúne aquí discursos variados si los juzgamos por las audiencias a las que van dirigidos, desde asociados a clubes navales hasta miembros de la Real Academia de las Artes, pasando por expertos de la Sociedad Geográfica de Londres o brigadas del cuerpo de cadetes. Variados pero no tan distintos entre sí. Kipling es directo, pedagógico, a veces exaltado y más cercano a la idea que tenemos de los discursos clásicos. Y siempre cercano a su tiempo, al Imperio y al espíritu inglés de la época. Peyró añade que Kipling es aquí “íntimo y confesional”.
Su vocación había nacido pronto, y él mismo la declara en uno de los textos recogidos. Dice que se declara “culpable de interesarse por la realidad fuera de sus horas de oficina como escritor”. Como explicó la traductora en la presentación, “en muchas ocasiones veremos cómo coincide la descripción de su lenguaje como un lenguaje ‘directo y vigoroso’, incluso ‘pasional’. […] Es cierto que puede convertir un discurso que podría durar cinco minutos en uno de media hora por incluir, como digo, una historia sobre el primer hombre que aprendió a navegar, cómo construyó su bote, cómo luchó contra su creencia de que el dios del sol lo abrasaría o el dios de la marea se lo tragaría, cómo inculcó todo lo que aprendió a su hijo y un largo etcétera, pero su historia tiene un fin y un aprendizaje claros (y, de todas formas, por si no está claro, él se suele encargar de aclararlo)”.
Y continúa: “No se conforma, además, con contar la historia de pasada. Se encarga de darnos los detalles de cómo ese hombre encontró el tronco perfecto para construir una embarcación que flotara, cómo con la ayuda de su mujer colocó pieles de animales que harían que el viento lo impulsara. Quiere que lo veamos remar hasta lo que él creía que era el fin del mundo y que captemos sus sensaciones con cada nuevo descubrimiento”.
El encargo más difícil
Uno de los pasajes de un libro que más me ha impresionado en los últimos años fue el que leí en el prólogo del libro que reúne en español las crónicas de la Primera Guerra Mundial de Kipling. La firma el mismo Peyró que prologa estos discursos, y allí cuenta que nuestro nobel acabó perdiendo a su único hijo en la batalla de Loos en 1915, y que de dicha muerte salió el profundo mensaje de consuelo que escribió a un amigo mayor que, como él, había perdido a su hijo: “Tú tienes menos tiempo para sufrir”.
Kipling dijo en uno de estos discursos que él no era más que “un comerciante de palabras”, y bien que conoció la parte más laboriosa de su labor cuando, tras la misma contienda que le había arrebatado a su hijo asumió el encargo real de poner las leyendas en las tumbas de los soldados caídos. Peyró recordó en la presentación una especialmente emocionante, que Kipling ideó para las tumbas de los soldados caídos y que no fueron identificados: “Aquí yace un soldado cuyo nombre sólo es conocido por Dios”.
Unas palabras que hacen pensar que Kipling –que fallecería en 1936– quizá puso en duda muchas certezas previas, algunas de ellas polémicas, en sus años finales. Nada como volver a sus libros, artículos y discursos para entender que nunca fue un fanático. Era un gran escritor y un ser humano que dudaba y sufría, a veces oculto tras la máscara retórica de la época, como estamos nosotros tras la de la nuestra. Alguien lejos del cliché que, de alguna forma, todos habíamos asumido.
Antonio García Maldonado
El asombrario
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