Fue un miliciano con muchos fundamentos. A los de todos los demás, a los que ya traía con él desde su politización caribeña, en esos años sumó los que relevó en su vida profesional: atendió a colonos y colonizados, a víctimas y victimarios, a blancos y a negros, a torturados y torturadores.
Además de haber sido en ese sentido también un innovador en materia de tratamientos --introdujo un punto de vista que a lo biológico y a lo psicológico le sumó lo cultural, y cambió el hospicio como un centro de reclusión para darle la vida de las actividades colectivas, de granja y artísticas--, Fanon escuchó y supo aún más profundamente de lo había sabido siempre: que había una locura de la colonización, cierto desequilibrio mental en la crueldad del colonizador, y otro en el colonizado. Ya a mediados de los 50, Fanon advierte que gran parte del problema consiste en que el colonizado “le cree” al colonizador mucho más de lo que parece, aunque lo odie. Y que el colono convierte su presunta superioridad en un delirio que debe sostener pese a las evidencias y a sus propias percepciones.
Pero el colonizado cree con una fe que ni siquiera le pertenece. Le cree porque habla en francés; porque sobre la piel negra y lastimada, esclavizada, abusada sin reparo, el colonizador depositó un lenguaje que el colonizado asume como “verdadero”. Quizá se rebela contra él, quizá no sea consciente, pero es la propia lengua la que se encarga todo el tiempo de mantener tensas las cuerdas de la dominación, porque el colonizado piensa el mundo y se piensa a sí mismo con las herramientas que le ha dado quien lo domina. Y ahí descubre Fanon que yace la base de esa superioridad delirante del opresor, y la creencia en ella también del colonizado.
En el libro que escribió en esa década, Piel Negra, máscaras blancas, Fanon todavía no habla, como en Los condenados de la tierra, del proceso africano como mosaico de luchas descolonizadoras que fracasan. Habla por primera vez de la piel, de la negritud. De eso que está a la vista y sin embargo ha sido encapsulado por el francés para hacerlo todavía y todo el tiempo más evidente y hasta determinante: cada negro que habla francés o siente que debe hablarlo lo más correctamente posible, está consintiendo que su negritud es inferior a los verdaderos dueños del lenguaje.
Uno de los maestros de Fanon en Martinica, que es donde había nacido, Aimé Casaire, poeta y luego presidente, es considerado el autor del concepto de negritud. Fanon admiraba a Cesaire, un poeta que había transmitido política pero también poéticamente que era necesario volver a pensar en la piel y sentirse hombre o mujer desde el cuerpo, y no desde la lengua.
“Oh cuerpo mío, haz siempre de mí un hombre que interrogue!”, es la frase de Cesaire con la que Fanon cierra el libro.
Traspasa a Marx, va más allá de la clase y se detiene en la piel. No para saludarla como reservóreo de las herramientas para ir hacia un mundo mejor, sino en un sentido más literal: Fanon cayó en cuenta que era negro, que era algo que tenía que repetirse a sí mismo, que era algo de lo que él a veces se olvidaba pero los blancos jamás. Fanon había tenido una experiencia límite al respecto.
Había sido un joven negro colonizado. Su mente había estado colonizada. Cuando el gobierno pronazi de Vichy se estableció en Martinica y revictimizó a su población, Fanon decidió irse a Francia y unirse a la Resistencia para luchar contra los nazis. Participó de una batalla en Alsacia que fue clave en la reconquista, fue condecorado por eso, pero cuando se recuperó París, para el desfile de recibimiento, los soldados negros fueron separados y mandados a esperar a La Provenza. Francia, la Francia de la resistencia, no quería mostrar un triunfo en el que habían participado negros de las colonias.
A pesar de haber sufrido el racismo desde su nacimiento, Fanon había hecho lo que todos los que lo sufren desde ese momento: lo había naturalizado. Debe haber habido cierto orgullo en formar parte de esos pelotones que enfrentaron a los nazis y los derrotaron. Un orgullo que redobló la humillación hasta hacerla insoportable cuando los de su mismo color de piel fueron separados porque llegó la orden de “blanquear” el regimiento.
A su regreso a Martinica Fanon ya no es el mismo. Y observa que las burguesías locales prósperas que la potencia colonizadora avala serán siempre el dique contra el que chocarán los pueblos. De hecho, la única colonia que logró su independencia fue Haití. Y de ahí el castigo.
Fanon, en sus apuntes y también visionariamente, advierte que colonización y patriarcado van trenzándose en un mismo movimiento, y que es precisamente el patriarcado lo que teje complicidad entre el colonizado y el colonizador. Blancos y negros a expensas de las mujeres.
Lúcido, disrruptivo, de una audacia intelectual poco frecuente, Fanon llega a expresar que la lucha por la descolonización nunca será posible si no es desde la piel y desde el lenguaje, pero además advierte que la conciencia de la negritud debe servir para todas las emancipaciones, no solo la de los negros. Porque no hay piel ni género superior. Eso es lo que él ve y testimonia, y a lo que Jean Paul Sartre se refiere en el prólogo de Los condenados...: Fanon estaba interpelando todo, diciéndoles a negros y a franceses que volvieran en sí, que despertaran de esa alucinación de la colonia, porque sólo alucinando podía seguir aquello en pie.
El despertador era la política. Porque como escribió su maestro Cesaire, y Fanon repitió, “politizar es inventar almas”.
Sandra Russo
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