La obra ubica su trama en un ficticio país europeo de fines de la Segunda Guerra
Son pocas las cuadras que separan al Teatro San Martín, donde desde hace semanas se representa la obra “Las manos sucias” de Jean Paul Sartre, de Tribunales o de los ministerios de Desarrollo Nacional y de Trabajo, algunos de los puntos elegidos por la Unidad Piquetera para comenzar la gran movilización a Plaza de Mayo que tuvo lugar el 28 del mes pasado.
El apunte geográfico, que podría parecer aleatorio, tiene sus motivos.
Con diferentes coordenadas y orientaciones, tanto la marcha piquetera como la pieza teatral del autor existencialista ponen en cuestión la política que corresponde a la izquierda en tiempos de crisis social y turbulencias políticas.
La pieza en su tiempo
“Las manos sucias” ubica su trama en un ficticio país europeo en los años finales de la Segunda Guerra Mundial. Narrada en dos tiempos, sigue a Hugo Barine (encarnado en esta ocasión por Ramiro Delgado y Guido Botto Fiora), un intelectual de origen burgués que se ha incorporado a un movimiento antifascista ligado a los soviéticos y que desespera por “pasar a la acción”. El actual dirigente del partido, Hoederer (Daniel Hendler), promueve -ante la prevista derrota de los nazis- conformar un gobierno de coalición con la monarquía del país que congenió con el hitlerismo y un partido burgués-campesino rabiosamente anticomunista. Esta línea es vista por todo un sector del partido como una política de traición, motivo por el cual encargan a Hugo Barine inmiscuirse en el círculo interno de Hoederer para asesinarlo. Por la doble temporalidad sabemos de entrada que Barine efectivamente acometerá su misión, con lo que la obra ubicará su pregunta policial no tanto en el qué como en el cómo, así como en las implicaciones existenciales del accionar de cada personaje.
Representada por primera vez en 1948, la obra -como recuerda en el programa la directora Eva Halac- fue en muchos casos interpretada como una denuncia del estalinismo. Motivos no faltaban: el PC francés, que había ganado en desprestigio por el breve pero funesto pacto de Stalin-Hitler y luego recompuesto su ascendente entre la clase obrera por su participación posterior en la resistencia antifascista, se había montado sobre esta influencia para integrar entre 1945 y 1947 el gobierno burgués de De Gaulle, como parte de una política internacional de la burocracia soviética para contener desenlaces revolucionarios tras la caída del Eje. La obra pone en escena una denuncia afín en la figura de Barine, que defiende una orientación revolucionaria y señala con acierto las consecuencias funestas y la debacle política que traería el planteo de conciliación de Hoederer.
Sin embargo, no es difícil ver que el héroe de la pieza no es Barine sino el propio Hoederer, quien sostiene la necesidad de que la izquierda se “ensucie las manos” -o sea, que pacte con la burguesía. Se refractan entonces las contradicciones políticas de Sartre en el período, quien a pesar de sus críticas al estalinismo (y de los ataques furibundos del PC a su filosofía existencialista) se mantuvo en una línea de afinidad con la burocracia soviética, que solo concluiría con el aplastamiento por parte de esta de la revolución húngara de 1956.
El lugar en la historia
Con las debidas concreciones históricas, la polémica en la izquierda que representa “Las manos sucias” -entre una línea revolucionaria y otra de conciliación, posibilista- es de una gran actualidad. Volviendo al principio, la crisis social y política que vive la Argentina la ha reavivado dentro del movimiento de desocupados (y más en general, en todo el movimiento popular). Organizaciones sociales ligadas al gobierno han visto chocar su línea posibilista contra la realidad de una pobreza creciente, resultante de las políticas del Ejecutivo. La necesidad de una movilización independiente, defendida por la izquierda piquetera, se revela cada día más como la vía para luchar por las necesidades populares.
Es justamente este contexto el que denota las debilidades de la obra que tiene lugar en el San Martín. Ni el libreto -que sigue a pie juntillas el texto sartreano- ni la puesta parecen hacerse eco (al menos metafórico o metonímico) de sus condiciones históricas, en un cuadro en que el posibilismo encarnado por Hoederer y pregonado por el peronismo revela su fracaso, con sacudones ministeriales y una debacle social que solo promete crecer con más ajuste. Por el contrario, decisiones escenográficas como la de replicar los propios espacios del San Martín en la sala tienden a mantener el asunto “a puerta cerrada”, parafraseando otro título sartreano. De esta manera, el conjunto aparece cargado de cierta solemnidad: los largos debates, que deberían alimentar a la trama de thriller, terminan friccionando con esta, algo que resiente también las actuaciones.
Si bien existe una intención directoral de recuperar para la actualidad ciertas preguntas de la pieza, esta premisa se ejecuta en tal grado de generalidad que termina diluyéndose. Si es cierto que el propio Sartre -ya por sus vaivenes con el PC, ya por sus inquietudes filosóficas siempre presentes- da a los componentes éticos de la política un peso protagónico en la pieza original, también es válido recordar que el francés concibió siempre, sobre todo desde la ocupación nazi de Francia, al arte y la filosofía como un acto político. La puesta en la Sala Casacuberta del San Martín recupera en cuadros de fondo a las figuras de Marx y Trotsky, y busca invitar a sus espectadores a ser parte de los debates políticos que se exponen, pero es difícil encontrar el sentido político de esta invitación. De ello se puede anticipar, pese a la densidad histórica de la obra, un efecto más bien paralizante.
La obra se enfoca con tino en un juego presente en esta y otras piezas de Sartre (“Las moscas”, por caso) y de sus contemporáneos (la “Antígona” de Jean Anouilh), que es ligar el estatuto del personaje teatral -un ser guionado- a la cuestión de la libertad del individuo. El protagonista, Barine, manifiesta crecientemente su sensación de ser una figura de ficción, de estar “siguiendo un libreto” escrito por otros, algo que la puesta acentúa en su disposición espacial. Como tantos personajes de posguerra, se encuentra con el absurdo de sus actos, y defiende su albedrío en una forma que ya no puede ser más que un sacrificio.
¿Es que los movimientos de la historia hacen de la libertad de los individuos una ficción? ¿O será, acaso más concretamente, que el posibilismo es un callejón sin salida para quienes buscan cambiar el mundo? La respuesta hay que buscarla en la calle.
Tomás Eps
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