La noticia del fallecimiento de Lisandro Otero, un duro golpe para todos quienes lo conocieron, la recibí hoy con tanta emoción que desde ese momento permanece fija en mi mente la imagen de su rostro y su mirada profunda.
Mi primera aproximación a este hombre de letras y agudo analista político -combinación ideal en un divulgador revolucionario como él- fue con su novela La situación, Premio Casa de las Américas 1963.
El impacto de esa obra, que circuló de mano en mano entre aquella primera oleada de becarios del flamante gobierno revolucionario de Cuba, caló hondo en quienes entonces incursionábamos en la literatura mediante las minibibliotecas creadas en cada albergue.
Después, familiarizado con la trayectoria del autor, no fue extraño que devorara Pasión de Urbino y En ciudad semejante, buscara sus artículos, leyera la revista INRA- luego pasó a llamarse Cuba- y la trascendente Revolución y Cultura.
Una intensa vida diplomática lo llevó a muchos destinos como funcionario, sin dejar a un lado ni por un momento su febril actividad y batalla por la cultura y la divulgación de la obra de la Revolución en esa esfera vital.
Tras su paso por Londres como Consejero Cultural (1974-1976) publica Temporada de Angeles, una incursión en la historia de Inglaterra del siglo XVII y la esencia del poder político, que bien puede referirse al mundo contemporáneo.
Todas estas lecturas me despertaron un afecto hacia su autor, a quien sólo conocí personalmente a mediados de la década del 80.
Coincidió mi nombramiento como corresponsal-jefe de Prensa Latina en Moscú con la de Lisandro como Consejero Cultural de la embajada de Cuba en la entonces Unión Soviética, desde 1984 hasta 1986.
Me satisfizo comprobar que la idea preconcebida sobre su personalidad y caracter coincidía con la realidad: trato afable y respetuoso, perenne preocupación por facilitar la cobertura de las acciones desplegadas por su oficina y disposición siempre de ayudar.
También me sorprendió su febril actividad en pro de la presencia y divulgación de la cultura cubana en aquel gigantesco país; me atrevo a opinar que nunca lo fue tanto ni antes ni después de su estadía.
Una vez en Cuba, ya en pleno auge de la perestroika y la glasnost en la URSS, incursionó periodísticamente en el tema con una aguda mirada hacia aquel proceso.
Me tocó leer esos textos, pues pedía criterios y sugerencias sobre los artículos escritos y que creo no publicó.
Quizás un homenaje a su memoria podría ser intentar el rescate de aquellos filosos análisis sobre la antesala del llamado fin de la Historia; estoy seguro sorprenderán a más de un experto.
Dejé de verlo un tiempo durante su estancia última en México y no pude ocultar mi alegría al encontrarlo personalmente en un modesto hotelito porteño, donde se alojó a su retorno de Rosario tras asistir al III Congreso de la Lengua Española, en noviembre de 2004.
En animada charla, repasó lo ocurrido en ese foro, desgranó anécdotas, recordó aquel pasado común de ambos en Moscú y exteriorizó su prisa por el retorno a La Habana.
El motivo: reasumir sus funciones de director de la Academia Cubana de la Lengua, cargo para el cual había sido elegido recientemente, y organizar un seminario por el 400 aniversario de la publicación del primer tomo de El ingenioso hidalgo Don Quijote de la Mancha.
No nos vimos más. Quiás por eso, al recibir hoy la triste nueva de su deceso, su rostro sonriente, de ojos brillantes y un asomo de ansiedad e inquietud por las obligaciones pendientes aquel 21 de noviembre del 2004, no me abandona.
Roberto Molina
Prensa Latina
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