viernes, enero 18, 2008

El papel de la personalidad de Lenin en la revolución bolchevique



El noventa aniversario de la revolución bolchevique facilita y exige a la vez un sinfín de investigaciones teóricas orientadas a la mejora de la praxis revolucionaria mundial. De entre las muchas cuestiones históricas que se han de rescatar de la mentira, ahora vamos a centrarnos en dos ellas: ¿debemos hablar de revolución rusa, de 1917, de octubre o de revolución bolchevique? Y ¿qué papel jugó la personalidad de Lenin en todo ello, o más aún, qué personalidad tenía Lenin? Sobre esta segunda parte disponemos de multitud de hagiografías stalinistas destinadas a borrar todo aquello que contradecía directa y esencialmente al nuevo régimen burocrático, y que era prácticamente todo. También tenemos las innumerables mentiras burguesas al respecto. Pero de entre las muy contadas descripciones objetivas disponibles destaca la de Krúpskaya, su libro sobre su vida con Lenin, y especialmente la nota que vamos a usar en este breve texto. Hay que decir que la propia Krúpskaya ha sido rebajada, menospreciada y maltratada por las versiones burguesas y stalinistas, todas ellas patriarcales aunque en diverso grado, cuando realmente tanto el bolchevismo como las aportaciones innegable de Lenin al marxismo hubieran sido imposibles sin la titánica militancia integral de esta revolucionaria intachable que merece ser reconocida como una de las artífices imprescindibles para el triunfo de la revolución bolchevique y para la creación histórica del bolchevismo.

1. POR QUÉ HABLAR DE REVOLUCION BOLCHEVIQUE

Sin mayores precisiones, hay que decir que se empezó a hablar de “leninismo” una vez muerto Lenin, aunque ya al final de su vida comenzó tímidamente el proceso de su mitificación, proceso que dio un salto con su muerte. Veremos en el capítulo siguiente que opinaba sobre esa y otras cuestiones su compañera Krúpskaya. De “bolchevismo” se empezó a hablar antes, cuando la fracción bolchevique o “mayoritaria” en la dirección de la socialdemocracia rusa, empezó a entrar en colisión con las otras fracciones, con los mencheviques en especial, y con el resto de partidos y organizaciones no bolcheviques. De bolchevismo, que concitaba todo lo abominable y aborrecible que se puedan imaginar las mentes de bien, las personas que se comportan “como dios manda” y, más tarde, del “leninismo”, se empezó a hablar de la misma forma en que antes, estando vivo Marx, se empezó a hablar de “marxismo”, al igual que de “trotskismo” estando vivo Trotsky y de “luxemburguismo”, pero una vez asesinada esta revolucionaria ejemplar, admirada por Lenin y excomulgada por Stalin. Podríamos extender este comentario a los “ismos” añadidos a Stalin, Mao, Gramsci, Pannkoek en menor medida, Mariategui, Che Guevara, Castro, etc.
El objetivo común de la creación artificial e interesada de un “ismo” es el de anular el proceso complejo de formación del pensamiento de la persona mitificada para lo bueno o para lo malo, o del grupo de personas que ha construido ese movimiento, en nuestro caso el bolchevismo y los bolcheviques. Toda formación de un programa, de una teoría y de una estrategia tiene siempre sus fases, etapas ascendentes o descendentes, contradicciones, paradojas, lagunas, vacíos, crisis, retrocesos, estancamientos o saltos bruscos adelante que abren una nueva etapa total o parcial en su pensamiento tras una dolorosa autocrítica anterior. Todo “ismo” anula la dialéctica del pensamiento colectivo e individual y su movimiento permanente, con lo que anula las importantes y frecuentemente decisivas raíces que se habían anclado y emergido luego gracias a pensamientos y teorías anteriores. De este modo, el nuevo “ismo” es descontextualizado, reducido a una lista de axiomas.
Aunque parezca una disputa bizantina e intranscendente, es necesario aclarar por qué aquí se prefiere el concepto de revolución bolchevique a los de “revolución de octubre”, “revolución de 1917”, “revolución rusa” u otros. Hablar de “revolución rusa”, pese a que se aclare el año de 1917 e incluso que hagan alusiones a febrero y octubre, y hasta se aclare la relación entre la revolución de 1905 y la de 1917, pese a estas precisiones, sin embargo, hablar de “revolución rusa” no concreta el tema crucial: el papel decisivo del bolchevismo. Rusia era una parte del imperio zarista, de esta cárcel de pueblos, mientras que la “revolución bolchevique” fue en la práctica --y sigue siéndolo en la teoría-- un acto consciente que infunde pavor y pánico en la burguesía mundial, que anula toda la argumentación reformista en cualquiera de sus formas y que plantea exigencias ineludibles, como veremos, a la lucha revolucionaria mundial en todos los tiempos.
Hablar “del 17” o otra expresión similar, es decir, poner un nombre cronológico y temporal a una revolución --que es un proceso con un salto cualitativo-- es detener su evolución, su dialéctica interna, en un momento e instante precisos, con los riesgos muy claros de petrificar el tiempo, el cambio y la transformación, la lucha de sus contrarios. Otro tanto hay que decir con respeto a “revolución de octubre”, cambiando el año por el mes; sin embargo, en el caso que tratamos, hablar de “octubre” es algo más correcto ya que especifica que el cambio cualitativo revolucionario se produjo no en febrero de 1917 sino en octubre, planteando así una serie de reflexiones teóricamente imprescindibles.
Por el contrario, “revolución bolchevique” hace referencia a un proceso ascendente en el que se mantienen una serie de constantes que estructuran el hilo rojo de la praxis comunista desde finales del siglo XIX hasta comienzos la primera mitad de la década de 1920, y que luego va renaciendo periódicamente en situaciones concretas. Unas constantes que también van variando en su forma externa, que van enriqueciéndose y ampliándose, que se concretan en respuesta a las transformaciones objetivas y subjetivas de las contradicciones que minan el capitalismo. La enorme capacidad del bolchevismo para comprender los cambios sociales y adaptarse a ellos, y a la vez, mediante esa adaptación incidir de inmediato sobre ellos, reorientándolos y abriendo nuevas expectativas de transformación, esta capacidad innegable fue decisiva para hacer que la revolución de febrero de 1917 pudiera culminar en la revolución de octubre de ese año.
Sin la corrección estratégica y táctica del bolchevismo, que era una parte de la totalidad del proceso, éste no hubiera llegado a su salto y cambio cualitativo en octubre, quedándose en una bella y brillante erupción revolucionaria fracasada en su objetivo histórico esencial e integrada en la lógica de la modernización del capitalismo ruso mediante la desvirtuación de sus contenidos revolucionarios. Si hubiera fallado la parte bolchevique de la totalidad del proceso abierto en febrero de 1917, éste mismo proceso se hubiera hundido, implosionado o degenerado desde su interior por la acción reformista burguesa de los mencheviques y socialrevolucionarios de derechas, por los errores del los socialrevolucionarios de izquierda, por la inutilidad estructural del anarquismo y por la agresión contrarrevolucionaria del imperialismo apoyada por las clases dominantes rusas. El bolchevismo no fue algo “externo” a la “revolución rusa” o “del 17” o “de octubre”; fue un componente esencial de la totalidad concreta del proceso revolucionario, una especie de “subsistema” integrado en el sistema que llegó a ser el elemento decisivo, detonante, del salto de la fase prerrevolucionaria, en sentido comunista, del proceso a la nueva fase revolucionaria. Sin el bolchevismo esta salto no se habría dado en su contenido creativo de una novedad cualitativa anteriormente inexistente, se habría detenido la tendencia ascendente hacia la emergencia de lo nuevo, hacia el punto crítico de no retorno en el momento de irreversible irreconciliabilidad de las contradicciones totales.
El bolchevismo fue --es-- la materialización como fuerza práctica objetiva del llamado “factor subjetivo”, de la conciencia teórica elaborada durante décadas por la lucha práctica, en dialéctica interna con ella, en su mismo desenvolvimiento cotidiano pero con una imprescindible autonomía relativa siempre flexible y adaptable garantizada por la existencia de la organización revolucionaria de vanguardia como parte inserta en la totalidad del proceso histórico, e inherente a él. Esta integración de la parte teóricamente consciente en el todo histórico, su interacción con el resto de niveles de conciencia menos desarrollados, fue lo que permitió al bolchevismo comprender los cambios sociales, adaptarse a ellos y a la vez, como hemos dicho, abrir nuevas vías y acelerar el proceso en su conjunto. Muy sucintamente, podemos sintetizar esas constantes en cuatro dialécticas de unidad y lucha de contrarios irreconciliables: una, la que existe entre el poder capitalista y el poder proletario; otra, la que existe entre la propiedad privada y la expropiación de la burguesía; además, la que existe entre el internacionalismo burgués y el internacionalismo proletario y, la que existe entre la ética capitalista y la ética comunista.
El choque frontal, permanente e inevitable entre estas contradicciones irreconciliables es consustancial al modo de producción capitalista, y la “revolución bolchevique” elaboró soluciones prácticas y teóricas que han resistido la prueba del tiempo pese a que el bolchevismo sufrió una primera derrota a partir de la segunda mitad de la década de 1920. Por su naturaleza de componente inscrito en la totalidad del proceso, la derrota del bolchevismo tuvo que ser y fue la derrota del proceso revolucionario iniciado en febrero de 1917 en cuanto tal. No podía haber, y no hubo, revolución bolchevique posterior a la década de 1920 y en especial tras las masacres de los ’30, sin bolchevismo como organización práctica ya que todas y cada una de sus cuatro soluciones revolucionarias concretas materializadas en el poder soviético, en la propiedad socializada, en el internacionalismo y en el desarrollo de una sociedad que se encaminaba a la ética comunista, fueron barridas progresivamente hasta concluir en la restauración del capitalismo como modo de producción dominante a partir de 1991.
Sin embargo, su derrota no fue definitiva, no podía serlo por el simple hecho de que las contradicciones capitalistas siguieron madurando, expandiéndose e intensificándose. Más temprano que tarde y debido a la presión objetiva de la explotación, opresión y dominación consustanciales al capitalismo, debía recuperarse lo esencial del bolchevismo mediante un proceso de autocrítica de lo acontecido y de crítica de lo nuevo. Las recuperaciones periódicas del bolchevismo responden a los altibajos de la oleadas revolucionarias, a la marcha general de la lucha entre el capital y el trabajo a nivel mundial, pero en todas ellas y en su continuidad interna, siempre está presente de manera explícita y abierta o subterránea e implícitamente las cruciales cuestiones del poder, de la propiedad, del internacionalismo y de la ética. El pánico que la burguesía siente ante el bolchevismo nace de la naturalidad con la que éste demuestra en cada momento cómo se lucha concretamente contra el poder capitalista, contra su propiedad, su internacionalismo y su ética, y cómo, por qué y para qué es construye otro poder diferente, el proletario, que facilite sobremanera expropiar a los expropiadores y socializar las fuerzas productivas, vencer a sus ejércitos internacionales desarrollando a la vez la ética comunista.
Podemos sintetizar las muy actuales y permanentes aportaciones del bolchevismo a la emancipación humana en seis grandes tesis teórico-políticas que el bolchevismo elaboró a lo largo de su lucha partiendo y mejorando le método marxista, rescatándolo de la censura castradora realizada por la socialdemocracia internacional. La primera aportación hace referencia al crucial problema de las relaciones entre el campesinado y la revolución proletaria, ya que en el imperio zarista el campesinado era el océano que envolvía al archipiélago proletario. La respuesta bolchevique está más vigente que nunca: devolver la tierra a quien la trabaja, al campesinado, mediante algo más que una simple “reforma agraria” sino mediante la expropiación de los latifundistas terratenientes. En el capitalismo actual este principio teórico-político supone un golpe irrecuperable para el imperialismo en todos los sentidos de la palabra.
La segunda aportación bolchevique, muy unida a la anterior, es otro golpe irrecuperable porque supone y exige la independencia nacional de los pueblos oprimidos. El imperio zarista era una cárcel de pueblos, como siguen siéndolo muchos Estados imperialistas actuales, empezando por el que ahora padecemos, el español. El bolchevismo optó, en síntesis, por la solución radical y directa: abrir las puertas de la cárcel y romper sus cadenas. Los pueblos oprimidos tenían el derecho y la posibilidad real de salirse de la cárcel, de ser independientes y, desde esa independencia, decidir libremente, sin ingerencias, qué relaciones nuevas e iguales querían mantener con la nueva república soviética. Inmediatamente, esta solución confirmó lo que ya se sabía, que dentro de toda nación existen dos naciones, la de la clase explotadora y la de la clase explotada, y que en los momentos críticos cada clase lucha por desarrollar su modelo nacional propio, incluidas las naciones oprimidas que entraron en una intensa agudización de su lucha de clases interna en la que no faltó la ingerencia directa de los imperialismos mundiales. Ambas lecciones han adquirido en la actualidad todavía más importancia que hace 90 años, y tanto el independentismo socialista como el internacionalismo proletario aparecen como una unidad dialéctica.
La tercera aportación hace referencia a la política bolchevique por lograr que el proletariado industrial y urbano lograra la hegemonía social dentro del conjunto de las clases explotadas, dentro del pueblo trabajador, de la pequeña burguesía y del artesanado. Hemos dicho que los centros industriales eran como archipiélagos en el océano campesino, pero era un proletariado tanto o más moderno, concentrado y centralizado que el alemán y el estadounidense, por ejemplo. Desde sus primeros textos, especialmente desde el “¿Qué hacer?”, Lenin elaboró una tesis de la hegemonía social del proletariado dentro del pueblo trabajador y de las “clases medias”, superior a la de Gramsci y, desde luego, contraria a la manipulación que de ésta hizo el eurocomunismo. La tesis bolchevique de la hegemonía partía de la necesidad imperiosa de la alianza obrero-campesina, de la urgencia de integrar al artesanado y a la pequeña burguesía e incluso, en los momentos críticos, a algunos sectores de la media burguesía y de la patronal, aunque como técnicos. Esta tesis exige que la clase obrera industrial sea el cerebro director del proceso, que la democracia socialista y el poder popular autoorganizado en soviets vigile desde fuera al Estado obrero en proceso de autoextinción, y que los sindicatos, además de ser escuelas de comunismo, sean a la vez independientes y críticos. Cualquier reflexión actual sobre el socialismo que olvide esta aportación bolchevique, está condenada al fracaso.
La cuarta aportación hace referencia al contenido reaccionario de la burguesía, a su corrupción, a su dependencia hacia la burocracia estatal. A diferencia de la tesis sobre la hegemonía, etc., ésta tardó algo más tiempo en concretarse debido a la propia historia de la formación del bolchevismo, aunque está ya latente en lo básico en la idea de la “revolución ininterrumpida” de Lenin y definitivamente en la mejora por Trotsky de la teoría marxista de la “revolución permanente”. El imperio zarista esta corrompido hasta su médula; la burguesía era cobarde y rapaz, y el reformismo menchevique y socialrevolucionario nunca se atrevió a cumplir las promesas hechas cuando accedió al poder en febrero de 1917. Hasta ese mes parecía que las tareas democráticas de la revolución las podía cumplir una supuesta “burguesía nacional y democrática”, pero para abril de 1917 Lenin estaba ya definitivamente seguro de que sólo la revolución socialista podía cumplir esas tareas, y que incluso podía hacerlo por medios pacíficos, al menos durante un tiempo. Luego se demostró que esto segundo era ya imposible, pero que era urgente lo primero. Desde entonces la historia ha confirmado la corrección de esta teoría ya enunciada en lo básico por Marx y Engels desde1848-50.
La quinta aportación bolchevique hace referencia a la teoría de la organización de vanguardia, que es una mejora de la inicial teoría marxista de la organización ya que el bolchevismo tuvo que enfrentarse a un contexto en el que todas las contradicciones capitalistas actuaban a la vez y en su máxima irreconciliabilidad. Esta teoría no es ni dirigista ni sustitucionista, no desprecia a las clases explotadas ni a su tendencia innata a la autoorganización, sólo la ignorancia más supina o el peor maquiavelismo pueden sostener esas acusaciones. Esta teoría sostiene que, primero, la organización es imprescindible para aglutinar a los luchadores más conscientes y entregados; segundo, que las y los revolucionarios han de ser una síntesis superior formada por la unión de obreros e intelectuales, resultando el militante comunista; tercero, que esta organización ha de ser crítica y autocrítica, muy preparada teóricamente, capaz de enseñar con paciencia pedagógica esa teoría a las masas; cuarto, que ha de actuar siempre dentro de ellas, y que debe aprender de ellas, impulsarlas y facilitar su tendencia a la autoorganización pero sin diluirse ni desaparecer nunca del todo en ella; quinto, que ha de estar presente en todas las luchas y que en su interior ha de insistir en el papel crucial que tiene la propiedad privada y en la naturaleza política de toda lucha, por economista o cultural que sea; sexto, que por tanto, por la propiedad y la política, el Estado burgués es el enemigo a vencer para instaurar una democracia socialista, un poder popular y un Estado obrero; séptimo, que en esta lucha la organización ha de mantener su independencia estratégica y asegurar siempre un nivel de supervivencia clandestina, aunque exista una aparente “democracia” burguesa; octavo, que es en los períodos de clandestinidad cuando se demuestra la esencia de la organización bolchevique porque durante ella se convierte en la memoria activa de las masas, en el marco de autocrítica de las razones de la derrota y de elaboración de las nuevas vías; noveno, que por tanto esa organización ha de ser flexible y adaptable a los cambios, como un acordeón y un pulpo, conservando siempre su esencia pero adquiriendo las formas necesarias en cada momento y, décimo, que la organización es un medio no un fin en sí mismo.
La sexta y última aportación concierne a la recuperación del método dialéctico materialista inherente al marxismo. Muerto Engels y hasta que Lenin reiniciase su lectura sistemática de Hegel y de la filosofía en general, el método marxista había sufrido una profunda esclerosis a manos de la socialdemocracia. El mérito de su recuperación recae sobre el bolchevismo en su mayor parte, aunque también intervinieron otros marxistas que tienen con el bolchevismo una muy estrecha relación que llegó casi a la plena fusión al final de sus vidas, y nos referimos especialmente a Rosa Luxemburgo. Fue esta corriente general, en la que el bolchevismo fue su eje vertebrador, la que llevó al método marxista a cotas deslumbrantes de pujanza científico-crítica sin parangón alguno con la pobreza metafísica, mecanicista e idealista de la sociología, de la economía política y del academicismo burgueses. Para acabar con este potencial revolucionario hizo falta la confluencia de tres grandes fuerzas: el stalinismo, la socialdemocracia y el fascismo. Pero el bolchevismo no ha resucitado recientemente porque nunca murió. Empezó a recuperarse casi inmediatamente después de su derrota en el interior del PCUS en la segunda mitad de la década de 1920, y con altibajos, adaptaciones y enriquecimientos, siguen expandiéndose en la actualidad.

2. LA PERSONALIDAD DE LENIN Y EL ESTILO BOLCHEVIQUE

Sin lugar a dudas, la mejor descripción de la personalidad de Lenin, por breve y concisa, es la que ofreció Krúpskaya poco después de su muerte, y publicada en el diario Pravda con fecha de 30 de enero de 1924: “Tengo que pedirles un gran favor: no permitan que su duelo por Ilich tome la forma de una reverencia externa por su persona. No le levanten monumentos conmemorativos, no pongan su nombre a los palacios, no celebren actos solamente en su honor, etc.; cuando él vivió, todo esto le tenía sin cuidado y le fastidiaba. Recuerden que en nuestro país hay todavía mucha pobreza y mucho abandono. Si ustedes desean honrar la memoria de Vladímir Ilich, construyan jardines de infancia, casas, escuelas, librerías, centros médicos, hospitales, hogares para los impedidos, etc., y, sobre todo, pongamos en vigor sus preceptos”. Krúpskaya, la revolucionaria bolchevique que también fue compañera de Lenin durante más de un tercio de siglo, sabía lo que decía y por qué lo decía. Para finales de 1923 el partido bolchevique estaba llegando a su punto crítico previo a la burocratización imparable. De hecho, según E. H. Carr, la reunión de Moscú del 11 de diciembre de 1923 fue, “posiblemente, la última vez que pudo celebrarse un debate público franco y divulgado en su totalidad, capaz de influir en la opinión dentro del partido”. Recordemos que antes incluso de que enfermase Lenin, Zinoviev ya había empezado su ensalzamiento como “gran dirigente”.
Krúspkaya había sido no sólo testigo del fortalecimiento de las tendencias burocráticas y sustitucionistas dentro del partido, sino también había sido agente activo y consciente en el choque de trenes entre Lenin, enfermo y aislado, y el grupo de poder que Stalin iba tejiendo. Un choque que llegó al grado extremo de que Lenin pidiera la destitución de Stalin y, a la vez, planteara a Trotsky crear entre ambos una fracción en el partido para luchar por su reorientación y contra el grupo de Stalin. Además de otras razones estratégicas que explican el enfrentamiento entre ambos, Krúpskaya en persona era otro motivo de choque. Es sabido que Stalin era rencoroso, despectivo e insultante en grado extremo. Fue el mal trato que éste daba a la compañera de Lenin lo que motivo la siguiente carta:
“Al camarada Stalin. Copias para Kamenev y Zinoviev. “Estimado camarada Stalin: Ud. se permitió la insolencia de llamar a mi esposa por teléfono para reprenderla duramente. A pesar del hecho de que ella prometió olvidarse de lo dicho, tanto Zinoviev como Kamenev supieron del incidente, porque ella los informó al respecto. No tengo intención alguna de olvidarme fácilmente de lo que se hace en contra de mí y no necesito insistir aquí de que considero que lo que se hace en contra de mi esposa, se hace contra mí también. Le pido entonces que Ud. medite con cuidado acerca de la conveniencia de retirar sus palabras y dar las debidas explicaciones, a menos que prefiera que se corten nuestras relaciones completamente.
Le saluda, Lenin. 5 de marzo de 1923”.
Muy tensas tienen que estar las relaciones personales entre dos revolucionarios que se conocen desde hace muchos años para que uno de ellos escriba una carta así. Que lo personal es político, es algo sabido desde siempre, por esto, determinados actos personales especialmente insolentes y despreciativos pueden ser la gota que desborde el vaso de la paciencia, pero las razones de fondo responden a la dialéctica de la totalidad de las relaciones, desde las estrictamente políticas hasta las estrictamente personales pasando por toda serie de pequeños matices particulares en otra multitud de comportamientos. Por tanto, la revolucionaria bolchevique que durante decenios había militado en el centro, en el núcleo básico de la dirección del partido, asumiendo tareas decisivas para su funcionamiento práctico, teniendo acceso a una información privilegiada de primer grado y de fuente directa, conocía tan minuciosamente como su compañero Lenin la realidad interna de la organización y los rasgos personales de sus responsables, entre los que ya para esos años se encontraba Stalin. Huyendo de elucubraciones y de historia ficción, muy dura e inaceptable debió haber sido la llamada telefónica del georgiano a Krúspkaya para que ésta, pese a haber prometido olvidarse de lo oído, no dudase luego en informar a dos dirigentes del partido que todavía y oficialmente seguían ocupando cargos de mayor responsabilidad que la de Stalin, aunque en la práctica ya no tuvieran el decisivo poder burocrático interno que Stalin estaba monopolizando en medio de la indiferencia de casi todos, menos de Lenin --consciente del peligro que ese monopolio acarreaba-- y de algunos pocos más, entre los que no se encontraba aún Trotsky, o si lo sospechaba o intuía guardaba silencio.
Es imprescindible hacer estas aclaraciones previas para ubicar la importancia de la nota de Krúpskaya de enero de 1924, que refleja y expone crudamente el ascenso de la mentalidad idólatra que ya dominaba en sectores fundamentales de la dirección del partido y que se multiplicaría posteriormente. La escribió para agradecer los mensajes de condolencia recibidos mostrando el más puro “estilo bolchevique” consistente en buscar la contradicción interna en el tema que en ese momento trataba. Aunque no se han descubierto pruebas definitivas al respecto, todo indica que, siendo coherente con su filosofía vital y con la de su compañero Lenin, rechazaba toda la pompa oficial de sus exequias y también el embalsamamiento del cadáver de Lenin. Todo indica también que él mismo lo hubiera rechazado contundentemente e incluso con aspereza, posibilidad que se convierte en algo más que probabilidad conforme aumentan los indicios que sugieren que Lenin pidió veneno para acabar con su vida al saber que no existía cura. En la primera parte de la breve nota, Krúpskaya denuncia sibilina pero crudamente una forma de comportamiento inherente a la idolatría dogmática, adelantándose en su crítica al comportamiento de la burocracia durante más de sesenta años. Junto con la idolatría dogmática se impuso la censura porque, en un primer momento, los demoledores y decisivos últimos textos de Lenin, su famoso Testamento, fueron ocultados al partido, a la militancia en su sentido amplio, al pueblo ruso y a las naciones de la URSS y a la humanidad trabajadora; y en un segundo momento, todo su pensamiento su objeto de manipulación, interpretaciones apologistas sucesivas siempre descontextualizadas y, sobre todo, vaciadas de una de las características esenciales del “estilo bolchevique” --marxista--: la dialéctica de la lucha de contrarios.
Luego Krúpskaya reconoce breve pero sinceramente que las condiciones de vida en la URSS de comienzos de 1924 son muy duras, que hay mucho abandono y mucha pobreza. Hablar clara y directamente es otra de las características del “estilo leninista”. Poco después, conforme la burocracia aseguraba su poder, la verdad sincera, directa y clara fue desapareciendo de los órganos de prensa internos al partido, y de la entera sociedad rusa. Con el tiempo se impuso el silencio absoluto en los debates en el partido, la propaganda más mentirosa y la prohibición de decenas y decenas de autores revolucionarios, fueran marxistas o no. Sobre esta base, al final se generalizaría la doble y hasta triple contabilidad en las empresas públicas para facilitar el crecimiento imparable de la economía sumergida y del mercado negro a gran escala desde la década de los ’70 del siglo XX, cuando la fracción que mantenía a Breshnev --y a su familia-- en el cargo de Secretario General del PCUS empezó el proceso de acaparamiento “ilegal” de recursos y productos de todas clases, a la espera de que se diesen las condiciones propicias para el salto contrarrevolucionario al capitalismo, que se produjo a comienzos de la década de los ’90 de ese siglo. La sinceridad bolchevique de Krúpskaya del 30 de enero de 1924 fue sin duda uno de los últimos reconocimientos oficiales de la gravedad del problema social, pese a las mejoras logradas por la NEP.
La última parte de la nota de la revolucionaria bolchevique vuelve de nuevo sobre la personalidad de Lenin pero centrándose en sus ideas sobre lo esencial de cualquier política socialista con respecto a las necesidades populares inmediatas, la lucha contra la pobreza y contra la enfermedad, contra la ignorancia, al defensa de los derechos infantiles, etc. Pero esta política no puede darse desconectada de las otras dos características del “estilo leninista”: la denuncia de la burocratización y la sinceridad y la verdad con y hacia el pueblo. Sin embargo, si bien se tomaron serias medidas para mejoras las condiciones de vida y trabajo de las gentes en los primeros años de revolución, con el ascenso de la burocracia las diferencias sociales aumentaron y, lo que es peor, se instauraron turnos de trabajo, castigos y disciplinas laborales, etc., que agrandaron las diferencias entre las masas trabajadoras y la burocracia, que acaparaba cada vez más privilegios. La referencia directa de Krúpskaya a las guarderías infantiles es especialmente significativa porque precisamente en ese año de 1924 empezó la contraofensiva patriarcal, el ataque del machismo y de la familia autoritaria y tradicional para recuperar su viejo poder milenario, restringiéndose derechos básicos conquistados sobre el divorcio, el aborto, la libertad sexual, la libertad de educación, etc. A la vez, la libertad de cultura en su sentido pleno, en el de la creatividad artística y estética, fue pulverizada a comienzos de los ’30 con la imposición del dogma del “realismo socialista”.
Como cualquier otro ser humano, Lenin tenía rasgos de personalidad que podían chocar y chocaban con los de otras personas, que podían y debían ser criticados, etc. Pero entrar a este debate sin precisar antes algunas cuestiones imprescindibles --contextos y coyunturas, comparaciones con otras personas de su alrededor, análisis de las pautas de juicio y valoración de la ética marxista al respecto, comparaciones con burgueses y reaccionarios de toda calaña, etc.-- es caer en la trampa burguesa de reducir la historia humana a los vicios y limitaciones individuales, siempre desde la abstracción idealista y metafísica. Dicho esto, podemos pasar a exponer varias características de la personalidad de Lenin, advirtiendo que, según se vera, son inseparables de su praxis revolucionaria, de su forma de entender la actividad política como síntesis de la vida social del ser humano. Quiere esto decir que debemos ver la personalidad de Lenin, al igual que cualquier otra, como un proceso, como un devenir en el que presionan múltiples factores externos sobre una estructura psíquica que va respondiendo mal que bien o bien que mal según los casos y las circunstancias.
De hecho esta es la primera característica de su personalidad. En Lenin, como en todo ser humano consciente de la existencia de la explotación, es imposible separa lo “personal” de lo “político”. Mientras que la ideología burguesa y patriarcal, establece una separación absoluta entre ambas, rompiendo su unidad dialéctica, Lenin sabe que los procesos de explotación se desarrollan en el interior mismo de las relaciones personales, que lo político no sólo debe denunciar esas realidades desde una perspectiva democraticista, sino que debe desarrollar todos los instrumentos sociales para que las relaciones interpersonales sean también relaciones de liberación. Esta consciencia se fue haciendo más lúcida, autocrítica y tal vez amarga, conforme veía y sentía en torno suyo el reforzamiento de las tendencias burocráticas, del nacionalismo gran ruso, de las mentalidades reaccionarias y de los comportamientos sumisos y oportunistas. Una de sus mayores preocupaciones al final de sus años fue la de potenciar la “revolución cultural” que debía avanzar rápidamente y recuperar el espacio perdido. Dejando ahora de lado sus limitaciones teóricas sobre el problema de la ideología, tal como la definían Marx y Engels, lo cierto es que al final de su vida fue plenamente consciente del peso contrarrevolucionario de muchos de los componentes que Marx y Engels introducían en el mundo de lo ideológico. Muy probablemente, de seguir con vida, Lenin hubiera avanzado en esa y en otras problemáticas hasta penetrar en la teoría marxista de la alienación, del fetichismo, de la ideología, etc., --imprescindibles para entender la dialéctica entre lo personal y lo político-- dominándola, ampliándola y aplicándola masivamente en todos los problemas de la construcción del socialismo.
Lenin podría haber alcanzado perfectamente un conocimiento más profundo de este problema porque en su previa experiencia vital había desarrollado una ágil y enriquecedora dialéctica entre lo personal y lo político aprendiendo a equilibrar los sentimientos más humanos con las necesidades políticas, superando así varios de los componentes esenciales de la ideología burguesa. En contra de la imagen falsa de un Lenin supeditaba siempre y de forma apriorística y ciega lo personal a lo político, negando las mediaciones, su práctica vital ofrece múltiples ejemplos contrarios. Aquí sólo vamos a citar tres. El primero hace referencia al hecho de que mantuvo las buenas relaciones personales, la afectividad y el cariño, con los defensores de la lucha armada narodniki, individualista y alejada de las organizaciones de masas y de éstas aunque discrepaba teórica y políticamente con ellos. Al igual que Marx y Engels sentían una profunda admiración personal hacia Blanqui, por su coherencia y dignidad, pese a criticar su doctrina, también Lenin mantuvo su amistad personal con los defensores de la lucha armada narodniki, aunque él no estuviera de acuerdo. La frontera de lo personal no estaba, por tanto, en las disputas tácticas y transitorias, sino en las cuestiones estratégicas y en los objetivos históricos. Sus relaciones personales con Martov, y este es el segundo ejemplo, así lo confirman. Martov, viejo amigo de clandestinidad y riesgos, se separó políticamente muy pronto, a raíz del debate sobre la teoría de la organización, siendo luego uno de los principales dirigentes mencheviques y, luego, dirigente de su sector menos reformista. Lenin siempre se alegraba profundamente cuando parecía que se debilitaban las diferencias políticas entre ambos y pese a que éstas se mantuvieron y crecieron, Lenin nunca terminó de romper sus relaciones de amistad con Martov.
El tercer ejemplo hace referencia a las relaciones sentimentales de Lenin con Inesa Armand, militante bolchevique y feminista, que impactó fuertemente en él, pese a lo cual no rompió sus relaciones con Krúpskaya. Más tarde, muerto Lenin, los stalinistas usarían las relaciones entre Inesa y Lenin para atacar a Krúpskaya por su apoyo a la lucha antiburocrática acusándole de defender el amor libre. Por último, el cuarto ejemplo muestra la diferente evolución del trato con Stalin y Trotsky. Con el primero, al que en 1913 definió como “maravilloso georgiano”, la relación se mantuvo normal pese a las crecientes noticias que recibía Lenin sobre su personalidad, sobre su fácil recurso a la represión, a las malas artes, a la mentira y a la exageración a partir de 1918. En los anales del partido bolchevique, las primeras advertencias sobre los malos modos de Stalin aparecen ya al muy poco de presentarse éste en San Petersburgo en febrero de 1917, en forma de quejas de militantes de base que padecieron sus arbitrariedades. Lenin fue conociendo cada vez más datos al respecto, pero salía en su defensa o guardaba silencio porque en las extremas condiciones de la cruel guerra civil, en la que la derrota del poder soviético podía producirse en cuestión de días, Lenin tenía que hacer malabarismo organizativos para mantener y aumentar en lo posible la fuerza bolchevique. Pero con el transcurso de los meses y una vez que asegurado el poder proletario, empezó a prestar mayor atención a esas cuestiones político-personales, sobre todo cuando vio que Stalin monopolizaba un poder administrativo estrechamente unido a sus modos de ser. Ya hemos visto cómo, al final, tarde ya, decidió romper con él y darle la batalla en todos los aspectos, pero aún así incluso le ofreció la posibilidad de recomponer parte de las relaciones personales y darle las debidas explicaciones a Krúpskaya, perdón implícito que Stalin aprovechó inmediatamente.
En cuanto a Trotsky, el proceso fue el inverso en lo esencial. En un principio, quedó impresionado por su inteligencia, creatividad y oratoria, pero la crisis surgió por las tesis de Trotsky con respecto a la teoría de la organización. Estas discrepancias podían haberse mantenido fuera de las relaciones interpersonales si no hubiera sido por la propia naturaleza de Trotsky, en aquellos años algo engreído de sí y nada apto para comprender la importancia de las buenas relaciones entre las personas. A diferencia de Stalin, que en los debates decisivos por lo general guardaba silencio a la espera de saber qué bando ganaba, Trotsky tendía a ser todo lo contrario. Desde los principios marxistas, es innegable que en esta cuestión Trotsky también tenía razón sobre Stalin. No debe extrañar, por tanto, que la lista de discrepancias entre Lenin y Trotsky sea larga --como debe ser cuando se ejercita el marxismo-- comparada con la lista entre Lenin y Stalin, porque este segundo apenas cuestionaba en público al primero, aunque luego hacía lo que le daba en gana. La burocracia rusa ha utilizado contra Trotsky la lista de sus discrepancias con Lenin, sacándolas de contexto y sobre todo ocultando que, primero, esos debates muestran que ambos eran marxistas y, segundo, que sus relaciones se acercaron y casi se fusionaron desde 1917 en adelante en los temas decisivos. Por esto, para todo el mundo la revolución bolchevique fue “la revolución de Lenin y Trotsky”.
La segunda característica de Lenin, relacionada con la anterior, es que buscaba mantener su independencia económica como garantía para su independencia personal, teórica y política. Muy pocas veces aceptó el dinero que la organización bolchevique daba a los “revolucionarios profesionales”. Resulta llamativo que la persona que llevó a su más alto grado de rigor teórico la tesis del “revolucionario profesional” se negara sistemáticamente a cobrar un salario por ser un “profesional de la política”. Aun a costa de mantener una vida austera y con pocos gastos, Lenin y Krúpskaya preferían antes su precaria independencia económica que no depender del salario del partido, aunque tuviera fondos suficientes para pagar a varios “revolucionarios profesionales”. A la vez, la independencia económica iba unida a un deliberado distanciamiento de las abundantes disputas interpersonales típicas de los guetos de exiliados y refugiados, en especial en los períodos de derrota y apatía de luchas. Krúpskaya y Lenin evitaban en lo posible verse absorbidos por los torbellinos y problemas de estas disputas. Lo que palpita debajo de este criterio decisivo de la búsqueda de la independencia económica y del mantenimiento de buenas relaciones con la mayor cantidad posible de personas exiliadas, era, por un parte, la defensa de la independencia de praxis revolucionaria, de libertad de pensamiento y de acción y, por otra parte, mantener en lo posible una situación de armonía colectiva lo suficientemente sólida como para facilitar la buena marcha de la organización, de los debates y discusiones, de la ayuda a los nuevos exiliados y escapados de la represión etc.
La austeridad casi espartana en su forma de vida, la no caída en lujos y caprichos, en necesidades superfluas, les caracterizó hasta el final de sus días, siendo seguro que la célebre independencia de criterio de ambos, siempre dispuestos a abandonar los cargos para volver a la militancia de base con tal de poder defender y explicar más efectivamente sus ideas, esta constante, está dialécticamente unida a su independencia económica. No querían vivir dependiendo de la estructura del partido para poder volverse contra esta estructura fundiéndose con la militancia y atacándola desde la base, sin estar atada a ella por las cadenas del salario seguro. Una de las cosas que más les irritaban y que facilitó su toma de conciencia del peligro ya real y dado de la burocratización fue apreciar paso a paso cómo aumentaban los privilegios socioeconómicos de la naciente casta burocrática dentro mismo del Kremlin. Lo veían día a día. A la vez, veían cómo tendían a crecer las tensiones interpersonales, los rumores, las críticas por la espalda, en especial en la práctica de pasillo de esa burocracia en formación y una de las inquietudes que quitaban el sueño a un Lenin ya enfermo era la certidumbre de que a su alrededor se estaba cerrando una soga de aislamiento y silencio que, con la excusa de proteger su precaria salud, le impedía conocer la realidad en pudrimiento e intervenir contra ella.
La tercera característica de la personalidad de Lenin nos sirve para entender mejor su austeridad, y la de Krúpskaya, su fiera determinación a no dejarse llevar por las comodidades superfluas y otras formas de vida típicas de las mentes aburguesadas. Nos estamos refiriendo a su profundo sentimiento nacional ruso y a su esencial internacionalismo. Sobre lo primero, no era un sentimiento nacional burgués y terratenientes, dos variables externas del mismo nacionalismo gran ruso que siempre combatió a muerte, sino que surgía de la conciencia nacional rebelde y digna desarrollada por aquella parte de la intelectualidad rusa que supo resistirse en la gris monotonía del zarismo a todas sus pretensiones y tropelías. Trotsky se dio perfecta cuenta de que Lenin era el “tipo nacional” de la joven república soviética, de la “patria socialista” y de su “patriotismo obrero” y campesino. Lenin conocía muy a fondo la cultura rebelde no sólo de la intelectualidad progresista sino también del campesinado y del pueblo trabajador, y también conocía las innegables virtudes ético-morales de los socialrevolucionarios y narodnikis que practicaban una lucha armada individualista, alejada totalmente de las clases explotadas y sobre todo del joven proletariado urbano. Varias veces salió en defensa de esta identidad nacional opuesta a la identidad nacional burguesa. Cuando la revolución bolchevique entró en su momento crítico a principios de 1918, los bolcheviques asumían entre ellos que la revolución había creado la “patria socialista”, opuesta en todo a la burguesa; y cuando en verano de 1918 la suerte de la revolución se decidía en cada minuto, los bolcheviques al unísono hicieron aquél vibrante llamamiento al pueblo trabajador que tenía el título de “La patria socialista en peligro”.
Sobre el internacionalismo esencial al bolchevismo y a Lenin, hay que decir que éste ya quedó impresionado por la tenaz resistencia del pueblo chino en 1900 al ataque del ejército zarista. Desde entonces, la visión internacionalista fue una identidad de los bolcheviques que les llevó a ser acusados de “traidores a su patria” --a la patria burguesa-- cuando asumieron la tesis del derrotismo revolucionario, cuando como buenos dialécticos exigieron la transformación de la guerra imperialista en guerra civil, cuando no dudaron en utilizar a los invasores alemanes para llegar a Rusia desde el exilio, cuando dieron la independencia a las naciones oprimidas por el zarismo, cuando reconocieron los derechos de los pueblos musulmanes, cuando negociaron con los invasores en Brest-Litovsky, etc. El nacionalismo gran ruso no aceptaba en modo alguno el internacionalismo bolchevique porque era consustancial a su patriotismo socialista. Uno de los momentos más difíciles anterior a la insurrección de octubre fue el vivido cuando el Gobierno Provisional aún en el poder intentó dividir al Congreso de los Soviets acusando a Lenin y a los bolcheviques de “traidores a la patria rusa democrática”, e intentando enemistar a los campesinos y obreros contra los soldados porque éstos se negaban a “luchar por la madre patria”, y viceversa porque los obreros y campesinos estaban en huelga desabasteciendo a los soldados de comida, ropa y armas. En todas estas acusaciones actuaba el argumento consciente y la manipulación inconsciente del nacionalismo imperialista gran ruso enfrentado a muerte al internacionalismo bolchevique. Sin embargo, la patria burguesa estaba bajo el poder del imperialismo aliado al depender de sus ayudas para poder sobrevivir, mientras que el internacionalismo soviético luchaba para hacer triunfar la patria socialista.
La cuarta característica de Lenin era su método de volver a repasar todas las circunstancias que le habían llevado a cometer un error grave, estratégico, hasta descubrir sus razones y empezar de nuevo, pero en un nivel superior. Bucear hasta el fondo de sí mismo y de la teoría, buscando nuevos textos no leídos y releyendo los ya leídos para encontrar nuevos enfoques o líneas evolutivas que antes no había descubierto, que le habían pasado desapercibidas, es una constante en su vida que sólo se explica por la fecunda dialéctica entre lo personal y teórico-político. Una caterva de intelectuales reaccionarios ha pretendido encontrar la raíz de este comportamiento en el impacto que le causó el asesinato --“ejecución” según la ética burguesa-- de su hermano por el zarismo en marzo de 1897. Su hermano practicaba la lucha armada narodniki, alejada del grado de comprensión y organización de las masas campesinas, intelectualista e individualista. Las penalidades extremas que tuvo que padecer su familia a raíz del aislamiento oficial debió impactarle tanto, según esta interpretación psicologicista barata, que desde entonces su odio al sistema le impulsaba compulsivamente a buscar nuevas razones para seguir luchando cada vez que las antiguas quedaban superadas o demostradas como erróneas. Esta interpretación reaccionaria e idealista que busca la razón de la lucha histórica de colectivos, de clases y pueblos en el inconsciente irracional de una persona aislada de su contexto, sirve de nada. La realidad es más simple y a la vez compleja: Lenin no hacía más que aplicar el método marxista de la autocrítica y de la crítica. Pero lo hacía con una eficacia y una determinación muy superiores a la de casi todos los marxistas de su época, desde luego no inferior a la de ninguno de ellos.
La quinta característica suya consiste no sólo en el respeto a la libertad de estudio, información y crítica de otras personas, que también, sino sobre todo a la asunción plena de que esos derechos son a la vez una necesidad básica en el desarrollo de una personalidad libre e independiente. No se trata sólo de una aceptación meramente intelectual y política de esos derechos y necesidades, sino de una profunda praxis vital demostrada en toda su vida, incluso cuando tuvo que apoyar medidas restrictivas de en ese sentido dentro del partido y de la URSS en las durísimas condiciones revolucionarias, siempre lo hizo como medidas transitorias y pasajeras, y tras haber impulsado un debate colectivo al respecto lo más amplio posible. Una de las obsesiones de Lenin a final de su vida fue la de reforzar la democracia socialista dentro del partido y en la sociedad, proponiendo medidas destinadas a reforzar tanto la base obrera como la dirección obrera, sacrificando la cantidad de militantes amorfos y pesebreros, a la calidad de militantes comunistas y bolcheviques. Muy pocas organizaciones revolucionarias pueden jalonarse de la viva libertad de debate interno que se practicó en el bolchevismo hasta mediados de los años ’20 del siglo XX. Más aún, la resistencia de los llamados “viejos bolcheviques” a las represión de esos derechos básicos por parte de la burocracia stalinista fue mucho más encarnizada y desesperada que lo admitido por la bibliografía oficial al respecto. La razón fundamental de las purgas stalinistas hay que buscarla en esa resistencia y en esa defensa del “estilo leninista” dentro del partido, de sus organizaciones, de los restos del poder soviético y de las masas.
La sexta y última característica de Lenin concierne a otra cuestión que debe basarse en una profunda coherencia personal y política: el equilibrio óptimo en cada contexto histórico entre la máxima libertad de debate y la suficiente seguridad interna del partido frente a la presencia latente o descarada de la vigilancia y de la represión burguesa, o frente a los peligros de la contrarrevolución. Cuando Lenin redactó el “¿Qué hacer?” a principios del siglo XX la duración media de una célula clandestina socialdemócrata en Rusia era de tres meses. En varios momentos entre 1907 y 1914, la organización bolchevique casi estuvo al borde del total desmantelamiento, con varias infiltraciones policiales a alto nivel, y eso pese a los esfuerzos titánicos por parte de Lenin y Krúpskaya por mantener la estanqueidad del grupo. Pero mucho peor era la situación de los anarquistas, mencheviques y social-revolucionarios, que no habían prestado tanta atención a este crucial tema, mejor decir ninguna. Que la dialéctica entre la seguridad y la libertad de crítica es parte esencial de la dialéctica entre la vida personal y la vida política colectiva, es algo sabido. La insistencia de Lenin al respecto logró que, a pesar de las infiltraciones y detenciones casi permanentes, los bolcheviques fueran los más implantados dentro de clase obrera urbana en 1915, crecieran en 1916 y lograsen estar presentes en las insurrecciones masivas de febrero de 1917, siendo los únicos capaces de proponer alternativas aceptadas por las masas. Aún así, dentro de la dirección bolchevique existían fuertes restos o tendencias democraticistas de modo que un sector dudaba en la necesidad de que al menos la dirección volviera a la clandestinidad tras la reacción burguesa de primavera de 1917. Pero Lenin se salvó de ser detenido gracias a su insistencia en el principio de la seguridad.
De alguna forma, estas y otras características personales de Lenin, y de Krúpskaya, tomaron cuerpo en el “estilo bolchevique”, por la misma razón de que también son típicas del marxismo antes de Lenin, tema en el que no podemos extendernos ahora. Dicho estilo formó y moldeó a miles de bolcheviques de base, militantes que pensaban por su cuenta con una aproximación sorprendente a lo que pensaba
Lenin, como se demostrará con el tiempo, aunque sus líneas internas de información eran muy débiles y precarias. Fueron estas bases las que partiendo de pequeñas hojas y volantes clandestinos organizaron la resistencia, comprendieron la importancia clave de los embriones de soviets de soldados, obreros y campesinos, se incrustaron en ellos, sobre todo dentro del Ejército jugándose la vida con sus consignas de convertir la guerra imperialista en guerra civil. Es obvio que Lenin no creó de la nada el partido bolchevique, es obvio que éste se formó de la síntesis de las mejores tradiciones nacionales de las masas rusas con las mejores teorías revolucionarias del momento, con el marxismo. Sería idealista sostener lo contrario, pero en la interacción entre lo individual y lo colectivo, entre lo nacional y lo internacional, el papel de Lenin y de Krúpskaya --el machismo de la burocracia se confirma al ver cómo se ha menospreciado deliberadamente el gran papel de esta revolucionaria en el triunfo de Octubre-- fue el de catalizador de todo lo bueno.
La importancia de estas cuestiones radica en que nos presentan a un Lenin muy diferente al mito embalsamado. La práctica stalinista se ha basado en buena medida en el ideal del “militante de acero”, que supeditaba su personalidad y su vida entera, mal entendidas ambas, a la fe ciega en el partido, a la obediencia ciega y absoluta que se basaba más en una especie de fe mecanicista que en una asunción de la dialéctica marxista como arma, método, concepción y arte. Se decía que el partido bolchevique era compacto, férreo y sin fisuras porque así lo había decidido Lenin, y que la vida de sus miembros debía ser un repetición lo más exacta posible de la de su fundador. Otro tanto se impuso a las organizaciones stalinistas exteriores, que se convirtieron en marionetas de Moscú. Sin embargo, la realidad histórica es muy otra y nos presenta a una partido bolchevique dotado de una teoría que es ahora más actual que entonces ya que, por un lado, tanto las seis características vistas y sus respectivas soluciones como la “personalidad colectiva” del bolchevismo, que hemos rastreado en la vida de muchos de ellos que no sólo de Lenin y Krúpskaya, han cobrado mayor vigencia porque el capitalismo mundial está llevando a la humanidad al precipicio. El bolchevismo se formó en el dilema de “socialismo o barbarie”, y con la experiencia ha llegado a elaborar el dilema “comunismo o caos”.

Iñaki Gil de San Vicente

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