lunes, junio 13, 2016

¿Cómo podemos separar la verdad de las mentiras en los informes de crímenes de guerra?

Todos sabemos el problema. Cualquier periodista o historiador que tiene que contar atrocidades se enfrenta al mismo dilema. ¿Qué se hace cuando se informa de que un ejército, milicia o cuerpo de élite ha cometido un escandaloso crimen contra la humanidad -y realmente ha cometido muchas atrocidades en el pasado- cuando no se tiene ninguna prueba de que este evento en particular realmente ocurrió? Así leemos esta semana que "19 niñas yazidíes fueron quemadas vivas por negarse a tener relaciones sexuales con sus captores del Dáesh".
El insano contenido sado-sexual hizo que una historia vil se transformase en excitante. Así los periodistas, antes de que se escribiera sobre el caso, tuvieron la especial obligación de asegurarse de que era verdad. Pero, ¿lo era? En su revista Dabiq, el Dáesh ha presumido de la esclavización de las mujeres yazidíes. Han quemado prisioneros vivos y han filmando su agonía. Los asesinos del Dáesh han cortado cabezas de los cooperantes y periodistas extranjeros y han grabado estas mismas crueldades para que el mundo las vea. Han disparado sobre miles de presos en fosas comunes. Justamente esta semana las fuerzas iraquíes han descubierto un osario cerca de Faluya que contiene alrededor de 400 cuerpos, la mayoría de ellos de soldados iraquíes que recibieron disparos a quemarropa en la cabeza, incluyendo civiles acusados ​​de "espionaje".
Sin embargo había un gran problema con la terrible historia de las chicas yazidíes que supuestamente fueron inmoladas en Mosul. La información no se originó, como de costumbre, en el propio Dáesh, sino que provenían de una agencia de noticias kurda que tenía todas las razones para difundir propaganda sobre el “terrorismo” del Dáesh.
Los corresponsales locales en el Kurdistán iraquí tenían serias dudas acerca de la historia. En la prensa de Beirut no hay tabúes para mostrar fotografías de bebés muertos, la quema de mujeres o niños eviscerados. Pero – siempre hay un siniestro vuelco en la verdad– muchos periódicos árabes en el Líbano ignoraron una historia a la que normalmente habrían dado relevancia para relamerse en un abrir y cerrar de boca.
Ahora todos sabemos la historia de las monjas belgas crucificadas por las tropas alemanas que, supuestamente, clavaron en las puertas de la iglesia en su avance hacia Francia en 1914. El mundo quedó horrorizado por la barbarie prusiana a pesar de que los informes resultaron ser ficticios. El problema era que realmente las fuerzas alemanas cometieron atrocidades contra civiles belgas, poniendo tanto a mujeres como a hombres frente a sus pelotones de ejecución después de que los soldados alemanes recibieran disparos de francotiradores en el área alrededor de Lieja. Hay imágenes reales en los archivos de los patéticos cadáveres de esos pobres belgas, las mujeres con faldas blancas yaciendo entre los muertos. Pero era tal el disgusto del público cuando descubrió que la historia de las monjas crucificadas era falsa que las historias de las atrocidades alemanas llegaron a ser ampliamente descreídas.
En el caso del genocidio armenio, en el que las fuerzas turcas mataron a un millón y medio de cristianos armenios en 1915 -un crimen de guerra registrado con fotografías y un montón de testimonios de testigos presenciales-, nadie dudaba de que se produjeron estas atrocidades en masa. Los gobiernos aliados expresaron su horror, señalando que los oficiales alemanes que habían entrenado al ejército otomano habían sido testigos de lo que se convertiría en el primer holocausto industrial del siglo XX.
Sólo décadas más tarde, cuando la nueva Turquía de Ataturk se convirtió en una potencia regional, los gobiernos occidentales comenzaron a poner en duda estos hechos históricos de maldad del Imperio Turco Otomano. De hecho los gobiernos de Gran Bretaña y de Estados Unidos hoy en día han llegado a extremos casi excéntricos para negar que el mayor crimen de guerra de la Primera Guerra Mundial -en el que montones de bebés armenios fueron quemados vivos- en realidad se llevara a cabo. Sus oficiales se burlan con sólo escuchar esos cuentos sobre las monjas crucificadas. ¿Acaso no era otra ficción de la Primera Guerra Mundial?
Y así llegamos a Auschwitz. Europeos y americanos eran muy conscientes de la persecución nazi de los judíos mucho antes del estallido de la Segunda Guerra Mundial. El campo de concentración de Dachau ya existía. Pero cuando los primeros reportes de asesinatos en masa de judíos en la Unión Soviética llegaron a la neutral Suiza y a Londres en tiempos de guerra, fueron largamente ignorados. Incluso los primero reportes detallados sobre la gasificación de masas y la quema de judíos en Auschwitz y otros campos de exterminio en el este de Europa en 1942, estuvieron tapados bajo los escombros de las historias de terror acaecidas en Bélgica en 1914 y previamente desacreditadas. ¿No habíamos oído hablar antes de estas "atrocidades" alemanas?
El Daily Telegraph publicó los primeros informes de Auschwitz sólo en una corta historia en la mitad inferior de la primera página. Así la primera evidencia del Holocausto nazi, el numéricamente mayor crimen contra la humanidad en la historia moderna, se trató con la duda en lugar de la credibilidad. Se pagó a los aliados de la guerra para mantener las cosas estáticas: querían bombardear las ciudades alemanas, no los campos de exterminio nazis.
Pero, ¿qué se puede esperar de los gobiernos aliados que mantuvieron durante años después de la guerra -en el interés de complacer al tío José Stalin y sus sucesores- que la masacre del bosque de Katyn del cuerpo de oficiales polacos en 1940 había sido perpetrada por los nazis en lugar de por la policía secreta de la Unión Soviética? La lista sigue y sigue. Lo mismo ocurre con las falsas atrocidades. En 1982, por ejemplo, los periodistas israelíes dijeron que habían encontrado pruebas de que los guerrilleros palestinos en el Líbano meridional habían establecido una clínica en la que habían matado civiles y los colocaron de manera que su sangre podía ser drenada con el fin de suministrar transfusiones de sangre para los guerrilleros palestinos heridos.
La historia se derrumbó en cuestión de días. Sin embargo todavía aparece de vez en cuando entre los mitos de la guerra del Líbano entre los años 1975-1990, enturbiando las terribles y verdaderas atrocidades como la matanza de 1982 en Sabra y Chatila donde los aliados libaneses de Israel mataron a más de 1.700 civiles palestinos. Cada falsa atrocidad sangra dentro del cuerpo de la evidencia de otros crímenes, reales, contaminando la verdad para las décadas venideras.
Las monjas "crucificadas" ponen en duda los civiles belgas muertos de 1914 y, posteriormente, la primera evidencia del Holocausto. Los denominados "negacionistas del Holocausto" están ahora a la búsqueda de la más mínima discrepancia en la evidencia de los crímenes nazis para poner en duda toda la naturaleza criminal del régimen nazi. De manera que nosotros, los periodistas, tenemos que investigar con bisturís semánticos cada una de las bestialidades que se nos presenten, por lo general en el Medio Oriente. Porque si resulta que esas 19 niñas yazidíes nunca fueron quemadas hasta la muerte -y tenemos que esperar sinceramente que no haya ocurrido- a continuación los futuros "negacionistas" de los crímenes de Dáesh perpetuarán la "inocencia" de este culto vicioso por otra generación.

Robert Fisk
Counterpunch

Traducido del inglés para Rebelión por J. M.

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