Se cumplen siete años del primer golpe de Estado triunfante del siglo en América Latina. Con el crimen de Berta Cáceres aún fresco en el inconsciente colectivo, se consolida en Honduras el modelo excluyente y represivo impuesto con el derrocamiento de Zelaya.
José Manuel Zelaya llegó a la presidencia en enero de 2006 desde el Partido Liberal –uno de los dos partidos tradicionales- pero con el tiempo se fue corriendo unos pasitos a la izquierda. Decretó el otorgamiento de tierras a campesinos, aprobó un aumento del 64% al salario mínimo e impulsó, en 2008, el ingreso de Honduras a Petrocaribe y a la Alianza Bolivariana para los Pueblos de Nuestra América (ALBA).
A mediados de 2009, propuso una consulta popular para decidir la colocación de una cuarta urna en las elecciones previstas para noviembre. Esa cuarta urna permitiría votar a favor o en contra de la instalación de una Asamblea Constituyente. El plebiscito, previsto para el 28 de junio, fue el detonante que puso en marcha la conspiración. En la madrugada de aquel domingo, Zelaya era secuestrado por los militares, trasladado en pijama al aeropuerto Toncontín y despachado a Costa Rica.
El golpe, apoyado por los poderes Legislativo y Judicial, se había cocinado en la base militar estadounidense de Palmerola (70 km al norte de Tegucigalpa), base instalada en los ´80 como plataforma de ataque contra el gobierno sandinista de Nicaragua y los movimientos revolucionarios centroamericanos.
Asumía el gobierno de facto Roberto Micheletti, hasta ese momento presidente del Congreso. Como contraparte, florecía un inédito proceso de movilización popular que daba nacimiento al Frente Nacional de Resistencia Popular (FNRP), la mayor fuerza social y política de la historia hondureña reciente. Brotaba también una despiadada política de persecución y represión contra “La Resistencia”, que no se detuvo bajo la presidencia de Porfirio Lobo -surgida de las cuestionadas elecciones de noviembre de ese año que contaron con una abstención cercana al 70%- ni en el actual período gobernado por Juan Orlando Hernández.
Baño de sangre
Se estima que en estos siete años fueron asesinados más 300 militantes que luchaban contra el régimen de facto y los continuistas de Lobo y Hernández. Más de 100 víctimas son campesinos y campesinas. Es que el principal foco de resistencia se da en regiones de vasta producción de palma africana, donde las organizaciones rurales e indígenas libran una dura batalla por defender el territorio y los bienes naturales contra los terratenientes y los megaproyectos de las transnacionales.
El asesinato de Berta Cáceres, perpetrado por un grupo de sicarios el pasado 3 de marzo, no es un caso aislado. Pero sirve para evidenciar el grado de impunidad que reina en el país y la complicidad de todas las esferas del Estado, factores que abonaron el terreno para que se pudiera arremeter contra la vida de uno de los principales símbolos de la Resistencia hondureña, una lidereza ambientalista, indígena y feminista con destacada referencia internacional.
Otro blanco elegido por los golpistas han sido las y los trabajadores de la comunicación: desde 2009 se reportaron más de 50 casos de asesinatos a periodistas, convirtiendo al país en el segundo de América Latina (después de México) más peligroso para ejercer el periodismo. El informe “Situación de Derechos Humanos en Honduras”, publicado en febrero por la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH), confirma que antes de la alteración de la frágil democracia hondureña no existían asesinatos masivos de periodistas ni las altas tasas de mortalidad por homicidio que hoy imperan en el país.
La realidad política pos golpe abrió el camino, además, para que se disparara la violencia criminal. Según un estudio de la Oficina de las Naciones Unidas contra la Droga y el Delito, Honduras tiene el porcentaje de homicidios más alto del mundo: 90,4 por cada 100 mil habitantes, cuando la media mundial es de 8,8.
Estas cifras se explican además por el alto grado de impunidad. El propio gobierno ha confesado que sólo se investiga el 20% de los crímenes. Otro elemento que grafica el panorama es que Honduras se convirtió en una de las principales rutas del tráfico de drogas hacia el mayor consumidor mundial, Estados Unidos. En tanto, con un avance de la precarización y el desempleo, la situación laboral en el país no es menos preocupante.
Siete años después, el pueblo hondureño sigue pagando caro las consecuencias del golpe: el país se convirtió en el más violento de la región y uno de los más pobres (cerca del 70%), dos millones de personas han sido expulsados por la violencia y la miseria, 35 mil niñas y niños fueron arrojados a la red de trata y la prostitución infantil. Siete años después, Honduras sigue sumergida con niveles altísimos de corrupción, una economía quebrada y un sistemático proceso de persecución y criminalización de la protesta social.
Gerardo Szalkowicz
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