La “paz” en los tiempos de cólera
Por el cachetazo político que significa para la ‘comunidad internacional’ que promovía el voto por el Sí en Colombia, la victoria del No ha sido equiparada con el Brexit, que potenció las tendencias a la desintegración de la Unión Europea e hizo rodar la cabeza del primer ministro británico, James Cameron.
Este ‘Colombexit’ probablemente hunda los sueños de Santos de un nuevo mandato y añade zozobra a un continente expectante por el resurgimiento de las tendencias proteccionistas en Estados Unidos.
El vasto frente que impulsó los acuerdos, que iba de Macri al Partido Comunista, de Obama a Castro, reclama ahora con la misma tenacidad su sostenimiento a toda costa. También lo hicieron las principales cámaras empresariales del país. Más allá de Colombia, el proceso de paz busca generar una arena política común entre ‘nacionalistas’ y ‘derechistas’ del subcontinente, bajo el patrocinio del gran capital internacional (las Farc anunciaron en su X Conferencia su integración indeclinable al régimen político y colocaron como techo político el “mejoramiento de la democracia burguesa”). Los acuerdos se encuentran imbrincados, asimismo, con la apertura cubana.
El proceso de paz colombiano, adicionalmente, implica una oportunidad de negocios para el gran capital en el campo (Grobocopatel se anotó con un proyecto para producir soja, maíz y arroz en 3 millones de hectáreas ‘pacificadas’). Esto explica la presencia de los jefes del FMI y el BID en la ceremonia donde se firmaron los acuerdos.
En este cuadro, y después del traspíé, Santos ha impulsado una ronda de negociaciones con las principales fuerzas políticas, y probablemente asuma el planteo de “renegociación” de los acuerdos planteado por Uribe, fogonero del ‘No’ y principal vencedor de la jornada.
La mesa de negociaciones, que actualmente incluye al gobierno y las Farc, podría transformarse en un trípode que incluya a representantes del uribismo –con la anuencia de la guerrilla.
Uribe cuestiona lo que considera privilegios para la guerrilla en los acuerdos de paz: penas benignas a cambio de información, representación política asegurada en el Congreso, subsidios para la reinserción en la vida civil, entre otras prerrogativas.
Todo esto redundará en una fuerte presión a las FARC en aras de mayores concesiones que las que hicieron durante los diálogos de La Habana. Santos anunció que el cese al fuego expira el 31 de octubre, a modo de intimación a una guerrilla que ha ordenando un repliegue a “sitios seguros”.
Resultados
El ‘Sí’ se impuso en diecinueve departamentos sobre un total de treinta y dos. Cosechó una buena diferencia en Bogotá (56%) y en algunos de los departamentos más golpeados por el conflicto.
El ‘No’, pese a ser derrotado en la mayoría de los departamentos, ganó en núcleos urbanos muy poblados. En Medellín, segunda ciudad del país y capital del departamento de Antioquia, donde talla fuerte el uribismo, obtuvo el 62%. También el ‘No’ registró éxitos en el Norte de Santander, lindante con Venezuela, y en Bucaramanga.
El otro dato político de la elección es la enorme abstención. Aunque la participación superó los objetivos del gobierno, que había rebajado el umbral de participación necesaria para la ratificación de los acuerdos por temor a una concurrencia ínfima a las urnas, la abstención superó el 60% del padrón.
Esta apatía ha sido calificada por Atilio Boron como una “irresponsable indiferencia” de la ciudadanía (Página/12, 3/10). Pero la abstención en Colombia ya había arrojado guarismos similares en las últimas elecciones presidenciales y tasas superiores al 50% desde los ’90.
El régimen político colombiano se encuentra profundamente desacreditado por su colusión con el narcotráfico y por el empobrecimiento de las masas. Sus partidos históricos, liberales y conservadores, han perdido fuerza y han emergido nuevas formaciones políticas.
La aseveración de Borón escamotea también una crítica del frente que impulsó el Sí, incluyendo a las propias Farc.
En el caso de Santos, su impopularidad asciende al 76% según algunas encuestas. Para entender este rechazo basta ver un panorama general de Colombia: el crecimiento económico se está desacelerando y el gobierno responde con medidas que perjudican a los trabajadores.
En el mes de marzo, Colombia vivió importantes movilizaciones contra el magro aumento del salario mínimo, contra el acuerdo de libre comercio con Estados Unidos, y contra la privatización de Isagén (empresa generadora de la energía eléctrica). Antes, hubo importantes protestas en el campo por los efectos devastadores de los acuerdos comerciales con los yanquis.
En Colombia, el salario mínimo es de 210 dólares (la mitad de la canasta familiar) y la informalidad laboral asciende al 60% en la construcción, 65% en comercio y hoteles, 57% en las telecomunicaciones (El Tiempo, 25/4). Un reciente decreto generaliza la tercerización laboral, según denuncias de la Escuela Nacional Sindical. En medio del proceso electoral, el gobierno anunció una regresiva reforma tributaria que aumentará el IVA del 16 al 19%. Y todo esto se completa con un cuadro represivo: 30 activistas sindicales, sociales y de derechos humanos han sido asesinados en 2016 (Nodal, 16/9).
De cara a esta insatisfacción popular, los sectores de izquierda que apoyaron el plebiscito (y a Santos en el último ballotage) han quedado anulados como factor político independiente.
Pero si es unilateral atribuir la derrota de los acuerdos a un repudio popular a la guerrilla, como hacen muchos medios, no lo es menos eximirlas de responsabilidad. Las Farc, originadas como una guerrilla de arraigo popular en los levantamientos campesinos de los ’50 (aunque pregonando siempre una política de colaboración de clases), hace tiempo que ingresó en un proceso de descomposición y aislamiento. Todo un sector de los explotados las visualiza como un aparato extraño y ajeno a su experiencia cotidiana, e incluso como una fuerza vinculada al narcotráfico.
Este aislamiento político, según algunos analistas, selló también la suerte militar de la guerrilla, que llegó profundamente debilitada a la mesa de negociaciones de La Habana.
Un elemento que había quedado marginado políticamente en el último período, como Uribe, supo imponerse en las elecciones explotando las limitaciones profundas de sus adversarios. Ha aprovechado, incluso, el derrumbe venezolano, machacando insistentemente contra la supuesta conversión “castrochavista” de Santos.
El proceso de paz colombiano podría calificarse como una ‘paz tardía’. Los intentos de ‘cerrar la grieta’ en el subcontinente chocan con el volcán social y político sobre el que se asientan sus regímenes, y que incluye fuertes procesos de resistencia de las masas.
Gustavo Montenegro
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