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martes, noviembre 08, 2016
Llegó el día: ¿quiénes definen la elección presidencial en Estados Unidos?
Hoy es el día de las elecciones presidenciales en los Estados Unidos. Durante las últimas jornadas no han cesado de crecer las especulaciones sobre quién será el próximo ocupante de la Casa Blanca.
Las encuestas (y la lógica política liberal bienpensante) dicen que, por un estrecho margen, la ganadora será la candidata demócrata, Hillary Clinton. Esto a pesar de ser tan impopular como su rival, Donald Trump. Para este resultado trabajan con prisa y sin pausa las grandes corporaciones y los medios que han dado su endorsement (apoyo) a Hillary.
Pero en estos casos es útil tener presentes los errores más resonantes de los encuestadores, a quienes se les ha pasado -por ejemplo- el triunfo del Brexit en el Reino Unido.
Por eso, aunque parezca improbable, nadie se anima a descartar de plano que gane el magnate republicano. Trump hizo bandera del populismo para canalizar en el voto el descontento y el odio hacia la casta política de un enorme ejército de norteamericanos enojados, que se sienten los losers de la globalización y encuentran en el discurso demagógico de este billonario un eco de sus preocupaciones y temores.
El suspenso se mantendrá hasta que se conozcan los resultados de los llamados “swing states” y, en particular, los del viejo cinturón industrial, que son aquellos que han oscilado entre republicanos y demócratas y que por su peso pueden definir la elección.
Algunos elementos para tener en cuenta y para hacer apuestas antes de la votación
Como definición más general, es la elección más polarizada de las últimas décadas, mucho más que las dos anteriores que llevaron al triunfo a Barack Obama. Esto ocurre producto de la profunda fragmentación social que dejó de herencia la crisis de 2008.
La virulencia de la campaña, la crisis del bipartidismo tradicional, la emergencia por derecha de Trump y por izquierda de Sanders, son fenómenos que la mayoría de los analistas leen como anticipos de las tensiones sociales y políticas que deberá enfrentar la próxima administración, más allá del signo político.
En el terreno electoral, esta polarización exacerbada probablemente agudice las tendencias demográficas que se vienen expresando en las últimas décadas.
El discurso nacionalista y conservador de Trump busca reafirmar el voto republicano en el electorado mayormente cristiano, concentrado en las áreas no metropolitanas, masculino, de mediana edad, nivel educativo medio o bajo, en particular en un sector amplio de trabajadores del sector manufacturero (los trabajadores de “cuello azul”), que desde la elección de Reagan han cambiado sus lealtades (a excepción de la elección de Bill Clinton en 1992 y 1996).
Lo que varios analistas han definido como la “coalición de la restauración” en aquella en la que convergen sectores postergados sensibles a la demagogia derechista, ricos que están por el recorte de impuestos, sectores medios que se oponen a la asistencia estatal a los más pobres, y conservadores religiosos que ven amenazados los valores tradicionales por los cambios demográficos y culturales de las últimas décadas.
Se espera que Hillary mantenga la ventaja demócrata en los grandes centros urbanos (los estados costeros), entre los trabajadores de “cuello blanco”, principalmente sindicalizados, los sectores con mayor nivel educativo, las mujeres y las minorías (afroamericanos y latinos). Aunque aún es una incógnita si logrará que vayan a votar por ella los jóvenes, los llamados “millennials”, que han sido muy refractarios a la candidata demócrata.
Hasta hace algunos meses, el cálculo demográfico daba la victoria al partido demócrata porque, por definición, su coalición electoral es expansiva, mientras que el núcleo duro del voto republicano disminuye su peso. Pero desde que Trump se alzó con la nominación en contra del establishment de su partido y de las grandes corporaciones, se acabaron las certezas.
Lo único que sigue en pie es que ambos candidatos tienen un récord de impopularidad más allá de su base electoral más estrecha. En ese marco, Trump sintoniza mejor con el rechazo a la burocracia política de ambos partidos y en eso reside en gran parte el factor sorpresa que pueda dar el 8 de noviembre y que puede ser una suerte de “voto vergonzante” que no registran las encuestas.
Por debajo de la superficie electoral hay movimientos tectónicos, de largo plazo, que muy probablemente profundicen las grietas y la fragmentación política y social.
Estas movimientos no son solo económicos, sino también geográficos, culturales, de género y generacionales, aunque como siempre, la economía determina en última instancia. Por lo tanto no solo definirán una elección sino que condicionarán la política de la clase dominante en los próximos años. Esto ya se vislumbra en las fricciones entre las instituciones estatales y más en general del aparato de dominio burgués, que meten la cola en la elección y ensucian y favorecen a uno u otro candidato, como vimos recientemente con el escándalo desencadenado por el FBI (al que muchos llaman “trumplandia”) por los mails de Hillary Clinton.
El giro más impactante relacionado con las consecuencias de la crisis de 2008 es el rechazo al libre comercio. Esto no es menor ya que se trata de una de las claves de la prosperidad de los monopolios norteamericanos, y una política tradicional tanto de republicanos como demócratas que defienden sus intereses.
Según una encuesta realizada entre agosto y septiembre de este año por Politico-Pro Harvard, el 65% de los encuestados respondió que las políticas comerciales internacionales han llevado a la pérdida de empleos norteamericanos. Solo un 13% respondió que crearon puestos de trabajo y un 15% que no tuvieron efectos.
Este vuelco hacia el proteccionismo explica en parte el divorcio entre las bases y las burocracias partidarias, que es más agudo en el partido republicano. Según esta misma encuesta, un 85% de los republicanos responsabiliza a la “globalización” por la pérdida de puestos de trabajo, en contraste, 49 de 54 senadores republicanos le dieron a Obama el “fast track” para avanzar con el Tratado Transpacífico en junio del año pasado. Llamativamente, la mayoría demócrata votó en contra de su propio presidente. La tijera entre representantes y representados no podría estar más abierta. Viendo estas cifras se hace más comprensible el ascenso de Trump y la crisis del bipartidismo norteamericano.
Se espera que Clinton retenga el voto de las minorías no blancas, que han aumentado cualitativamente su peso en el electorado de conjunto. La alta participación de afroamericanos fue clave para la victoria de Obama. Difícilmente Hillary pueda repetir ese récord histórico, aunque está claro que gran parte del esfuerzo de su campaña será garantizar que vayan a votar frente al fantasma de Trump. Según el think tank del partido demócrata Latino Decisions, votarían entre 13,1 y 14,7 millones de latinos, comparado con 11 millones en 2012 y 10 millones en 2008. Un 79% lo harían por la candidata demócrata y un 18% por Trump, que expresa un sector conservador que ve que la llegada de nuevos inmigrantes pone en riesgo sus empleos y sus condiciones de legalidad en el país.
La ventaja más clara de Hillary Clinton es la “brecha de género”: el electorado femenino mayormente tiende a votarla contra Trump un misógino confeso, acusado de abusos varios, que podría poner en riesgo conquistas históricas como el derecho al aborto.
La gran incógnita es cómo actuarán los “millennials”. En 2008 Obama ganó dos tercios de los votos de los jóvenes menores de 30 años y en 2012 aunque perdió parte de este electorado, aún retuvo el 60% de los votos en este sector. Esta generación tiene una importancia crucial. Por primera vez su peso es equivalente al de la generación de los llamados “baby boomers”, aunque sus tasas de votación son mucho más bajas.
Esta generación, que es más multiétnica y diversa, rechaza masivamente a Trump que a sus ojos representa el intento de restaurar la autoridad masculina y blanca.
A diferencia de Obama que los entusiasmó y luego decepcionó, Hillary nunca conquistó a estos jóvenes, que son la base del fenómeno Sanders. Todavía no está claro si se abstendrán de votar, si votarán por la candidata del Partido Verde, Jill Stein, o si "con la nariz tapada" votarán por Hillary, la destilación casi en estado puro del establishment de Washington, la más halcón entre los demócratas, que promete reforzar la intervención imperialista en el mundo.
A pesar de esto, los progresistas han sostenido mayoritariamente la lógica del “mal menor”: elegir a la halcón Hillary contra el racista, xenófobo y misógino Trump. Quien dio la nota fue Slavoj Zizek que dijo que si fuera norteamericano votaría por Trump, porque mientras Hillary se oculta tras la máscara progresista, Trump mostraría la crisis del poder político al desnudo y aceleraría una respuesta política. Si el “mal menor” ha sido el “fantasma” imposible para atravesar del progresismo y el seguro de vida del partido demócrata, la alternativa de “cuanto peor, mejor” no puede parecer más bizarra: la alta adhesión al discurso racista y antiinmigrante de Trump entre los sectores populares es un severo llamado de atención para todos/as los que nos consideramos de izquierda y peleamos por una revolución obrera y socialista.
En la década de 1970, el genial escritor Gore Vidal había definido que en Estados Unidos existe un solo partido, el de la propiedad privada, con dos alas derecha: los republicanos y los demócratas. La gran lección que deja la campaña es la necesidad imperiosa de construir una alternativa política de las y los trabajadores y jóvenes contra los dos partidos de la burguesía imperialista norteamericana.
Claudia Cinatti
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