martes, noviembre 15, 2016

Los números del terror



En este detallado informe se da por tierra con los argumentos del Gobierno y de quienes buscan minimizar y reducir la cifra de los detenidos desaparecidos durante la dictadura.

Informe especial sobre lo que se esconde detrás del regateo respecto a los ciudadanos desaparecidos. Publicado originalmente en el blog del autor Lo que no dije en Recuerdos de la muerte

La clase dominante encara una operación política de magnitud, concebida y ejecutada por los sectores más reaccionarios, para resucitar la teoría de los dos demonios, amnistiar a los genocidas condenados, acusar a militantes revolucionarios, para luego “perdonarlos” también y culminar todo con la “reconciliación” generalizada. Operación política y aún cultural que empezó bastante antes de este descarado, inmoral e innecesario regateo sobre el número de ciudadanos desaparecidos.
En política los símbolos cuentan muchísimo y para todo ese sector de la sociedad argentina que de un modo u otro se benefició con la dictadura militar había que limar, achicar y de ser posible ensuciar el número-símbolo de 30 mil desaparecidos, que durante décadas de impunidad, fue bandera de unidad de todas las víctimas del terrorismo de Estado.
No es verdad lo que dicen algunos pretendidos “humanistas”, que es lo mismo 8 mil o 9 mil que 30 mil. Si lo rebajan es porque cada desaparecido tiene por detrás un universo familiar y afectivo, que multiplica la aberración de la desaparición forzada convirtiéndola en un crimen social de magnitud masiva. Políticamente determinante. Para tener una aproximación matemática a la gran cantidad de argentinos perseguidos por la dictadura genocida, basta recordar que hubo cientos de miles de exiliados, que emigraron -precisamente- para no engrosar el número de desaparecidos. Multipliquémoslos por sus familiares y amigos y tendremos una idea de lo que pretendo decir con “políticamente determinante”.
Al rebajar la cifra, además, procuran acercarla a las víctimas provocadas por la guerrilla, porque no han renunciado ni renunciarán a la aberración moral y jurídica que supone “la teoría de los dos demonios”. Afortunadamente Argentina adhirió constitucionalmente a las leyes internacionales que condenan como “crímenes de lesa humanidad” a los perpetrados desde el Estado, pero ni eso ha detenido la fiebre “revisionista” de los sectores más retrógrados de la justicia.
Baste recordar los casos Rucci y Larrabure -en los que yo mismo fui injustamente perseguido a nivel judicial- para advertir cómo se quiere eliminar de nuestra jurisprudencia el concepto de “crimen de lesa humanidad”, correctamente definido por el doctor Esteban Righi, cuando fue Procurador y negado después de su salida del Gobierno por la Cámara de Apelaciones de Rosario que ordenó continuar el proceso Larrabure, de manera totalmente inconstitucional.
La jugada se inició -a nivel político y cultural- en las postrimerías del actual gobierno, bastante antes de que CFK dejara la escena, y prosperó rápidamente merced al desprestigio alcanzado por varias organizaciones humanitarias que se convirtieron en apéndices de la facción gobernante.
Si antes de los Kirchner, Madres y Abuelas eran prácticamente sagradas para amplios sectores de la sociedad, conductas injustificables como la de Hebe de Bonafini favorecieron los planes revanchistas de la derecha.
Esta devaluación permitió que figuras visualizadas socialmente como “progresistas”, la diputada Elisa Carrió y la profesora Graciela Fernández Meijide, que tiene un hijo desaparecido y realizó toda su carrera política a la sombra de esa tragedia personal, organizaran exposiciones públicas junto con montoneros arrepentidos como Luis Labraña y familiares de militares presuntamente asesinados por la guerrilla del ERP, como el señor Arturo Larrabure, con el viejo objetivo de la reconciliación. Tema caro a todos los genocidas del mundo, empezando por los falangistas españoles (varios de los cuales están actualmente en el poder) que primero asesinaron a un millón de españoles y luego participaron como ovejitas democráticas en el Pacto de la Moncloa. Así va España, que a 80 años de la guerra civil todavía sigue con miles de muertos republicanos insepultos.
Un poco antes, algunos escribas vinculados -orgánica o afectivamente- a los servicios de inteligencia, comenzaron un proceso “revisionista al revés” de la historia reciente, que fue fogoneado intensamente por los grandes medios, tradicionalmente subordinados a Estados Unidos y al poder económico local.
Uno de esos escribas, Ceferino Reato, exjefe de prensa del corrupto embajador menemista Esteban Caselli (vinculado a Yabrán y a la P-2) y autor de una hagiografía sobre José Ignacio Rucci, que fue financiada por el “combativo” dirigente rural Gerónimo “Momo” Venegas, inició con su entrevista al genocida Jorge Rafael Videla, el regateo histórico de los 30 mil, que se redujeron a menos de un tercio. Ahora dice que estamos “chapoteando en la sangre y el barro de los setenta”, pero fue él quien se zambulló primero. Y no en la sangre y el barro precisamente, sino en una sustancia más hedionda.
Después vino una legión de pseudohistoriadores y periodistas a sueldo de 25 de Mayo, con una campaña macartista antiguerrillera y, en particular, antimontonera, de extraordinaria virulencia y gran efectividad. Pero nunca, desde los tiempos de la Conadep alfonsinista, ningún funcionario del área se había animado a dar, taxativamente, una cifra oficial sobre desaparecidos. La Conadep, conviene recordarlo, publicó en marzo de 1985 sus Anexos del Informe de la Comisión Sobre Desaparición de Personas, donde consignó tres listas: la de “personas desaparecidas por apellido paterno”; la de “personas vistas en lugares de detención” (obviamente clandestinos) y los nombres y ubicaciones de los Centros Clandestinos de Detención, que ya entonces alcanzaban el terrible número de 365. (A un cálculo ridículo de 30 personas por centro ya estaríamos en 10.950 desaparecidos). Más prudente, la Conadep dejó varios centros sin ningún desaparecido y contabilizó 8.961 casos de personas desaparecidas “por apellido paterno” y 2.510 casos de “personas vistas en centros de detención”. Si las sumamos la cifra resultante es 11.471.
Los datos que registró la Conadep tienen un gran valor porque fueron recolectados cuando aún imperaba el terror a los militares. Baste recordar que en marzo de 1984, cuando el doctor Raúl Alfonsín ya llevaba cuatro meses al frente del gobierno constitucional, la desaparecida Cecilia Viñas de Penino se comunicaba telefónicamente con su familia desde la Base Naval de Mar del Plata donde continuaba en calidad de “detenida-desaparecida” y donde desapareció para siempre después de haber parido un hijo del que se apropió el jefe de la ESMA, el capitán de navío Jorge Vildoza. No es el único caso. Hay muchos más. Especialmente en áreas rurales. La tendencia lógica es que, con el paso del tiempo, las denuncias aumentaran, no disminuyeran.
Pero he aquí -parajodas de la democracia argentina- que al llegar a la Secretaría de Derechos Humanos del gobierno kirchnerista, el hijo de desaparecidos Martín Fresneda creara un pomposo “Registro Unificado de Víctimas del Terrorismo de Estado” (Rutve), que rebajó el listado a 6.348 casos de desapariciones forzadas más 952 personas asesinadas que no estuvieron desaparecidas.
Esos datos, que hubieran debido ser cotejados con distintos conteos y fuentes por una comisión internacional absolutamente imparcial, le vinieron como anillo al dedo al gobierno de Mauricio Macri. Si los propios kirchneristas, que se jactaban de ser la continuidad de la juventud de los setenta, rebajaban la cifra inicial y precaria de la Conadep en vez de subirla, la mano les venía de perillas. Ahora había que hacerlo público por muchas razones -entre otras- para terminar de sepultar a los organismos de derechos humanos y bajarle el precio al kirchnerismo, ya muy alicaído con las causas por corrupción. “Eran todos chorros”, es el grito de guerra pera pulverizar la entrega y el heroísmo de una generación entera y amalgamarla con la basura política contemporánea.
Primero salió a regatear desapariciones el ministro de cultura de Buenos Aires, Darío Lopérfido, el del apellido premonitorio y se armó tal escándalo que se tuvo que ir -literalmente- al Colón. Había tenido letra previa del actual Ministro de Cultura de la Nación Pablo Avelluto, quien escribió en un libelo municipal que había que rebatir los libros como “Recuerdo de la muerte” de Miguel Bonasso, que hacían la apología de la guerrilla y contar lo que Cecilia Pando llamaría “la verdad completa”. Mi antiguo editor en Planeta olvidó consignar la narración del juicio a Tulio Valenzuela, que ha sido una de las narraciones más autocríticas sobre Montoneros.
Luego, el propio presidente Mauricio Macri dijo en una entrevista periodística que habíamos vivido “una guerra sucia” y que él “no tenía idea (sic) de si eran 9 mil o 30 mil”. Le creo que no tuviera idea de este tema porque como diputado nunca vi que tuviera idea de nada. Por lo tanto ignora que la expresión “guerra sucia” fue inventada por la contrainsurgencia francesa (guerre sale) para justificar torturas y crímenes en Vietnam y en Argelia. Finalmente, el primer mandatario agregó, con desaprensión total: “Esta es una discusión sin sentido: la mayor prioridad del gobierno son los derechos humanos del siglo XXI”.
Faltaba un golpecito de efecto para oficializar la mentira y vino. En agosto pasado una fantasmal Asociación Civil Ciudadanos Libres por la Calidad Institucional, conducida por el abogado José Lucas Magioncalda, a quien fuentes de Comodoro Py consideran un “denunciador serial”, le “exigió” al secretario de Derechos Humanos Claudio Avruj un listado completo de los desaparecidos y asesinados por la dictadura. Impresionado posiblemente por los antecedentes caceroleros de Magioncalda, que estuvo entre los organizadores de la protesta del 13 de marzo de 2013, (junto, entre otros, con el nazi Biondini) Claudio Avruj le pasó los antecedentes del kafkiano Rutve y salió él mismo a decretar el número de desaparecidos. Primero dijo que habían sido 6.348, luego subió a 7.010, más 1.561 asesinatos producidos desde 1973 hasta el retorno a la democracia.
Más allá de las dudas gigantescas sobre las cifras aportadas por la Secretaría de Derechos Humanos, surgen preguntas inevitables: ¿por qué no lo dijeron antes? ¿por qué no dijeron donde están? ¿por qué no dijeron lo que les hicieron? ¿por qué no dijeron quién los hizo desaparecer? ¿por qué le responden al sello de goma de un denunciador serial y nunca le dieron ni cinco de pelota a Madres, Abuelas, Hijos y Familiares en general? ¿porqué no le cuentan la verdad a los países que tuvieron ciudadanos secuestrados como España, Suecia, Francia, Italia, Alemania o Estados Unidos, entre otros?
¿Qué significa esta frivolidad sobre una tragedia que afecta -de manera directa e indirecta- a millones de argentinos?
Pero, además, esta respuesta inhumana, es falsa.
Hace diez años, el viernes 24 de marzo de 2006, el periodista de investigación Hugo Alconada Mon, publicó en La Naciónuna nota fechada en Washington que llevaba el siguiente copete: “Treinta años después del golpe militar, nuevos documentos desclasificados muestran que los militares estimaban que habían matado o hecho desaparecer a unas 22.000 personas entre 1975 y mediados de 1978, cuando aún restaban cinco años para el retorno a la democracia”.
“El cálculo -continuaba el artículo- aportado por militares y agentes argentinos que operaban desde el Batallón 601 de Inteligencia a su par chileno Enrique Arancibia Clavel, aparece entre los documentos que logró sacar a la luz el Archivo de la Seguridad Nacional de la Georgetown University, y a cuyas copias accedió La Nación”.
Arancibia Clavel, espía de la DINA chilena, fue condenado en el año 2004 por la justicia argentina, dada su participación junto elementos de la CIA y la Policía Federal Argentina en el asesinato del general chileno Carlos Prats y su esposa. Un asesinato que preludió el famoso Plan Cóndor de cooperación entre las dictaduras militares de Centro y Sudamérica.
En el citado artículo de La Nación, Alconada Mon agrega que “también en 1978 otro documento del Departamento de Estado ya estimaba en 15 mil los desaparecidos”. Y 15 mil desaparecidos fue la cifra que aportó en marzo de 1977 Rodolfo Walsh en su célebre Carta a la Junta Militar. Aún faltaban seis años terribles para que se acabara la dictadura y la matanza generalizada.
Es importante regresar al número de centros clandestinos de reclusión, que ya en 1984 sumaban 365. Si en la ESMA solamente pasaron más de 5.000 argentinos y sobrevivió un puñado que apenas sobrepasa los cien; si el tétrico general Ramón Camps se jactaba de que bajo sus órdenes habían perecido cinco mil subversivos en la provincia de Buenos Aires; si por el Campito de Campo de Mayo habían pasado otros cinco mil y la Perla de Menéndez y el “Nabo” Barreiro había sido el calvario secreto de más de dos mil, ¿de cuántos estamos hablando? Si a todo esto se agregaban los prisioneros del Operativo Independencia y los de toda la provincia de Tucumán, bajo control del corrupto general Antonio Domingo Bussi (el que lloraba por sus cuentas en Suiza), es obvio que 7.010 es una cifra ridícula e inmoral. Si sumamos todos los centros clandestinos identificados hasta el día de hoy es altamente posible que el número de 30 mil, que tanto irrita a la clase dominante se quede muy chico.
Robert Hill, embajador norteamericano en Argentina informó a sus superiores en 1978: “Es nuestra estimación que al menos varios miles fueron asesinados y dudamos que alguna vez sea posible establecer una cifra más específica”. Entre otras cosas, porque después de la vergonzosa derrota en Malvinas los jefes militares ordenaron quemar todos los archivos referidos a la represión clandestina.
Sin embargo, una versión de la época aseguraba que había microfilmaciones guardadas secretamente en el extranjero: concretamente en el Cedid español y en el Mossad israelí.
Algún día, tal vez, aparecerán los documentos probatorios, mientras tanto, para mí y para millones de argentinos los 30 mil son sagrados. Con los desaparecidos no se jode.

Miguel Bonasso

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