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miércoles, octubre 10, 2018
Guevara como mito
Nota de edición: Ayer [9 de octubre de 2018] hace 51 años asesinaron al Che [1], un hombre nuevo en un mundo todavía viejo. Su lucha tuvo sentido ayer, hoy y para siempre. Guevara era un comunista marxista, un revolucionario laico. Fernández Buey reflexiona sobre su conversión en un mito.
I
Ni que decir tiene que Ernesto Guevara no se consideraba un mito. Tampoco le habría gustado que la gente hablara de él con esa palabra. Si se le hubiera preguntado al respecto probablemente habría contestado como Brecht acerca de las lápidas: “No necesito lápida, pero/ si vosotros necesitáis ponerme una/ desearía que en ella se leyera: /Hizo propuestas. Nosotros/ las aceptamos. /Una inscripción así/nos honraría a todos.” O tal vez habría dicho algo parecido a lo que decía hace poco Rossana Rossanda al ponerse a escribir sus recuerdos de comunista del siglo XX: “Los mitos son una proyección ajena con la que no tengo nada que ver. No estoy honrosamente clavada en una lápida, fuera del mundo y del tiempo. Sigo metida tanto en el uno como en el otro”. Bastaría con cambiar los tiempos de los verbos.
Nadie en su sano juicio pretende ser un mito o convertirse en mito. Y de la vida y la obra de Guevara se podrán decir muchas cosas, a favor o en contra, pero no se podrá decir que el hombre no estuviera en su sano juicio. Lo que él quería dar de sí o dejar a los otros en herencia lo dejó dicho en un poema que escribió a Aleida Mach desde Bolivia y que tituló “Contra viento y marea”. Dice así:
Este poema (contra viento y marea) llevará mi firma. // Te doy seis sílabas sonoras,// una mirada que siempre lleva (como un pájaro herido) ternura, // una ansiedad de agua tibia y profunda, // una oficina oscura donde la única luz es la de estos versos míos, // un dedal muy usado para tus noches aburridas, // una fotografía de nuestros hijos. // La bala más hermosa de esta pistola que siempre me acompaña, // la memoria imborrable (siempre latente y profunda) de los niños // que, un día, tú y yo concebimos, // y el pedazo de vida que me resta, // esto lo doy (convencido y feliz) a la Revolución. // Nada que pueda unirnos tendrá mayor poder.
II
La creación de mitos es, como se sabe, cosa del pensamiento religioso, prefilosófico, preilustrado. Guevara era un comunista marxista, un revolucionario laico. Y en principio el comunista marxista, el revolucionario laico, no necesita mitos. Se da a los otros, a los próximos, a los de abajo por los que lucha, con la fuerte convicción de que la revolución liberadora es inevitable y de que él mismo es parte de la revolución en marcha. No espera nada de los suspiros religiosos de la criatura oprimida. Lo espera todo de la razón apasionada de quienes quieren emanciparse y, a lo sumo, se piensa a sí mismo como parte de la chispa que producirá el incendio que cambiará el mundo. Busca la coherencia entre el decir y el hacer en el plano individual y en el plano colectivo.
Pero dicho eso, también sabemos: la revolución no es, no ha sido, no será pura racionalidad. Es pasión razonada o razón apasionada. Y en la medida en que la pasión es parte esencial de la actividad revolucionaria el comunismo marxista, como toda tradición emancipatoria, ha tenido también una dimensión que enlaza con la del pensamiento religioso, prefilosófico y preilustrado. No se puede negar eso. Por muy racional que haya sido el pensamiento de los clásicos de la tradición comunista marxista y por mucho que éstos se hayan negado de la manera más explícita a ser convertidos en mito, lo cierto es que, en unos casos más y en otros menos, lo han acabado siendo. La identificación comunitaria, por abajo, con los padres fundadores de una tradición emancipatoria lleva a eso. Hasta es posible que la tendencia a la creación de mitos, también en el mundo moderno y post-ilustrado, tenga que verse como prolongación de una de las “ilusiones naturales” de los humanos de las que no podemos prescindir. Algo así intuyó ya Sorel (y con Sorel, el joven Gramsci).
Si hubiera que hacer teoría del mito comunista esto que estoy esbozando aquí se podría formular así: independientemente de su intención racionalista e ilustrada (basta con pensar en aquello, tan repetido, del paso del socialismo utópico al socialismo científico), toda tradición que incluye praxis emancipatoria de los de abajo acaba incorporando en su desarrollo una dimensión para-religiosa que impulsa a la creación de mitos. Por eso también el revolucionario comunista marxista ha tenido (y sigue teniendo) “santos” (por laicos que éstos hayan sido) de su devoción. Y, vista la cosa con la distancia que da el tiempo transcurrido, se podría añadir, para que no haya lugar a dudas, que esto no es un hecho histórico determinado sólo, como a veces se ha dicho, por el “atraso” (económico, cultural, etc.) del lugar, país o circunstancia en que cuajan las ideas. Pues también la posmoderna crítica de todos los grandes relatos, que se presenta a sí misma con ínfulas desmitificadoreas, parece abocada a construir sus propios mitos.
III
Desde esta perspectiva nada tiene de extraño, por tanto, la mitificación de Che Guevara, el cual, por lo que había hecho durante la revolución cubana, era ya algo así como una leyenda antes de su muerte. La creación del mito Guevara tiene particularmente que ver, como se sabe, con dos fotografías: la que se tomó inmediatamente después de su muerte, ya cadáver; y la que le hizo Korda en La Habana.
De la primera se ha dicho muchas veces que recuerda tanto a la imagen del Cristo yacente de Andrea Mantegna, el pintor de Quatrocento italiano, que remite inmediatamente a lo que toda persona familiarizada con la tradición cristiana conoce: la idea de la resurrección del salvador. Y no es casual que eso mismo haya estado tan presente en tantas y tantas celebraciones conmemorativas del día de la muerte de Guevara: “Che vivo, como nunca te quisieron”, decía una pintada en Cochabamba, muchas veces repetida también. Por supuesto que, para los amigos de la revolución social, este estar vivo del guerrillero revolucionario no puede ser la resurrección real del otro, en la que creen los cristianos que tienen fe. Pero la diferencia es poco relevante en la creación del mito (que, por lo que se sabe ahora, es seguramente un mito precristiano). Lo importante es el estar vivo del personaje en el imaginario precisamente en la medida en que esto remite a la vigencia del ideal que el personaje representó.
Sobre la otra foto, la que más ha contribuido a la conversión de Guevara en mito, la foto tomada por Alberto Díaz (Korda) el 5 de marzo de 1960, cuando Guevara tenía 31 años, se ha escrito tanto que me puedo ahorrar el comentario ahora. Todo el mundo la recuerda. Es el Che vivo en su mejor momento, la mejor de las imágenes posibles del revolucionario. Ya era tan buena en el momento en que, gracias a Feltrinelli, se hizo pública por vez primera, siete años después de la muerte del Che, que ni siquiera han hecho falta las técnicas de la manipulación informática para mejorarla. Todas las demás fotos conocidas del Ché remiten a ella, e incluso las fotos que hemos conocido muchos años después, en alguna de las cuales se ve a Guevara calvo y ridículamente disfrazado o roto ya definitivamente por la enfermedad y las penalidades, nos hacen pensar, por comparación, en la apostura del personaje que retrató Korda, en aquellos ojos suyos, en la profundidad de su mirada atenta.
Algunos hemos tenido otras fotos de otros revolucionarios colgando de las paredes de nuestros cuartos y a veces compitiendo allí con la foto de Guevara. Ninguna es comparable. Y cuando uno ve las fotos de actos conmemorativos, de ayer o de hoy, presididos por el póster con aquella imagen del Che, fotos en las que se ve en primer plano a personajes que merecen nuestra admiración y nuestro respeto, en lo primero en que suele fijarse, de todas formas, es en la prestancia del personaje del fondo; hasta el punto de que, por lo general, ante fotos así tendemos a pensar enseguida si lo que habrán dijo estos otros personajes que hoy se sientan a la mesa conmemorativa estará en consonancia con lo que fue e hizo aquél.
Esto es lo que habitualmente sienten las personas que siguen apreciando sus ideales, viejos o jóvenes.
IV
Pero no hablemos sólo de los amigos de la revolución social. Luego están los otros, los jóvenes y no tan jóvenes que en todo el mundo han tenido o tienen aquella misma imagen en sus cuartos o que la lucen en sus camisetas, chapas e iconos sin haber leído nunca nada de Guevara, sin tener más que una vaga idea de quién fue o simplemente porque también esa imagen es un objeto de consumo. Como eso también existe, ha habido y hay polémica sobre la conversión del Che en mito. Y es ahí, en la identificación con el mero objeto de consumo, donde surge el problema de la apropiación.
Personalmente creo que no hay que rasgarse las vestiduras ante la apropiación de la imagen del Che por jóvenes apolíticos (suponiendo que lo sean) que combinan su chapa o su póster con la chapa o el póster del cantante o la cantante de moda. Esa combinación forma parte de una subcultura juvenil extendidísima y generalmente ajena a valoraciones políticas, aunque no necesariamente a valoraciones estéticas o relacionadas con la cuestión del gusto. Tiene escaso sentido, en mi opinión, exigir moralísticamente coherencia a quien no sabe ni sospecha con qué tienen que concordar los propios actos o actuaciones.
Más sentido tiene, en cambio, la crítica a la apropiación de la imagen del Che con una finalidad mercantil, contraria además a todo lo que él defendió, o sea, la crítica a las empresas que hacen o pretenden hacer negocio con una imagen que saben que vende entre los jóvenes consumidores. Y en este sentido me parece tan interesante como aleccionadora la batalla jurídica que Korda y el gobierno cubano emprendieron en su momento contra la apropiación de la célebre foto por una marca de vodka.
Interesante y aleccionadora, digo, porque ahí, en esa batalla jurídica, sí estaba implicada una cuestión político-cultural de importancia. Tanto más cuanto que, en los últimos tiempos, las multinacionales del consumo capitalista han hecho habitualmente un uso tan mercantil como insultante de iconos robados a las culturas y movimientos emancipatorios o de resistencia. El propio Korda dejó claro, durante aquella batalla jurídica, de qué derechos de autor se estaba hablando, a qué se oponía y a qué no: “Como defensor de los ideales por los que el Che Guevara murió, no me opongo a la reproducción de la imagen para la difusión de su memoria y de la causa de la justicia social en el mundo”.
Ese es un caso, por tanto, y hablando con propiedad, de apropiación indebida no sólo desde el punto de vista jurídico sino también desde el punto de vista moral. El que la crítica a la manipulación capitalista de palabras y símbolos de la izquierda revolucionaria sea casi tan antigua como la manipulación misma no quita justicia a la crítica ni implica que, por antigua, haya que dejar de hacerla, como postulan a veces los cínicos de hoy. Al contrario: cuando lo viejo no acaba de morir y lo nuevo no acaba de nacer, repetir y repetirse suele más novedoso que ciscarse en la repetición de lo olvidado o lo ignorado.
V
Para valorar lo que representa esa batalla contra el uso indebido de la imagen o del icono, incluso en el plano político, basta con comparar. Podemos poner a un lado esta batalla que digo contra el uso indebido de la imagen del Ché por la marca de vodka y al otro el uso consentido de la imagen del artífice de la Perestroika, Gorbachov, por tal o cual anunciante fuera de vodka o de automóviles. Con todos los respetos que desde el punto de vista político nos haya merecido en su momento el intento de Gorbachov por dignificar el socialismo en la URSS, parece evidente que su consentimiento en esto no sólo contribuye a la destrucción de otro mito (en el caso de que éste haya llegado a crearse) sino a la trivialización definitiva del socialismo mismo.
Moralmente, la cosa está clara. De la comparación que estoy proponiendo sale la confirmación a posteriori de algo que escribió el poeta salvadoreño Roque Dalton no mucho después de la muerte de Guevara: “La guerrilla es lo único limpio que queda en el mundo”. Desde ahí, o sea, desde este punto de vista aún pre-político, se comprende la persistencia del mito y se comprende incluso la paradoja de que el mito revolucionario comunista haya cuajado entre jóvenes que no lo son ni quieren serlo ni sueñan en ello.
Pero políticamente, la cosa es, desde luego, más complicada. Primero por la paradoja trágica que mató al poeta que escribió la frase: asesinado por una parte de la guerrilla en la que él estaba, y asesinado además, según todos los indicios, por orden de alguien que luego iba a abominar de la guerrilla. Y segundo, porque tampoco la apropiación de la imagen del Ché por otras guerrillas que vinieron después de su muerte, algunas de las cuales han pervivido hasta hoy, es agua clara. Hubo un momento, ya bastante lejano, en que el vínculo, comprobado, entre guerrilla y narcotráfico, obligaba a considerar como mínimo dudosa la drástica afirmación del poeta Roque Dalton, tan inspirada por el recuerdo de Guevara.
Así las cosas, creo que se podría concluir en este punto que de todas las apropiaciones de Guevara como mito que se han producido en estos cuarenta años la menos mala, la menos indebida, ha sido la que viene haciendo desde entonces el gobierno de Cuba. Y esto, a pesar de las discrepancias, sobre las que tanto se ha insistido en ensayos y biografías, entre Castro y Guevara. Pues estas discrepancias (sobre el papel de la Unión Soviética en la construcción del socialismo, sobre los incentivos materiales y espirituales en la planificación económica o sobre la táctica a seguir en los procesos revolucionarios de la época), vistas con perspectiva histórica, apenas fueron nada si se las compara con lo que fue la crítica del Ché a las instituciones y corporaciones capitalistas, colonialistas e imperialistas que luego, con los años, han tratado de sacar beneficio del mito. Y son muy poca cosa también, si las compara con la crítica del Ché a las alienaciones, despolitizaciones y manipulaciones que la misma sociedad capitalista genera entre los jóvenes.
VI
Nuestra época, la época que estamos viviendo ahora, se distingue precisamente por la pretensión de desmitificar. Esta pretensión ha dado muchas veces en un exceso: romper todos los espejos en los que mirarnos para ser mejores. El exceso queda de manifiesto, en este caso, cuando nos damos cuenta de que, al final, presuntamente rotos todos los espejos, aún nos queda uno: el de la “mala” del cuento de Blancanieves, el “espejito, espejito” que nos repite, porque nosotros ponemos en él las palabras, que somos los más guapos, los más hermosos. Sintomáticamente, una época que dice querer romper todos los espejos, acaba quedándose en el narcisismo y en el infantilismo.
Pues bien, una de las cosas más notables de las que están ocurriendo en esta época de desmitificaciones es precisamente que, cuarenta años después de su muerte, el mito Guevara sale reforzado, agrandado como ningún otro. De todos nuestros mitos de los años sesenta (Mao, Ho Chi Minh, Ben Bella, Fidel Castro, Giap, Cohn Bendit, Rudi Dutschke…), Guevara, es, sin ninguna duda, el que mejor se ha mantenido, el que sigue suscitando hoy más adhesiones entre jóvenes y viejos.
Creo que puede decirse incluso que los libros publicados en estos últimos años, con motivo de las conmemoraciones de la muerte del Che, están contribuyendo a enaltecer su leyenda. Estoy pensando, por ejemplo, en el libro del escritor mexicano Paco Ignacio Taibo II, en el del catedrático y corresponsal del diario “Le Monde” en Chile, Pierre Kalfon, (Una leyenda de nuestro siglo), en el del periodista norteamericano Jon Lee Anderson (Una vida revolucionaria) e incluso en el de Jorge Castañeda (La vida en rojo).
Ninguno de esos libros es una hagiografía de Guevara; ninguno de sus autores se caracteriza por la intención de escribir una vida de santos para uso de devotos, una biografía de aquellas en que se presenta al héroe biografiado, como decía Unamuno de las hagiografías cristianas, absteniéndose de mamar los primeros viernes ya en la más tierna infancia. Al contrario: estos son libros gruesos, que no se pueden leer de un tirón, escritos con espíritu analítico y crítico; que entran sin beatería en los detalles más controvertidos y oscuros de la vida de Guevara; que aportan datos nuevos, desconocidos hasta hace muy poco no sólo por el gran público sino también por los guevaristas de ayer. Libros que se basan en testimonios y entrevistas de y con personas que trataron al Che en los momentos decisivos de su vida: en Argentina, en Guatemala, en México, en Cuba, en el Congo, en Bolivia. Libros escritos por autores que no siempre comparten los ideales del Che o que tienen muchas objeciones que hacer a la revolución cubana.
Siempre que se entra en el detalle, analítico y crítico, de la vida de los hombres que han sido leyenda, ésta, la leyenda heredada, se complica. Y tampoco hay duda de que el Che que ahora conocemos es otro Che, un Guevara muy distinto del que apenas entrevimos hace cuarenta años cuando leíamos algunos de sus escritos más teóricos sobre la guerra de guerrillas, sus opiniones sobre el socialismo después del conflicto chino-soviético o las primeras ediciones del Diario de Bolivia. Esto ha sido subrayado por Paco Ignacio Taibo II. Y con razón.
Pues bien: cuando uno acaba de leer estos libros o las memorias de los que fueron compañeros del Che, más allá de las dudas sobre tales o cuales detalles y por encima de las preferencias políticas de sus autores (que son, a pesar del esfuerzo historiográfico, muy evidentes), queda la impresión de que, a pesar del afán desmitificador, perviven el mito y la leyenda que hicieron de Guevara el personaje más admirado por los universitarios norteamericanos y europeos del 68. El Che que aparece en esas páginas sigue siendo un ejemplo de revolucionario que, incluso en su estoicismo o en el fatalismo de las horas malas, o justamente por eso mismo, nos conmueve, nos sigue conmoviendo. Conmueve, quiero decir, a todos aquellos que hoy en día no quieren reconciliarse con la realidad de este mundo y desean arrimar el hombro en la lucha en favor de los que menos tienen, de los desheredados, de los excluidos, de los humillados y ofendidos por los poderosos de nuestra época.
VII
No querría acabar sin hacer referencia a la controversia que se produjo con motivo de las conmemoraciones del cuarenta aniversario de la muerte de Guevara, controversia suscitada por una nota editorial del diario El País, titulada “Caudillo Guevara”, que salió el 10 de octubre del año pasado.
Dije entonces y repito ahora que no hacía falta haber sido guevarista para considerar aquella intervención un insulto a la inteligencia y a la sensibilidad, un ejemplo más del tipo de discurso “autorizado por la policía y vedado por la lógica”, que decía Marx; que era de una ignorancia supina atribuir en exclusiva al romanticismo europeo el prejuicio de que entregar la vida por las ideas es digno de admiración y elogio; que es sectario denominar muerte al asesinato de Guevara en La Higuera y encima atribuirle el propósito de dotar al crimen de un sentido trascendente; que es una manipulación incalificable identificar lo que hizo el internacionalista Guevara con movimientos terroristas, nacionalistas o yihadistas de ahora; que es un infundio presentar la vida y la acción de Guevara y de sus seguidores como mera coartada para un autoritarismo de signo contrario; que es absurdo presentar a Guevara como puesta al día del caudillismo latino-americano; y que es falso que hoy ya sólo se conmemore la muerte de Guevara en Cuba, Venezuela o Bolivia.
Tengo que añadir ahora que aquel editorial inauguraba un cambio de fase en la consideración de Guevara. Hace once años los ideólogos del neoliberalismo y del social-liberalismo todavía preferían algo así como una aproximación historicista para acabar con el mito Guevara; preferían la desmitificación pensando que las ideas y el hacer de Guevara eran, al fin y al cabo, cosas de un pasado definitivamente superado; y preferían reírse o sonreírse de que el mito aún siguiera presente entre los jóvenes. Pero no parecía preocuparles.
Como todo el mundo sabe, en los años transcurridos desde entonces han pasado algunas cosas importantes en América Latina (y no sólo en Venezuela y en Bolivia). Y así, con las transformaciones en curso, la frase Guevara vivo toma otra dimensión, tiene otra connotación. Vuelve a hablarse allí de socialismo. Y aquí molesta y preocupa. El que se esté vinculando el nombre de Guevara al socialismo del siglo XXI es ya un peligro para el mantenimiento del privilegio de los mandamases. Aquí y allí. Por ello, para los ideólogos del gran poder, ya no se trata sólo de desmitificar al personaje, de mostrar sus contradicciones y debilidades, que las tuvo, como todo hijo de vecino, sino de tergiversar lo que hizo y de manipular sus ideas y sus actos abiertamente, para presentarle como antecedente de lo que llaman “caudillismo”, “populismo” y “terrorismo” los mismos que aún tienen en la memoria a su Caudillo, que denominan “popular” a su partido conservador y que apoyan abiertamente el terrorismo de estado allí donde éste actúa.
Ahí tenéis un motivo más para valorar en su justa medida lo que dijo e hizo Guevara y para desconfiar, de paso, de los desmitificadores que mitifican la ideología propia por el procedimiento de desmitificar las de los otros. Mientras eso siga existiendo, o cuando se reduplica, como hoy, la primera palabra del discurso del pensamiento laico, racionalista e ilustrado, que con razón se siente molesto con la conversión de Guevara en mito, tendrá que ser esta: primero leerlo y estudiarlo; luego hablamos. Y, por supuesto, comparamos.
Francisco Fernández Buey
El Viejo Topo
Nota de rebelión:
El que fuera maestro, compañero y amigo de FFB, Manuel Sacristán, escribió el siguiente texto tras el asesinato de Ernesto Guevara (“En memoria de Ernesto Che Guevara”, Nous Horitzons 16, 1er trim, 1969, p. 39)
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