El 12 de octubre, como cada año, se produce una especie de cortocircuito festivo donde varias efemérides juntas confluyen en la Castellana, la avenida anteriormente conocida como del Generalísimo. Suele ocurrir cuando vives en una nación tan antigua que rascas debajo de la chapa y te encuentras con un auto de fe o un puente romano. Por ejemplo, a esta festividad, hasta no hace mucho, se la denominaba Día de la Raza, una etiqueta que no acaba de quedar clara cuando se distinguen entre el gentío pinceladas quechuas, marroquíes, mayas, subsaharianas e incluso algún gitano. Una de las pocas cosas que une al público en esas ocasiones, incluyendo inmigrantes africanos, es la indiferencia al contemplar las acrobacias aéreas y el entusiasmo general ante el tronío marcial de la cabra. Por lo demás, que el Día de la Hispanidad se celebre con un desfile militar por todo lo alto da una idea de por dónde van los tiros. Y de por dónde fueron.
Se ha comentado infinidad de veces, y desde multitud de ángulos, cómo pudo ser aquel brusco choque de civilizaciones que tuvo lugar el 12 de octubre de 1492, cuando Colón y sus hombres desembarcaron en la costa de Guanahaní, una isla de las Antillas. Probablemente el contacto ni fue tan benéfico como pregonan unos, ni tan nocivo como denuncian otros, sino una sanguinaria y compleja brutalidad histórica, como la guerra de las Galias o las matanzas de hindúes durante el dominio musulmán. Tampoco la conquista del Oeste fue tan bucólica como la cuentan en La casa de la pradera. En cualquier caso, celebrarlo a base de tanques y legionarios marcando el paso no parece muy acertado.
El momento exacto de la colisión entre un mundo y otro conoce, al menos, dos excelsas representaciones artísticas. Una, en tono de comedia, es el maravilloso anacronismo de las tres carabelas plantadas en medio del mar tenebroso, en uno de los capítulos de El otoño del patriarca, cuando le anuncian al general que acaban de llegar a la costa unas gentes muy raras que van vestidas como la sota de bastos. El otro es el impresionante desenlace de Apocalypto, de Mel Gibson, cuando una trifulca local entre indígenas se detiene ante una playa, hipnotizada ante la llegada de una barca con varios inmigrantes ilegales, incluyendo una delegación de la conferencia episcopal y otra de Intereconomía.
Del otro lado de la Hispanidad (lo que podría haberse llamado la Portuguesidad o también Galicia Irredenta), los brasileños están a punto de celebrar el 12 de octubre a su modo, eligiendo a un presidente que defiende la tortura y la pena de muerte, que piensa que los negros no sirven ni para procrear, que la homosexualidad es mayoritariamente culpa de las drogas y que le dijo a una periodista que era tan fea que no merecía que la violaran. Este domingo Bolsonaro va a descubrir Brasil y Brasil va a descubrir a Bolsonaro. Que un enorme porcentaje de negros, pobres, homosexuales y mujeres vayan a votar en masa a este botarate es algo que ya hemos visto bastantes veces en los últimos años como para sorprendernos, aunque no para dejar de asustarnos. García Márquez podía haber resumido a Bolsonaro en un párrafo y habríamos pensado que era realismo mágico. Kafka advirtió: “Hay un pájaro que vuela en busca de su jaula”.
David Torres
Público
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