Este libro de Otto Rühle expone de una manera compacta las doctrinas económicas fundamentales de Marx. Después de todo nadie ha sido todavía capaz de exponer la teoría del trabajo mejor que el propio Marx.I
Algunas de las argumentaciones de Marx, especialmente en el capítulo primero, el más difícil de todos, pueden parecer al lector no iniciado demasiado discursivas, ociosas o “metafísicas”. En realidad, esta impresión es la consecuencia de no tener la costumbre de considerar de una manera científica los fenómenos familiares. La mercancía se ha convertido en una parte tan universalmente difundida y tan familiar de nuestra vida diaria que ni siquiera se nos ocurre considerar por qué los hombres ceden objetos importantes, necesarios para el sostenimiento de la vida, a cambio de pequeños discos de oro o de plata que no se utilizan en parte alguna de la tierra. El asunto no se limita a la mercancía. Todas y cada una de las categorías de la economía del mercado parecen ser aceptadas sin análisis, como evidentes por sí mismas, y como si fueran las bases naturales de las relaciones humanas. Sin embargo, mientras las realidades del proceso económico son el trabajo humano, las materias primas, las herramientas, las máquinas, la división del trabajo, la necesidad de distribuir los productos terminados entre los participantes en el proceso de producción, etcétera, las categorías como mercancía, dinero, salarios, capital, ganancia, impuesto, etcétera, son únicamente reflejos semi-místicos en las cabezas de los hombres de los diversos aspectos de un proceso económico que no comprenden y que escapan a su control. Para descifrarlos es indispensable un análisis científico completo.
En Estados Unidos, donde un hombre que posee un millón de dólares se considera que “vale” un millón de dólares, los conceptos con respecto al mercado han caído mucho más bajo que en cualquier otra parte. Hasta una época muy reciente los norteamericanos se preocuparon muy poco por la naturaleza de las relaciones económicas. En la tierra del sistema económico más poderoso, la teoría económica siguió siendo excesivamente pobre. Fue necesaria la crisis profunda de la economía norteamericana para que la opinión pública de ese país se enfrente bruscamente con los problemas fundamentales de la sociedad capitalista. En cualquier caso, aquellos que se hayan acostumbrado a aceptar sin un examen riguroso las reflexiones ideológicas sobre el desarrollo económico, aquellos que no hayan razonado, siguiendo los pasos de Marx, acerca de la naturaleza esencial de la mercancía como la célula básica del organismo capitalista, estarán incapacitados para comprender científicamente los fenómenos más importantes de nuestra época.
El método de Marx
Habiendo definido la ciencia como el conocimiento de los fenómenos objetivos de la naturaleza, el hombre ha tratado terca y persistentemente de excluirse a sí mismo de la ciencia, reservándose privilegios especiales bajo la forma de pretendidas relaciones con fuerzas suprasensibles (religión) o con preceptos morales eternos (idealismo). Marx privó al hombre definitivamente y para siempre de esos odiosos privilegios, considerándolo como un eslabón natural en el proceso evolutivo de la naturaleza material; al considerar a la sociedad como la organización para la producción y la distribución; al considerar al capitalismo como una etapa en el desarrollo de la sociedad humana.
La finalidad de Marx no era descubrir las “leyes eternas” de la economía. Negó la existencia de semejantes leyes. La historia del desarrollo de la sociedad humana es la historia de la sucesión de diversos sistemas económicos, cada uno de los cuales actúa de acuerdo con sus propias leyes. El pasaje de un sistema al otro ha sido determinado siempre por el aumento de las fuerzas productivas, es decir, de la técnica y de la organización del trabajo. Hasta cierto punto, los cambios sociales son de carácter cuantitativo y no alteran las bases de la sociedad, es decir, las formas dominantes de la propiedad. Pero se alcanza un nuevo punto cuando las fuerzas productivas maduras ya no pueden contenerse más tiempo dentro de las viejas formas de la propiedad; entonces se produce un cambio radical en el orden social, acompañado de conmociones. La comuna primitiva fue reemplazada o complementada por la esclavitud; la esclavitud fue sucedida por la servidumbre con su superestructura feudal; el desarrollo comercial de las ciudades llevó a Europa, en el siglo XVI, al orden capitalista, el que pasó inmediatamente a través de diversas etapas. Marx no estudia en El Capital la economía en general, sino la economía capitalista, con sus leyes específicas propias. Solamente al pasar se refiere a otros sistemas económicos con el objeto de poner en claro las características del capitalismo.
La economía de la familia campesina primitiva, que se bastaba a sí misma, no tenía necesidad de una economía política, pues estaba dominada por un lado por las fuerzas de la naturaleza y por el otro por las fuerzas de la tradición. La economía natural de los griegos y romanos, completa en sí misma, fundada en el trabajo de los esclavos, dependía de la voluntad del propietario de los esclavos, cuyo “plan” estaba determinado directamente por las leyes de la naturaleza y de la rutina. Lo mismo puede decirse también del régimen medieval con sus siervos campesinos. En todos estos casos las relaciones económicas eran claras y transparentes en su estado bruto, por así decirlo. Pero el caso de la sociedad contemporánea es completamente diferente. Ha destruido las viejas relaciones de la economía cerrada y los modos de trabajo del pasado. Las nuevas relaciones económicas han relacionado entre sí a las ciudades y las aldeas, a las provincias y las naciones. La división del trabajo ha abarcado a todo el planeta. Habiendo destrozado la tradición y la rutina, esos lazos no se han compuesto de acuerdo con algún plan definido, sino más bien independientemente de la conciencia y de la previsión humanas. La interdependencia de los hombres, los grupos, las clases, las naciones, consecuencia de la división del trabajo, no está dirigida por nadie. Los hombres trabajan los unos para los otros sin conocerse entre sí, sin conocer las necesidades de los demás, con la esperanza, e inclusive con la seguridad, de que sus relaciones se regularán de algún modo por sí mismas. Y esto es lo que sucede, más bien, es lo que sucedía en otros tiempos.
Es completamente imposible buscar las causas de los fenómenos de la sociedad capitalista en la conciencia subjetiva, en las intenciones o planes de sus miembros. Los fenómenos objetivos del capitalismo fueron reconocidos antes de que la ciencia se haya dedicado a estudiarlos seriamente. Hasta hoy día la mayoría de los hombres nada saben acerca de las leyes que rigen a la economía capitalista. Toda la fuerza del método de Marx reside en su acercamiento a los fenómenos económicos, no desde el punto de vista subjetivo de algunas personas, sino desde el punto de vista objetivo del desarrollo de la sociedad en su conjunto, del mismo modo que un hombre de ciencia que estudia la naturaleza se acerca a una colmena o a un hormiguero.
Para la ciencia económica lo que tiene una importancia decisiva es lo que hacen los hombres y cómo lo hacen, no lo que ellos piensan con respecto a sus actos. En la base de la sociedad no se hallan la religión y la moral, sino los recursos natulares y el trabajo. El método de Marx es materialista, pues va de la existencia a la conciencia y no en el orden inverso. El método de Marx es dialéctico, pues observa cómo evolucionan la naturaleza y la sociedad y la misma evolución como la lucha constante de las fuerzas antagónicas.
El marxismo y la ciencia oficial
Marx tuvo predecesores. La economía política clásica -Adam Smith*, David Ricardo*- alcanzó su apogeo antes de que el capitalismo hubiera alcanzado su madurez, antes de que comenzara a temer el futuro. Marx rindió a los dos grandes clásicos el perfecto tributo de su profunda gratitud. Sin embargo, el error básico de los economistas clásicos era que consideraban el capitalismo como la existencia normal de la humanidad en todas las épocas, en vez de considerarlo simplemente como una etapa histórica en el desarrollo de la sociedad. Marx inició la crítica de esa economía política, expuso sus errores, así como las contradicciones del mismo capitalismo, y demostró que era inevitable su colapso.
La ciencia no alcanza su meta en el estudio herméticamente sellado del erudito, sino en la sociedad de los hombres de carne y hueso. Todos los intereses y pasiones que despedazan a la sociedad ejercen su influencia en el desarrollo de la ciencia, especialmente de la economía política, la ciencia de la riqueza y de la pobreza. La lucha de los obreros contra la burguesía obligó a los teóricos burgueses a volver la espalda al análisis científico del sistema de explotación y a ocuparse de la simple descripción de los hechos económicos, el estudio del pasado económico y, lo que es inmensamente peor, una verdadera falsificación de la realidad con el propósito de justificar el régimen capitalista. La doctrina económica que se ha enseñado hasta el día de hoy en las instituciones oficiales de enseñanza y se ha predicado en la prensa burguesa nos ofrece un importante documento sobre el trabajo, pero no obstante es completamente incapaz de abarcar el proceso económico en su conjunto y descubrir sus leyes y perspectivas, ni tiene deseo alguno de hacerlo. La economía política oficial ha muerto.
La Ley del Valor-Trabajo
En la sociedad contemporánea el vínculo cardinal entre los hombres es el intercambio. Todo producto del trabajo, que entra en el proceso de intercambio, se convierte en mercancía. Marx inició su investigación con la mercancía y dedujo de esa célula fundamental de la sociedad capitalista las relaciones sociales que se han constituido objetivamente como la base del intercambio, independientemente de la voluntad del hombre. Este es el único método que permite resolver este enigma fundamental: ¿cómo en la sociedad capitalista, en la cual cada hombre piensa sólo en sí mismo y nadie piensa en los demás, se han creado las relaciones entre las diversas ramas de la economía indispensables para la vida?
El obrero vende su fuerza de trabajo, el agricultor lleva su producto al mercado, el prestamista o el banquero conceden préstamos, el comerciante ofrece un surtido de mercancías, el industrial construye una fábrica, el especulador compra y vende acciones y bonos, y cada uno de ellos tiene en consideración sus propias conveniencias, sus planes privados, su propia opinión sobre los salarios y la ganancia. Sin embargo, de este caos de esfuerzos y de acciones individuales surge un conjunto económico que aunque ciertamente no es armonioso, da sin embargo a la sociedad la posibilidad no sólo de existir, sino también de desarrollarse. Esto quiere decir que, después de todo, el caos no es de modo alguno caos, que de algún modo está regulado automática e inconcientemente. Comprender el mecanismo por el cual los diversos aspectos de la economía llegan a un estado de equilibrio relativo es descubrir las leyes objetivas del capitalismo.
Evidentemente, las leyes que rigen las diversas esferas de la economía capitalista, salarios, precios, arrendamiento, ganancia, interés, crédito, bolsa, son numerosas y complejas. Pero en último término todas proceden de una única ley descubierta por Marx y examinada por él hasta el final: es la ley del valor-trabajo, que es ciertamente la que regula básicamente la economía capitalista. La esencia de esa ley es simple. La sociedad tiene a su disposición cierta reserva de fuerza de trabajo viva. Aplicada a la naturaleza, esa fuerza engendra productos necesarios para la satisfacción de las necesidades humanas. Como consecuencia de la división del trabajo entre los productores independientes, los productos toman la forma de mercancías. Las mercancías se cambian entre sí en una proporción determinada, al principio directamente y más tarde por medio de un intermediario, el oro o la moneda. La propiedad esencial de las mercancías, propiedad que las hace iguales entre sí, siguiendo cierta relación, es el trabajo humano invertido en ellas -trabajo abstracto, trabajo en general, la base y la medida del valor. La división del trabajo entre millones de productores no lleva a la desintegración de la sociedad, porque las mercancías son intercambiadas de acuerdo con el tiempo de trabajo socialmente necesario para su producción. Mediante la aceptación y el rechazo de las mercancías, el mercado, en su calidad de terreno del intercambio, decide si contienen o no contienen en sí mismas el trabajo socialmente necesario, con lo cual determina las proporciones de las diversas clases de mercancías necesarias para la sociedad, y en consecuencia también la distribución de la fuerza de trabajo entre las diferentes ramas de la producción.
Los procesos reales del mercado son inmensamente más complejos que lo que hemos expuesto aquí en pocas líneas. Así, al girar alrededor del valor del trabajo, los precios fluctúan por encima y por debajo de sus valores. Las causas de esas desviaciones están completamente explicadas en el tercer volumen de El Capital de Marx, en el que se describe “el proceso de la producción capitalista considerado en su conjunto”. Sin embargo, por grandes que puedan ser las diferencias entre los precios y los valores de las mercancías en los casos individuales, la suma de todos los precios es igual a la suma de todos los valores, pues en último término únicamente los valores que han sido creados por el trabajo humano se hallan a disposición de la sociedad, y los precios no pueden pasar de estos límites, inclusive si se tiene en cuenta el monopolio de los precios o “trust”; donde el trabajo no ha creado un valor nuevo nada puede hacer ni el mismo Rockefeller.
Desigualdad y Explotación
Pero si las mercancías se intercambian de acuerdo con la cantidad de trabajo invertido en ellas, ¿cómo se deriva la desigualdad de la igualdad? Marx resolvió ese enigma exponiendo la naturaleza peculiar de una de las mercancías, que es la base de todas las demás mercancías: la fuerza de trabajo. El propietario de los medios de producción, el capitalista, compra la fuerza de trabajo. Como todas las otras mercancías, la fuerza de trabajo es valorizada de acuerdo con la cantidad de trabajo que encierra en ella, esto es, de los medios de subsistencia necesarios para la vida y la reproducción de la fuerza de trabajo. Pero el consumo de esta mercancía -fuerza de trabajo- es el trabajo, que crea nuevos valores. La cantidad de esos valores es mayor que los que recibe el propio trabajador y que necesita para su subsistencia. El capitalista compra fuerza de trabajo para explotarla. Esa explotación es la fuente de la desigualdad.
Esta parte del producto del trabajo que contribuye a la subsistencia del trabajador la llama Marx producto necesario; a la parte excedente que produce el trabajador la llama plusvalía. El esclavo tenía que producir plusvalía pues de otro modo el dueño de esclavos no los hubiera tenido. El siervo tenía que producir plusvalía, pues de otro modo la servidumbre no hubiera tenido utilidad alguna para la nobleza terrateniente. El obrero asalariado produce también plusvalía, sólo que en una escala mucho mayor, pues de otro modo el capitalista no tendría necesidad de comprar la fuerza de trabajo. La lucha de clases no es otra cosa que la lucha por la plusvalía. Quien posee la plusvalía es el dueño del Estado, tiene la llave de la Iglesia, de los tribunales, de las ciencias y de las artes.
Competencia y Monopolio
Las relaciones entre los capitalistas que explotan a los trabajadores están determinadas por la competencia, que actúa como el resorte principal del progreso capitalista. Las empresas grandes gozan de mayores ventajas técnicas, financieras, de organización, económicas y, “last but not least” (por último pero no menos importante, N de T.) políticas que las empresas pequeñas. El capital mayor, capaz de explotar al mayor número de obreros, es inevitablemente el que consigue la victoria en una competencia. Tal es la base de la concentración y centralización del capital.
Al estimular el progreso y el desarrollo de la técnica, la competencia no sólo destruye gradualmente a las capas intermediarias, sino que se destruye también a sí misma. Sobre los cadáveres y semicadáveres de los capitalistas pequeños y medianos surge un número cada vez menor de magnates capitalistas cada vez más poderosos. De este modo, la competencia honesta, democrática y progresiva engendra irrevocablemente el monopolio dañino, parásito y reaccionario. Su predominio comenzó a afirmarse a partir de 1880 y asumió su forma definitiva a comienzos del presente siglo. Ahora, la victoria del monopolio es reconocida abiertamente por los representantes oficiales de la sociedad burguesaII. Sin embargo, cuando en el curso de su pronóstico sobre el futuro del sistema capitalista Marx demostró por primera vez que el monopolio es una consecuencia de las tendencias inherentes al capitalismo, el mundo burgués siguió considerando a la competencia como una ley eterna de la naturaleza.
La eliminación de la competencia por el monopolio señala el comienzo de la desintegración de la sociedad capitalista. La competencia era el principal resorte creador del capitalismo y la justificación histórica del capitalista. Por lo mismo, la eliminación de la competencia significa la transformación de los accionistas en parásitos sociales. La competencia necesita de ciertas libertades, una atmósfera liberal, un régimen democrático, un cosmopolitismo comercial. El monopolio necesita en cambio un gobierno tan autoritario como sea posible, murallas aduaneras, sus “propias” fuentes de materias primas y mercados (colonias). La última palabra en la desintegración del capital monopolista es el fascismo.
Concentración de la riqueza y Aumento de las contradicciones de clase
Los capitalistas y sus defensores tratan por todos los medios de ocultar el alcance real de la concentración de la riqueza a los ojos del pueblo, así como a los ojos del cobrador de impuestos. Desafiando a la evidencia, la prensa burguesa intenta todavía mantener la ilusión de una distribución “democrática” de los capitales invertidos. The New York Times, para refutar a los marxistas, señala que hay de tres a cinco millones de patrones individuales. Es cierto que las sociedades anónimas representan una concentración de capital mayor que tres a cinco millones de patrones individuales, aunque Estados Unidos cuenta con “medio millón de sociedades”. Este modo de jugar con las cifras tiene por objeto, no aclarar, sino ocultar la realidad.
Desde el comienzo de la guerra hasta 1923 el número de fábricas y factorías existentes en Estados Unidos descendió del 100 al 98,7, mientras que la masa de producción industrial ascendió del 100 al 156,3. Durante los años de una prosperidad sensacional (1923-1929), cuando parecía que todo el mundo se hacía rico, el índice del número de establecimientos descendió de 100 a 93,8 mientras la producción ascendió de 100 a 113. Sin embargo, la concentración de establecimientos industriales, limitada por su voluminoso cuerpo material, está muy por detrás de la concentración de su espíritu, la propiedad. En 1929 tenían en realidad más de 300.000 sociedades, como observa correctamente The New York Times. Lo único que hace falta añadir es que 200 de ellas, es decir, el 0,07 del número total, controlaban directamente al 49,2% de los capitales de todas las sociedades. Cuatro años más tarde el porcentaje había ascendido ya al 56, en tanto que durante los años de la administración de Roosevelt ha subido indudablemente aún más. Dentro de esas 200 sociedades anónimas principales el dominio verdadero corresponde a una pequeña minoríaIII.
El mismo proceso puede observarse en la banca y en los sistemas de seguros. Cinco de las mayores compañías de seguros de Estados Unidos han absorbido no solamente a las otras compañías, sino también a muchos bancos. El número total de bancos se ha reducido, principalmente en la forma de las llamadas “mergers” (fusiones), esencialmente por medio de la absorción. Este proceso se acelera rápidamente. Por encima de los bancos se eleva la oligarquía de los superbancos. El capital bancario se fusiona con el capital industrial bajo la forma de supercapital financiero. Suponiendo que la concentración de la industria y de los bancos se produzca al mismo ritmo que durante el último cuarto de siglo -de hecho ese ritmo va en aumento- en el curso del próximo cuarto de siglo los monopolistas habrán concentrado en sí mismos toda la economía del país.
Hemos recurrido a las estadísticas de Estados Unidos porque son más exactas y más sorprendentes. Pero el proceso de concentración es esencialmente de carácter internacional. A través de las diversas etapas del capitalismo, a través de las fases de los ciclos coyunturales, a través de todos los regímenes políticos, a través de los períodos de paz tanto como de los períodos de conflictos armados, el proceso de concentración de todas las grandes fortunas en un número de manos cada vez menor ha seguido adelante y continuará sin término. Durante los años de la Gran Guerra, cuando las naciones estaban heridas de muerte, cuando los sistemas fiscales rodaban hacia el abismo, arrastrando tras de sí a las clases medias, los monopolistas obtenían provechos sin precedentes con la sangre y el barro. Las compañías más poderosas de Estados Unidos aumentaron sus beneficios durante los años de la guerra dos, tres y hasta cuatro veces y aumentaron sus dividendos hasta el 300, el 400, el 900%, y aún más.
En 1840, ocho años antes de la publicación por Marx y Engels del Manifiesto del Partido Comunista, el famoso escritor francés Alexis de Tocqueville[2] escribió en su libro La democracia en América: “La gran riqueza tiende a desaparecer y el número de pequeñas fortunas a aumentar”. Este pensamiento ha sido reiterado innumerables veces, al principio con referencia a Estados Unidos, y luego con referencia a las otras jóvenes democracias, Australia y Nueva Zelanda. Por supuesto, la opinión de Tocqueville ya era errónea en su época. Sin embargo, la verdadera concentración de la riqueza comenzó únicamente después de la Guerra Civil norteamericana, en la víspera de la muerte de Tocqueville. A comienzos de siglo el 2% de la población de Estados Unidos poseía ya más de la mitad de toda la riqueza del país; en 1929 ese mismo 2% poseía los 3/5 de la riqueza nacional. Al mismo tiempo, 36.000 familias ricas poseían una renta tan grande como 11.000.000 de familias de la clase media y de los pobres. Durante la crisis de 1929-1933 los establecimientos monopolistas no tenían necesidad de apelar a la caridad pública; por el contrario, se hicieron más poderosos que nunca en medio de la declinación general de la economía nacional. Durante la precaria reactivación industrial producida por la levadura del New Deal los monopolistas consiguieron nuevos beneficios. El número de los desocupados disminuyó en el mejor de los casos de 20.000.000 a 10.000.000; al mismo tiempo, la capa superior de la sociedad capitalista, 6.000 personas, acopió dividendos fantásticos; esto es lo que el Subsecretario de Justicia Robert H. Jackson demostró con cifras durante su declaración ante la correspondiente comisión investigadora de Estados Unidos.
Pero el concepto abstracto de “capital monopolista” está para nosotros lleno de carne y hueso. Esto quiere decir que un puñado de familiasIV, unidas por los lazos del parentesco y del interés común en una oligarquía capitalista exclusiva, disponen del destino económico y político de una gran nación. Hay que admitir forzosamente que la ley marxista de la concentración del capital ha realizado bien su obra.
La enseñanza de Marx: ¿está perimida?
Las cuestiones de la competencia, de la concentración de la riqueza y del monopolio llevan naturalmente a la cuestión de saber si en nuestra época la teoría económica de Marx no tiene más que un simple interés histórico -como, por ejemplo, la teoría de Adam Smith- o si sigue teniendo verdadera importancia. El criterio para responder a esta pregunta es simple: si la teoría estima correctamente el curso de la evolución y prevé el futuro mejor que las otras teorías, sigue siendo la teoría más adelantada de nuestra época, aunque date ya de muchos años.
El famoso economista alemán Werner Sombart[3], que era virtualmente un marxista al comienzo de su carrera, pero que luego revisó todos los aspectos más revolucionarios de la doctrina de Marx, opuso a El Capital de Marx su propio Capitalismo, que probablemente es la exposición apologética más conocida de la economía burguesa en los tiempos recientes. Sombart escribió: “Karl Marx profetizó: primero, la miseria creciente de los trabajadores asalariados; segundo, la ‘concentración’ general, con la desaparición de los campesinos; tercero, el colapso catastrófico del capitalismo. Nada de esto ha ocurrido”.
A esos pronósticos equivocados, Sombart contrapone su propio pronóstico, “estrictamente científico”.“El capitalismo subsistirá -según él- para transformarse internamente en la misma dirección en que ha comenzado ya a transformarse en la época de su apogeo: al envejecer se vuelve más y más tranquilo, sosegado, razonable”. Tratemos de verificar, aunque no sea más que en sus líneas generales, quién de los dos está en lo cierto: Marx, con su pronóstico de la catástrofe, o Sombart, quien en nombre de toda economía burguesa prometió que las cosas se arreglarían de una manera “tranquila, sosegada y razonable”. El lector convendrá en que el asunto es digno de estudio.
A. La teoría de la miseria creciente
“La acumulación de la riqueza en un polo -escribió Marx sesenta años antes que Sombart- es, en consecuencia, al mismo tiempo acumulación de miseria, sufrimiento, esclavitud, ignorancia, brutalidad, degradación mental en el polo opuesto, es decir, de parte de la clase cuyo producto toma la forma de capital.” Esa tesis de Marx, bajo el nombre de “teoría de la miseria creciente”, ha sido sometida a ataques constantes por parte de los reformistas y socialdemócratas, especialmente durante el período de 1896 a 1914, cuando el capitalismo se desarrolló rápidamente e hizo ciertas concesiones a los trabajadores, especialmente a su estrato superior. Después de la Guerra Mundial, cuando la burguesía, asustada por sus propios crímenes y espantada por la Revolución de Octubre, tomó el camino de las reformas sociales anunciadas, cuyo efecto fue anulado inmediatamente por la inflación y la desocupación, la teoría de la transformación progresiva de la sociedad capitalista apareció completamente asegurada ante los ojos de los reformistas y de los profesores burgueses. “El poder adquisitivo del trabajo asalariado -nos aseguró Sombart en 1928- ha crecido en proporción directa a la expansión de la producción capitalista.”
En realidad, la contradicción económica entre el proletariado y la burguesía fue agravada durante los períodos más prósperos del desarrollo capitalista, cuando el ascenso del nivel de vida de cierta capa de trabajadores, bastante extendido por momentos, ocultaba la disminución de la participación del proletariado en la renta nacional. De este modo, precisamente antes de caer en la postración, la producción industrial de Estados Unidos, por ejemplo, aumentó en un 50% entre 1920 y 1930, mientras que la suma pagada por salarios aumentó únicamente en un 30%, lo que significa una tremenda disminución de la participación de los trabajadores en la renta nacional. En 1930 se inició un terrible aumento de la desocupación, y en 1933 una ayuda más o menos sistemática a los desocupados, quienes recibieron en forma de subsidio apenas más de la mitad de lo que habían perdido en salarios.
La ilusión del progreso “ininterrumpido” de todas las clases se ha desvanecido sin dejar rastro. La declinación relativa del nivel de vida de las masas ha dado lugar a una declinación absoluta. Los trabajadores comienzan por economizar en sus modestas diversiones, luego en sus vestidos y finalmente en sus alimentos. Los artículos y productos de calidad media han sido sustituidos por los de calidad mediocre y los de calidad mediocre por los de calidad francamente mala. Los sindicatos comenzaron a parecerse al hombre que se aferra desesperadamente al pasamanos mientras desciende vertiginosamente en un ascensor.
Con el 6% de la población mundial, Estados Unidos posee el 40% de la riqueza mundial. Sin embargo, un tercio de la nación, como lo admite el propio Roosevelt, está subalimentado, mal vestido y vive en condiciones indignas para el hombre. ¿Qué se podría decir, pues, de los países mucho menos privilegiados? La historia del mundo capitalista desde la última guerra confirma de una manera irrefutable la llamada “teoría de la miseria creciente”.
El régimen fascista, el cual reduce simplemente al máximo los límites de la decadencia y de la reacción inherentes a todo capitalismo imperialista, se hizo indispensable cuando la degeneración del capitalismo hizo desaparecer toda posibilidad de mantener ilusiones con respecto a la elevación del nivel de vida del proletariado. La dictadura fascista significa el abierto reconocimiento de la tendencia al empobrecimiento, que todavía tratan de ocultar las democracias imperialistas más ricas. Mussolini y Hitler persiguen al marxismo con tanto odio precisamente porque su propio régimen es la confirmación más horrible de los pronósticos marxistas. El mundo civilizado se indignó, o pretendió indignarse, cuando Göering, con el tono de verdugo y de bufón que le es peculiar, declaró que los cañones son más importantes que la manteca, o cuando Cagliostro-Casanova-Mussolini advirtió a los trabajadores de Italia que debían apretarse los cinturones de sus camisas negras. ¿Pero acaso no ocurre substancialmente lo mismo en las democracias imperialistas? En todas partes se utiliza la manteca para engrasar los cañones. Los trabajadores de Francia, Inglaterra y Estados Unidos aprenden a estrechar sus cinturones sin tener camisas negras.
B. El ejército de reserva y la nueva subclase de los desocupados
El ejército de reserva industrial forma parte indispensable del mecanismo social del capitalismo, tanto como la reserva de máquinas y de materias primas en las fábricas o como el stock de productos manufacturados en los almacenes. Ni la expansión general de la producción ni la adaptación a los flujos y reflujos del ciclo industrial serían posibles sin una reserva de fuerza de trabajo. De la tendencia general de desarrollo del capitalismo -el aumento del capital constante (máquinas y materias primas) en detrimento del capital variable (fuerza de trabajo)- Marx saca la siguiente conclusión: “Cuanto mayor es la riqueza social, y mayor es la masa de sobrepoblación consolidada [...] tanto mayor es el ejército industrial de reserva, tanto mayor es la pauperización oficial. Esta es la ley general absoluta de la acumulación capitalista”. Esta tesis, unida indisolublemente con la “teoría de la miseria creciente” y denunciada durante muchos años como “exagerada”, “tendenciosa” y “demagógica”, se ha convertido ahora en la imagen teórica irreprochable de la realidad. El actual ejército de desocupados ya no puede ser considerado como un “ejército de reserva”, pues su masa fundamental no puede tener ya esperanza alguna de volver a encontrar trabajo; por el contrario, está destinado a ser engrosado con una afluencia constante de nuevos desocupados. La desintegración del capitalismo ha traído consigo toda una generación de jóvenes que nunca han tenido un empleo y que no tienen esperanza alguna de conseguirlo. Esta nueva subclase entre el proletariado y el semiproletariado está obligada a vivir a expensas de la sociedad. Se ha calculado que en el curso de nueve años (1930-1938) la desocupación ha privado a la economía de Estados Unidos de más de 43 millones de años de trabajo humano. Si se considera que en 1929, en la cima de la prosperidad, había dos millones de desocupados en Estados Unidos y que durante esos nueve años el número de trabajadores potenciales ha aumentado hasta cinco millones, el número total de años de trabajo humano perdido ha tenido que multiplicarse. Un régimen social afectado por semejante plaga se halla enfermo de muerte. La diagnosis exacta de esa enfermedad fue hecha hace cerca de ochenta años, cuando la enfermedad misma no era más que un germen.
C. La decadencia de las clases medias
Las cifras que demuestran la concentración del capital indican al mismo tiempo que la gravitación específica de la clase media en la producción y su participación en la renta nacional han ido decayendo constantemente, en tanto que las pequeñas empresas han sido, o bien completamente absorbidas o degradadas y desprovistas de su independencia, convirtiéndose en un mero símbolo de un trabajo insoportable y de una miseria desesperada. Al mismo tiempo, es cierto, el desarrollo del capitalismo ha estimulado considerablemente un aumento en el ejército de técnicos, gerentes, empleados, médicos: en una palabra, la llamada “nueva clase media”. Pero ese estrato, cuyo aumento no tenía ya misterios para Marx, tiene poco que ver con la vieja clase media, que en la propiedad de sus medios de producción tenía una garantía tangible de independencia económica. La “nueva clase media” depende más directamente de los capitalistas que los obreros. En efecto, estos están en gran medida bajo la dominación de esta clase; además dentro de esta nueva clase media, se ha verificado una sobreproducción considerable con su correspondiente consecuencia: la degradación social.
“La información estadística segura -afirma una persona tan alejada del marxismo como el ya citado Mr. Homer S. Cummings- demuestra que muchas unidades industriales han desaparecido completamente y que lo que ha ocurrido es una eliminación progresiva de los pequeños empresarios como un factor en la vida norteamericana”. Pero según objeta Sombart, “la concentración general, a pesar de la desaparición de la clase de artesanos y campesinos” no se ha producido todavía. Como todo teórico, Marx comenzó por aislar las tendencias fundamentales en sus formas más puras; de otro modo hubiera sido completamente imposible comprender el destino de la sociedad capitalista. Marx era, sin embargo, perfectamente capaz de examinar el fenómeno de la vida a la luz del análisis concreto, como un producto de la concatenación de diversos factores históricos. Las leyes de Newton no han sido invalidadas por el hecho de que la velocidad en la caída de los cuerpos varía bajo condiciones diferentes o de que las órbitas de los planetas están sujetas a perturbaciones.
Para comprender la llamada “tenacidad” de las clases medias es bueno recordar que las dos tendencias -la ruina de las clases medias y la proletarización de esas clases arruinadas-, no se producen al mismo paso ni con los mismos límites. De la creciente preponderancia de la máquina sobre la fuerza de trabajo resulta que cuanto más avanza la ruina de las clases medias tanto más aventaja al proceso de su proletarización; en realidad, en cierto momento este último puede cesar completamente e incluso retroceder.
Así como la acción de las leyes fisiológicas produce resultados diferentes en un organismo en crecimiento que en uno en decadencia, así también las leyes económicas de la economía marxista actúan de manera distinta en un capitalismo en desarrollo que en un capitalismo en desintegración. Esta diferencia aparece con especial claridad en las relaciones mutuas entre la ciudad y el campo. La población rural de Estados Unidos, que crece comparativamente a una velocidad menor que el total de la población, siguió creciendo en cifras absolutas hasta 1910, fecha en que llegó a más de 32 millones. Durante los veinte años siguientes, a pesar del rápido aumento de la población total del campo, bajó a 30,4 millones, es decir, 1,6 millones. Pero en 1935 se elevó otra vez a 32,8 millones, con un aumento de 2,4 millones. Esta inversión de la tendencia, sorprendente a primera vista, no refuta en lo más mínimo la tendencia de la población urbana a crecer a expensas de la población rural, ni la tendencia de las clases medias a atomizarse, mientras que al mismo tiempo demuestra de la manera más categórica la desintegración del sistema capitalista en su conjunto. El aumento de la población rural durante el período de crisis aguda de 1930-1935 se explica sencillamente por el hecho de que poco menos que dos millones de pobladores urbanos, o, hablando con más exactitud, 2 millones de desocupados hambrientos, se refugiaron en el campo, en tierras abandonadas por los labradores o en granjas de sus parientes y amigos, con objeto de emplear su fuerza de trabajo, rechazada por la sociedad, en la economía natural productiva y poder vivir una existencia menos miserable en vez de morirse totalmente de hambre.
No se trata, entonces, de una cuestión de estabilidad de los granjeros, artesanos y comerciantes, sino más bien de la abyecta miseria de su situación. Lejos de constituir una garantía para el futuro, la clase media es una reliquia infortunada y trágica del pasado. Incapaz de suprimirla por completo, el capitalismo la ha reducido al mayor grado de degradación y de miseria. Al granjero se le niega no solamente la renta que se le debe por su lote de terreno y la ganancia del capital que ha invertido en él, sino también una buena porción de su salario. De la misma manera, la pobre gente que reside en la ciudad gasta poco a poco sus reservas y zozobra en una existencia que vale poco más que la muerte. La clase media no se proletariza únicamente porque se pauperiza. A este respecto es tan difícil encontrar un argumento contra Marx como en favor del capitalismo.
D. La crisis industrial
El final del siglo pasado y el comienzo del presente siglo se han caracterizado por un progreso tan abrumador del capitalismo, que las crisis cíclicas parecían no ser más que molestias “accidentales”. Durante los años de optimismo capitalista casi universal los críticos de Marx nos aseguraban que el desarrollo nacional e internacional de los “trusts”, sindicatos y carteles introducía en el mercado una organización bien planeada y presagiaba el triunfo final sobre las crisis. Según Sombart, las crisis habían sido ya “abolidas” antes de la guerra por el mecanismo del propio capitalismo, de tal modo que “el problema de las crisis nos deja hoy día virtualmente indiferentes”. Ahora, solamente diez años más tarde, esas palabras suenan a burla, porque el pronóstico de Marx se nos aparece hoy en día en toda la medida de su trágica fuerza.
Es notable que la prensa capitalista, que pretende negar como puede la existencia misma de los monopolios, recurra a esos mismos monopolios para negar como puede la anarquía capitalista. Si sesenta familias dirigen la vida económica de Estados Unidos, The New York Times observa irónicamente: “Esto demostraría que el capitalismo norteamericano, lejos de ser anárquico y sin plan alguno, se halla organizado con gran precisión”. Este argumento yerra el blanco. El capitalismo ha sido incapaz de desarrollar una sola de sus tendencias hasta el fin. Así como la concentración de la riqueza no suprime a la clase media, así tampoco el monopolio suprime a la competencia, sólo la ahoga y la contiene. Ni el “plan” de cada una de las sesenta familias ni las diversas variantes de esos planes se hallan interesados en lo más mínimo en la coordinación de las diferentes ramas de la economía, sino más bien en el aumento de los beneficios de su camarilla monopolista a expensas de otras camarillas y a expensas de toda la nación. En último término, el choque de semejantes planes no hace más que profundizar la anarquía en la economía nacional.
La crisis de 1929 estalló en Estados Unidos un año después de haber declarado Sombart la completa indiferencia de su “ciencia” con respecto al problema de la crisis. Desde la cumbre de una prosperidad sin precedentes, la economía de Estados Unidos fue lanzada al abismo de una postración monstruosa. Nadie podía haber concebido en la época de Marx convulsiones de tal magnitud. La renta nacional de Estados Unidos se había elevado por primera vez en 1920 a 69 mil millones de dólares para caer al año siguiente a 50 mil millones de dólares (un descenso del 27%). Como consecuencia de la prosperidad de los años siguientes, la renta nacional se elevó de nuevo, en 1929, a su punto máximo de 81 mil millones de dólares, para descender en 1932 a 40 mil millones de dólares, es decir, ¡a menos de la mitad! Durante los nueve años de 1930 a 1938 se perdieron aproximadamente 43 millones de años de trabajo humano y 133 mil millones de dólares de la renta nacional, teniendo en cuenta el trabajo y la renta de 1929. Si todo esto no es anarquía, ¿cuál puede ser el significado de esta palabra?
E. La teoría del colapso
La inteligencia y el corazón de los intelectuales de la clase media y de los burócratas de los sindicatos estuvieron casi completamente dominados por las hazañas logradas por el capitalismo entre la época de la muerte de Marx y el comienzo de la Guerra Mundial. La idea del progreso gradual (evolución) parecía haberse asegurado para siempre, en tanto que la idea de revolución era considerada como una mera reliquia de la barbarie. Al pronóstico de Marx se oponía el pronóstico cualitativamente contrario sobre la distribución mejor equilibrada de la renta nacional con la suavización de las contradicciones de clase, y con la reforma gradual de la sociedad capitalista. Jean Jaurès, el mejor dotado de los socialdemócratas de esa época clásica, esperaba llenar gradualmente la democracia política con un contenido social. En eso reside la esencia del reformismo. Tal era la predicción opuesta a la de Marx ¿Qué queda de ella?
La vida del capitalismo monopolista de nuestra época es una cadena de crisis. Cada una de las crisis es una catástrofe. La necesidad de salvarse de esas catástrofes parciales por medio de murallas aduaneras, de la inflación, del aumento de los gastos gubernamentales y de las deudas prepara el terreno para otras crisis más profundas y más extensas. La lucha por conseguir mercados, materias primas y colonias hace inevitables las catástrofes militares. Y todo ello prepara ineludiblemente las catástrofes revolucionarias. Ciertamente no es fácil convenir con Sombart en que el capitalismo actuante se hace cada vez más “tranquilo, sosegado y razonable”. Sería más acertado decir que está perdiendo sus últimos vestigios de razón. En cualquier caso no hay duda que la “teoría del colapso” ha triunfado sobre la teoría del desarrollo pacífico.
La decadencia del capitalismo
Si bien el control de la producción por el mercado ha costado caro a la sociedad, no es menos cierto que la humanidad, hasta cierta etapa, aproximadamente hasta la Guerra Mundial, creció, se desarrolló y se enriqueció a través de las crisis parciales y generales. La propiedad privada de los medios de producción era en esa época un factor relativamente progresista. Pero hoy el dominio ciego de la ley del valor se niega a prestar más servicios. El progreso humano se ha detenido en un callejón sin salida. A pesar de los últimos triunfos del pensamiento técnico, las fuerzas productivas naturales ya no aumentan. El síntoma más claro de la decadencia es el estancamiento mundial de la industria de la construcción, como consecuencia de la paralización de nuevas inversiones en las ramas fundamentales de la economía. Los capitalistas ya no son capaces de creer en el futuro de su propio sistema. Las construcciones estimuladas por el gobierno significan un aumento en los impuestos y la contracción de la renta nacional “sin trabas”, especialmente desde que la parte principal de las nuevas construcciones del gobierno está destinada directamente a objetivos bélicos.
El marasmo ha adquirido un carácter particularmente degradante en la esfera más antigua de la actividad humana, en la más estrechamente relacionada con las necesidades vitales del hombre: la agricultura. No satisfechos ya con los obstáculos que la propiedad privada, en su forma más reaccionaria, la de los pequeños terratenientes, opone al desarrollo de la agricultura, los gobiernos capitalistas se ven obligados con frecuencia a limitar la producción artificialmente con la ayuda de medidas legislativas y administrativas que hubieran asustado a los artesanos de los gremios en la época de su decadencia.
La historia dará cuenta de que los gobiernos de los países capitalistas más poderosos concedieron premios a los agricultores para que redujeran sus plantaciones, es decir, para disminuir artificialmente la renta nacional ya en disminución. Los resultados son evidentes por sí mismos: a pesar de las grandiosas posibilidades de producción, frutos de la experiencia y la ciencia, la economía agraria no sale de una crisis putrescente, mientras que el número de hambrientos, la mayor parte de la humanidad, sigue creciendo con mayor rapidez que la población de nuestro planeta. Los conservadores consideran como una política sensible, humanitaria, la defensa de un orden social que ha caído en una locura tan destructiva y condenan la lucha del socialismo contra semejante locura como una utopía destructiva.
El fascismo y el New Deal
Actualmente hay dos sistemas que rivalizan en el mundo para salvar al capital históricamente condenado a muerte: son el Fascismo y el New Deal (Nuevo Pacto). El fascismo basa su programa en la disolución de las organizaciones obreras, en la destrucción de las reformas sociales y en el aniquilamiento completo de los derechos democráticos, con el objeto de prevenir el renacimiento de la lucha de clases del proletariado. El Estado fascista legaliza oficialmente la degradación de los trabajadores y la depauperización de las clases medias en nombre de la salvación de la “nación” y de la “raza”, nombres presuntuosos bajo los que se oculta al capitalismo en decadencia.
La política del New Deal, que trata de salvar a la democracia imperialista por medio de regalos a la aristocracia obrera y campesina sólo es accesible en su gran amplitud a las naciones verdaderamente ricas, y en tal sentido es una política norteamericana por excelencia. El gobierno norteamericano ha tratado de obtener una parte de los gastos de esa política de los bolsillos de los monopolistas, exhortándoles a aumentar los salarios y a disminuir la jornada de trabajo para aumentar así el poder adquisitivo de la población y para extender la producción. Léon Blum intentó trasladar ese sermón a Francia, pero en vano. El capitalista francés, como el norteamericano, no produce por amor a la producción, sino para obtener ganancia. Se halla siempre dispuesto a limitar la producción, e inclusive a destruir los productos manufacturados, si como consecuencia de ello aumenta su parte en la renta nacional.
El programa del New Deal muestra su mayor inconsistencia en el hecho de que mientras predica sermones a los magnates del capital sobre las ventajas de la abundancia sobre la escasez, el gobierno concede premios para reducir la producción. ¿Es posible una confusión mayor? El gobierno refuta a sus críticos con este desafío: ¿Podéis hacerlo mejor? Todo esto significa que en la base del capitalismo la situación es desesperada.
Desde 1933, es decir, en el curso de los últimos seis años, el gobierno federal, los diversos Estados y las municipalidades de Estados Unidos han entregado a los desocupados cerca de 15 millones de dólares como ayuda -cantidad completamente insuficiente por sí misma y que sólo representa una pequeña parte de la pérdida de salarios, pero al mismo tiempo, teniendo en cuenta la renta nacional en decadencia, una cantidad colosal-. Durante 1938, que fue un año de relativa reactivación económica, la deuda nacional de Estados Unidos aumentó en 2 mil millones de dólares y como ya ascendía a 38 mil millones de dólares, superó en 12 mil millones de dólares al punto alcanzado a fines de la guerra mundial.
En 1939 superó muy pronto los 40 mil millones de dólares. ¿Y entonces, qué? El crecimiento de la deuda nacional es, por supuesto, una carga para la posteridad. Pero el mismo New Deal sólo fue posible gracias a la tremenda riqueza acumulada por las generaciones precedentes. Únicamente una nación muy rica puede llevar a cabo una política económica tan extravagante. Pero ni siquiera esa nación puede seguir viviendo indefinidamente a expensas de las generaciones anteriores. La política del New Deal, con sus resultados ficticios y su aumento real de la deuda nacional, tiene que culminar necesariamente en una feroz reacción capitalista y en una explosión devastadora del imperialismo. En otras palabras, conduce a los mismos resultados que la política del fascismo.
¿Anomalía o Norma?
El secretario del Interior de Estados Unidos, Mr. Harold L. Ickes, considera como “una de las más extrañas anomalías en toda la historia” que Estados Unidos, democrático en la forma, sea autocrático en sustancia: “América, la tierra de la mayoría fue dirigida, por lo menos hasta 1933 (!) por los monopolios, que a su vez son dirigidos por un pequeño número de accionistas”. La diagnosis es correcta, con la excepción de la insinuación de que con el advenimiento de Roosevelt ha cesado o se ha debilitado el gobierno del monopolio. Sin embargo, lo que Ickes llama “una de las más extrañas anomalías de la historia” es en realidad la norma incuestionable del capitalismo. La dominación del débil por el fuerte, de la mayoría por la minoría, de los trabajadores por los explotadores es una ley básica de la democracia burguesa. Lo que distingue a Estados Unidos de los otros países es simplemente el mayor alcance y la mayor perversidad de las contradicciones de su capitalismo. La carencia de un pasado feudal, la riqueza de recursos naturales, un pueblo enérgico y emprendedor, todos los prerrequisitos que auguraban un desarrollo ininterrumpido de la democracia, han traído como consecuencia una concentración fantástica de la riqueza.
Con la promesa de emprender la lucha contra los monopolios hasta triunfar sobre ellos, Ickes toma como prueba a Thomas Jefferson, Andrew Jackson, Abraham Lincoln, Theodore Roosevelt y Woodrow Wilson como predecesores de Franklin D. Roosevelt. “Prácticamente todas nuestras más grandes figuras históricas -dijo el 30 de diciembre de 1937- son famosas por su lucha persistente y animosa para impedir la superconcentración de la riqueza y del poder en unas pocas manos”. Pero de sus mismas palabras se deduce que el fruto de esa “lucha persistente y animosa” es el dominio completo de la democracia por la plutocracia.
Por alguna razón inexplicable Ickes piensa que la victoria está asegurada en la actualidad con tal que el pueblo comprenda que la lucha no es “entre el New Deal y el promedio de los hombres cultos de negocios, sino entre el New Deal y los Borbones de las sesenta familias que han mantenido al resto de los hombres de negocios bajo el terror de su dominio”, en desmedro de la democracia y de los esfuerzos de las “más célebres figuras históricas”. Los Rockefeller, los Morgan, los Mellon, los Vanderbilt, los Guggenheim, los Ford y compañía no invadieron a Estados Unidos desde afuera, como Cortés invadió a México; nacieron orgánicamente del “pueblo”, o más precisamente de la clase de los “industriales y hombres de negocios cultos”, y representan hoy, de acuerdo con el pronóstico de Marx, el apogeo natural del capitalismo. Si una democracia joven y fuerte en el apogeo de su vitalidad fue incapaz de contener la concentración de la riqueza cuando el proceso se hallaba todavía en su comienzo, es imposible creer ni siquiera por un minuto que una democracia en decadencia sea capaz de debilitar los antagonismos de clase que han llegado a su límite máximo. De cualquier modo, la experiencia del New Deal no da pie para semejante optimismo. Al refutar las acusaciones de la industria pesada contra el gobierno, Robert H. Jackson, alto personaje de los círculos de la administración, demostró con cifras que durante el gobierno de Roosevelt los beneficios de los magnates del capital alcanzaron alturas con las que ellos mismos habían dejado de soñar durante el último período de la presidencia de Hoover, de lo cual se deduce en todo caso que la lucha de Roosevelt contra los monopolios no ha sido coronada con un éxito mayor que la de todos sus predecesores.
El retorno del pasado
No se puede menos que estar de acuerdo con el profesor Lewis W. Douglas, el primer Director de Presupuestos en la administración de Roosevelt, cuando condena al gobierno por “atacar” el monopolio en un campo mientras fomenta el monopolio en otros muchos. Sin embargo, en la realidad, no puede ser de otra manera. Según Marx, el gobierno es el comité ejecutivo de la clase gobernante. Ningún gobierno se halla en situación de luchar contra el monopolio en general, es decir, contra la clase en cuyo nombre gobierna. Mientras ataca a algunos monopolios se halla obligado a buscar un aliado en otros monopolios. Unido con los bancos y con la industria ligera puede descargar golpes contra los “trusts” de la industria pesada, los cuales no dejan de cosechar por ese motivo beneficios fantásticos.
Lewis Douglas no contrapone la ciencia a la charlatanería oficial, sino simplemente otra clase de charlatanería. Ve la fuente del monopolio no en el capitalismo sino en el proteccionismo y, de acuerdo con eso, descubre la salvación de la sociedad no en la abolición de la propiedad privada de los medios de producción, sino en la rebaja de los derechos de aduana. “A menos que se restaure la libertad de los mercados -predice- es difícil que la libertad de todas las instituciones -empresas, libertad de palabra, educación, religión- pueda sobrevivir.” En otras palabras, sin el restablecimiento de la libertad del comercio internacional, la democracia dondequiera y en cualquier extensión que haya sobrevivido, debe ceder a una dictadura revolucionaria o fascista. Pero la libertad del comercio internacional es inconcebible sin la dominación del monopolio. Por desgracia, Mr. Douglas, lo mismo que Mr. Ickes, lo mismo que Mr. Jackson, lo mismo que Mr. Cummings, y lo mismo que el propio Roosevelt, no se ha molestado en indicarnos su propia medicina contra el capitalismo monopolista y en consecuencia contra una revolución o un régimen totalitario.
La libertad de comercio, como la libertad de competencia, como la prosperidad de la clase media, pertenecen irrevocablemente al pasado. Conducirnos al pasado es ahora la única medicina de los reformadores democráticos del capitalismo: dar más “libertad” a pequeños y medianos industriales y hombres de negocios, cambiar en su favor el sistema de créditos y de moneda, liberar al mercado del dominio de los “trusts”, eliminar a los especuladores profesionales de la Bolsa, restaurar la libertad del comercio internacional, y así hasta el infinito. Los reformadores sueñan incluso con limitar el uso de las máquinas y decretar la proscripción de la técnica, que perturba el equilibrio social y causa muchas preocupaciones.
Los científicos y el marxismo
Hablando en defensa de la ciencia el 7 de diciembre de 1937 el doctor Robert A. Millikan, uno de los principales físicos norteamericanos, observó: “Las estadísticas de Estados Unidos demuestran que el porcentaje de la población que trabaja lucrativamente ha aumentado constantemente durante los últimos cincuenta años, en los que la ciencia ha sido aplicada más rápidamente”. Esta defensa del capitalismo bajo la apariencia de defender a la ciencia no puede llamarse afortunada. Precisamente durante el último medio siglo es cuando la correlación entre la economía y la técnica se ha alterado agudamente. El período a que se refiere Millikan incluye el comienzo de la declinación capitalista así como la cima de la prosperidad capitalista. Ocultar el comienzo de esa declinación, que es mundial, es proceder como un apologista del capitalismo. Rechazando el socialismo de una manera descarada con la ayuda de argumentos que apenas harían honor a Henry Ford, el doctor Millikan nos dice que ningún sistema de distribución puede satisfacer las necesidades del hombre sin elevar el nivel de la producción. ¡Indudablemente! Pero es una lástima que el famoso físico no explique a los millones de norteamericanos desocupados cómo podrían participar en el aumento de la renta nacional. Los sermones sobre la gracia milagrosa de la iniciativa individual y la alta productividad del trabajo, no podrán seguramente proporcionar empleos a los desocupados, no cubrirán el déficit del presupuesto, no sacarán la economía nacional del impasse.
Lo que distingue a Marx es la universalidad de su genio, su capacidad para comprender los fenómenos y los procesos de los diversos campos en su relación inherente. Sin ser un especialista en las ciencias naturales, fue uno de los primeros en apreciar la importancia de los grandes descubrimientos en ese terreno: por ejemplo, la teoría del darwinismo. Marx estaba seguro de esa preeminencia no tanto en virtud de su intelecto sino en virtud de su método. Los científicos de mentalidad burguesa pueden pensar que se hallan por encima del socialismo, pero el caso de Robert Millikan no es sino uno de los muchos que confirman que en la esfera de la sociología sigue habiendo charlatanes incurables.
Las posibilidades de producción y la propiedad privada
En su mensaje al Congreso a comienzos de 1937, el presidente Roosevelt expresó su deseo de aumentar la renta nacional a 90 o 100 mil millones de dólares, sin indicar, sin embargo, cómo lograrlo. Por sí mismo, ese programa era excesivamente modesto. En 1929, cuando había aproximadamente 2 millones de desocupados, la renta nacional alcanzó a 81 mil millones de dólares. Poniendo en movimiento las actuales fuerzas productivas, bastaría no sólo para realizar el programa de Roosevelt, sino para superarlo considerablemente. Las máquinas, las materias primas, los trabajadores, todo es aprovechable, para no mencionar las necesidades de la población. Si a pesar de ello el plan es irrealizable -y lo es- la única razón es el conflicto irreconciliable que se ha desarrollado entre la propiedad capitalista y la necesidad social de una producción creciente. El famoso Control Nacional de la Capacidad Productiva, patrocinado por el gobierno, llegó a la conclusión de que el costo total de la producción y de los servicios se elevaba en 1929 a casi 94 mil millones de dólares, calculados sobre la base de los precios al por menor. No obstante, si fuesen utilizadas todas las verdaderas posibilidades productivas, esa cifra se hubiera elevado a 135 mil millones de dólares, es decir, que hubieran correspondido 4.370 dólares anuales a cada familia, lo suficiente para asegurar una vida decente y cómoda. Hay que agregar que los cálculos del Control Nacional están basados en la actual organización productiva de Estados Unidos tal como la historia anárquica del capitalismo lo ha hecho. Si el propio equipo de trabajo fuese reorganizado sobre la base de un plan socialista unificado, los cálculos sobre la producción podrían ser superados considerablemente y se podría asegurar a todo el pueblo un nivel de vida alto y cómodo, basado en una jornada de trabajo extremadamente corta.
En consecuencia, para salvar a la sociedad no es necesario detener el desarrollo de la técnica, cerrar las fábricas, conceder premios a los agricultores para que saboteen a la agricultura, transformar a un tercio de los trabajadores en mendigos, ni llamar a los maníacos para que hagan de dictadores. Ninguna de estas medidas, que constituyen una burla horrible para los intereses de la sociedad, es necesaria. Lo que es indispensable y urgente es separar los medios de producción de sus actuales propietarios parásitos y organizar la sociedad de acuerdo con un plan racional. Entonces será realmente posible por primera vez curar a la sociedad de sus males. Todos los que sean capaces de trabajar deben encontrar un empleo. La jornada de trabajo debe disminuir gradualmente. Las necesidades de todos los miembros de la sociedad encontrarán la posibilidad de una satisfacción creciente. Las palabras “pobreza”, “crisis”, “explotación”, saldrán de circulación. La humanidad podrá cruzar finalmente el umbral de la verdadera humanidad.
La inevitabilidad del socialismo
“Al mismo tiempo que disminuye constantemente el número de los magnates del capital -dice Marx- crecen la masa de la miseria, la opresión, la esclavitud, la degradación, la explotación: pero con ello crece también la revuelta de la clase trabajadora, clase que aumenta siempre en número, disciplinada, unida, organizada por el mismo mecanismo del proceso de la producción capitalista... La centralización de los medios de producción y la socialización del trabajo alcanzan finalmente un punto en que se hacen incompatibles con su integumento capitalista. Este integumento es roto en pedazos. Suena el toque de difuntos de la propiedad privada capitalista. Los expropiadores son expropiados.” Esta es la revolución socialista. Para Marx, el problema de reconstruir la sociedad no surgía de prescripción alguna motivada por sus predilecciones personales; era una consecuencia, como una necesidad histórica rigurosa, de la creciente madurez de las fuerzas productivas por un lado; de la ulterior imposibilidad de fomentar esas fuerzas a merced de la ley del valor por otro lado.
Las elucubraciones de ciertos intelectuales según los cuales, en desmedro de la teoría de Marx, el socialismo no es inevitable sino únicamente posible, están desprovistas de todo contenido. Evidentemente, Marx no quiso decir que el socialismo se realizaría sin la intervención de la voluntad y la acción del hombre: semejante idea es sencillamente un absurdo. Marx predijo que la socialización de los medios de producción sería la única solución del colapso económico en el que debe culminar, inevitablemente, el desarrollo del capitalismo, colapso que tenemos ante nuestros ojos. Las fuerzas productivas necesitan un nuevo organizador y un nuevo amo, y dado que la existencia determina la conciencia, Marx no dudaba de que la clase trabajadora, a costa de errores y de derrotas, llegaría a comprender la verdadera situación y, tarde o temprano, sacaría las necesarias conclusiones prácticas.
Que la socialización de los medios de producción creados por los capitalistas representa un tremendo beneficio económico se puede demostrar hoy día no sólo teóricamente, sino también con el experimento de la URSS, a pesar de las limitaciones de ese experimento. Es verdad que los reaccionarios capitalistas, no sin artificio utilizan al régimen de Stalin como un espantajo contra las ideas socialistas. En realidad, Marx nunca dijo que el socialismo podría ser alcanzado en un solo país, y, además, en un país atrasado. Las continuas privaciones de las masas en la Unión Soviética, la omnipotencia de la casta privilegiada que se eleva por encima de la nación y su miseria y, finalmente la arbitraria arrogancia de los burócratas, no son consecuencias del método económico socialista, sino del aislamiento y del atraso histórico de la URSS cercada por los países capitalistas. Lo admirable es que en esas circunstancias excepcionalmente desfavorables, la economía planificada haya logrado demostrar sus insdiscutibles ventajas.
Todos los salvadores del capitalismo, tanto de la clase democrática como de la fascista, pretenden limitar, o por lo menos disimular, el poder de los magnates del capital para impedir “la expropiación de los expropiadores”. Todos ellos reconocen, y muchos de ellos lo admiten abiertamente, que el fracaso de sus tentativas reformistas debe llevar inevitablemente a la revolución socialista. Todos ellos han logrado demostrar que sus métodos para salvar al capitalismo no son más que charlatanería reaccionaria e impotente. El pronóstico de Marx sobre la inevitabilidad del socialismo es así confirmado por el absurdo.
La propaganda de la “tecnocracia”, que floreció en el período de la gran crisis de 1929-1932, se fundó en la premisa correcta de que la economía debe ser racionalizada únicamente por medio de la unión de la técnica en la cima de la ciencia y del gobierno al servicio de la sociedad.
Aquí es donde comienza la gran tarea revolucionaria. Para liberar a la técnica de la intriga de los intereses privados y colocar al gobierno al servicio de la sociedad es necesario “expropiar a los expropiadores”. Únicamente una clase poderosa, interesada en su propia liberación y opuesta a los expropiadores capitalistas es capaz de realizar esa tarea. Únicamente unida a un gobierno proletario podrá construir la clase calificada de los técnicos una economía verdaderamente científica y verdaderamente racional, es decir, una economía socialista.
Sería mejor alcanzar ese objetivo de una manera pacífica, gradual, democrática. Pero el orden social que se ha sobrevivido a sí mismo no cede nunca su puesto a su sucesor sin resistencia. Si en su época la democracia joven y fuerte demostró ser incapaz de impedir que la plutocracia se apoderase de la riqueza y del poder, ¿es posible esperar que una democracia senil y devastada se muestre capaz de transformar un orden social basado en el dominio ilimitado de sesenta familias? La teoría y la historia enseñan que la sustitución de un régimen social por otro, presupone la forma más alta de la lucha de clases, es decir, la revolución. Ni siquiera la esclavitud pudo ser abolida en Estados Unidos sin una guerra civil. “La fuerza es la partera de toda sociedad vieja preñada de una nueva.” Nadie ha sido capaz hasta ahora de refutar este principio básico de Marx en la sociología de la sociedad de clases. Solamente una revolución socialista puede abrir el camino hacia el socialismo.
El marxismo en Estados Unidos
La república norteamericana ha ido más allá que otros países en la esfera de la técnica y de la organización de la producción. No es sólo América sino que es toda la humanidad la que se construirá sobre estos cimientos. Sin embargo, las diversas fases del proceso social en una y la misma nación tienen ritmos diversos que dependen de condiciones históricas especiales. Mientras Estados Unidos goza de una tremenda superioridad en la tecnología, su pensamiento económico se halla extremadamente atrasado tanto en la derecha como en la izquierda. John L. Lewis tiene casi los mismos objetivos que Franklin D. Roosevelt. Si tenemos en cuenta la naturaleza de su misión, la función social de Lewis es incomparablemente más conservadora, para no decir reaccionaria, que la de Roosevelt. En ciertos círculos norteamericanos hay una tendencia a repudiar ésta o aquélla teoría revolucionaria sin el menor asomo de crítica científica, con la simple declaración de que es “no americana”. ¿Pero dónde puede encontrarse el criterio que permita distinguir lo que es americano y lo que no lo es? El cristianismo fue importado en Estados Unidos al mismo tiempo que los logaritmos, la poesía de Shakespeare, las nociones de los derechos del hombre y del ciudadano y otros productos no sin importancia del pensamiento humano. El marxismo se halla hoy día en la misma categoría.
El Secretario de Agricultura norteamericana, Henry A. Wallace, imputó al autor de estas líneas “...una estrechez dogmática que es totalmente no americana” y contrapuso al dogmatismo ruso el espíritu oportunista de Jefferson, que sabía cómo arreglárselas con sus adversarios. Al parecer, nunca se le ha ocurrido a Mr. Wallace que una política de compromisos no es una función de algún espíritu nacional inmaterial, sino un producto de las condiciones materiales. Una nación que se ha hecho rica rápidamente tiene reservas suficientes para conciliar a las clases y a los partidos hostiles. Cuando, por el contrario, las contradicciones sociales se exacerban, la base de la política de compromisos desaparece. América estaba libre de “estrechez dogmática” únicamente porque tenía una gran abundancia de tierras vírgenes, fuentes de riqueza natural inagotables y según se ha podido ver, oportunidades ilimitadas para enriquecerse. Sin embargo, incluso en estas condiciones, el espíritu de compromiso no prevaleció en la Guerra Civil cuando sonó la hora para él. De todos modos, las condiciones materiales que constituyeron la base del “americanismo” pertenecen hoy cada vez más al pasado. De aquí se deriva la crisis profunda de la ideología americana tradicional.
El pensamiento empírico, limitado a la solución de las tareas inmediatas, pareció bastante adecuado tanto en los círculos obreros como en los burgueses durante todo el tiempo que la ley del valor de Marx reemplazó el pensamiento de cada uno. Pero hoy día esta ley produce efectos opuestos. En vez de impulsar a la economía hacia adelante, socava sus fundamentos. El pensamiento ecléctico conciliatorio, que mantiene una actitud desfavorable o desdeñosa con respecto al marxismo como un “dogma”, y con su apogeo filosófico, el pragmatismo, se hace completamente inadecuado, cada vez más insustancial, reaccionario y ridículo.
Por el contrario, son las ideas tradicionales del “americanismo” las que se han convertido en un dogma sin vida, petrificado, que no engendra más que errores y confusiones. Al mismo tiempo, la doctrina económica de Marx ha adquirido una viabilidad peculiar y especialmente en lo que respecta a Estados Unidos. Aunque El Capital se apoya en un material internacional, preponderantemente inglés en sus fundamentos teóricos, es un análisis del capitalismo puro, del capitalismo como tal. Indudablemente, el capitalismo que se ha desarrollado en las tierras vírgenes y sin historia de América es el que más se acerca a ese tipo ideal de capitalismo.
Salvo la presencia de Wallace, América se ha desarrollado económicamente no de acuerdo con los principios de Jefferson, sino de acuerdo con las leyes de Marx. Al reconocerlo se ofende tan poco al amor propio nacional como al reconocer que América da vueltas alrededor del sol de acuerdo con las leyes de Copérnico. El Capital ofrece una diagnosis exacta de la enfermedad y un pronóstico irreemplazable. En este sentido la teoría de Marx está mucho más impregnada del nuevo “americanismo” que las ideas de Hoover y Roosevelt, de Green y de Lewis.
Es cierto que hay una literatura original muy difundida en Estados Unidos, consagrada a la crisis de la economía americana. En cuanto esos economistas concienzudos ofrecen una descripción objetiva de las tendencias destructivas del capitalismo norteamericano, sus investigaciones, prescindiendo de sus premisas teóricas, parecen ilustraciones directas de las teorías de Marx. La tradición conservadora de estos autores se pone en evidencia, sin embargo, cuando se empeñan tercamente en no sacar conclusiones precisas, limitándose a tristes predicciones o a vulgaridades tan edificantes como “el país debe comprender”, “la opinión pública debe considerar seriamente”, etcétera. Esos libros se asemejan a un cuchillo sin hoja.
Es cierto que en el pasado hubo marxistas en Estados Unidos, pero eran de un extraño tipo de marxistas, o más bien de tres tipos extraños. En primer lugar se hallaba la casta de emigrados de Europa, que hicieron todo lo que pudieron, pero no encontraron eco; en segundo lugar, los grupos norteamericanos aislados, como el de los Deleonistas[4], que en el curso de los acontecimientos y a consecuencia de sus propios errores, se convirtieron en sectas; en tercer lugar, los aficionados atraídos por la Revolución de Octubre y que simpatizaban con el marxismo como una teoría exótica que tenía muy poco que ver con Estados Unidos. Esta época ha pasado. Ahora amanece la nueva época de un movimiento de clase independiente a cargo del proletariado y al mismo tiempo de un marxismo verdadero. En esto también, Estados Unidos alcanzará en poco tiempo a Europa y la superará. La técnica progresista y la estructura social progresista preparan el camino en la esfera doctrinaria. Los mejores teóricos del marxismo aparecerán en suelo americano. Marx será el guía de los trabajadores norteamericanos avanzados. Para ellos esta exposición abreviada del primer volumen de El Capital constituirá solamente el paso inicial hacia el estudio completo de Marx.
El espejo ideal del capitalismo
En la época en que se publicó el primer volumen de El Capital, la dominación mundial de la burguesía era aún indiscutible. Las leyes abstractas de la economía de mercado encontraron, naturalmente, su completa encarnación -es decir, la menor dependencia de las influencias del pasado- en el país en el que el capitalismo había alcanzado su mayor desarrollo. Al basar su análisis principalmente en Inglaterra, Marx tenía en vista no solamente a Inglaterra, sino a todo el mundo capitalista. Utilizó a la Inglaterra de su época como el mejor espejo del capitalismo de esta época.
Ahora sólo queda el recuerdo de la hegemonía británica. Las ventajas de la primogenitura capitalista se han convertido en desventajas. La estructura técnica y económica de Inglaterra se ha desgastado. El país sigue dependiendo en su posición mundial de su imperio colonial, herencia del pasado, más que de un potencial económico activo. Esto explica incidentalmente la caridad cristiana de Chamberlain* con respecto al gangsterismo internacional de los fascistas, que tanto ha sorprendido al mundo entero. La burguesía inglesa no puede dejar de reconocer que su decadencia económica se ha hecho completamente incompatible con su posición en el mundo y que una nueva guerra amenaza con el derrumbamiento del Imperio Británico. Esencialmente similar es la base económica del “pacifismo” francés.
Alemania, por el contrario, ha utilizado en su rápido ascenso capitalista las ventajas del atraso histórico, equipándose con la técnica más completa de Europa. Teniendo una base nacional estrecha e insuficiencia de recursos naturales, el dinamismo capitalista de Alemania, se ha transformado por necesidad en el factor más explosivo del llamado equilibrio de las potencias mundiales. La ideología epiléptica de Hitler no es más que el reflejo de la epilepsia del capitalismo alemán.
Además de las numerosas e invalorables ventajas de carácter histórico, el desarrollo de Estados Unidos gozó de la preeminencia de un territorio inmensamente grande y de una riqueza natural incomparablemente mayor que Alemania. Habiendo aventajado considerablemente a Gran Bretaña, la República norteamericana llegó a ser a comienzos del siglo actual la principal fortaleza de la burguesía mundial. Todas las potencialidades del capitalismo encontraron en ese país su más alta expresión. En parte alguna de nuestro planeta puede la burguesía realizar empresas superiores a las de la república del dólar, que se ha convertido en el siglo XX en el espejo más perfecto del capitalismo.
Por las mismas razones que tuvo Marx para basar su exposición en las estadísticas inglesas, nosotros hemos recurrido, en nuestra modesta introducción, a la experiencia económica y política de Estados Unidos. No es necesario decir que no sería difícil citar hechos y cifras análogos, tomándolos de la vida de cualquier otro país capitalista. Pero eso no añadiría nada esencial. Las conclusiones seguirían siendo las mismas y solamente los ejemplos serían menos sorprendentes.
La política del Frente Popular en Francia era, como señaló perspicazmente uno de sus financistas, una adaptación del New Deal “para liliputienses”. Es perfectamente evidente que en un análisis teórico es mucho más conveniente tratar con magnitudes ciclópeas que con magnitudes liliputienses. La misma inmensidad del experimento de Roosevelt nos demuestra que solamente un milagro puede salvar al sistema capitalista mundial. Pero sucede que el desarrollo de la producción capitalista ha terminado con la producción de milagros. Sin embargo, es evidente que si se pudiera producir el milagro del rejuvenecimiento del capitalismo, ese milagro sólo se podría producir en Estados Unidos. Pero ese rejuvenecimiento no se ha realizado. Lo que no pueden alcanzar los cíclopes, mucho menos pueden alcanzarlo los liliputienses. Asentar los fundamentos de esta sencilla conclusión es el objeto de nuestra excursión por el campo de la economía norteamericana.
Las metrópolis y las colonias
“El país más desarrollado industrialmente -escribió Marx en el prefacio de la primera edición de El Capital- no hace más que mostrar a los de menor desarrollo la imagen de su propio futuro.” Este pensamiento no puede ser tomado literalmente en circunstancia alguna. El crecimiento de las fuerzas productivas y la profundización de las incompatibilidades sociales son indudablemente la suerte que les corresponde a todos los países que han tomado el camino de la evolución burguesa. Sin embargo, la desproporción en los “ritmos” y medidas que siempre se produce en la evolución de la humanidad, no solamente se hace especialmente aguda bajo el capitalismo, sino que da origen a la completa interdependencia de la subordinación, la explotación y la opresión entre los países de tipo económico diferente. Solamente una minoría de países ha realizado completamente esa evolución sistemática y lógica que parte del artesanado y llega a la fábrica, pasando por la manufactura, que Marx sometió a un análisis tan detallado. El capital comercial, industrial y financiero invadió desde el exterior a los países atrasados, destruyendo en parte las formas primitivas de la economía nativa y en parte sujetándolos al sistema industrial y banquero de Occidente. Bajo el látigo del imperialismo, las colonias se vieron obligadas a prescindir de las etapas intermedias, apoyándose al mismo tiempo artificialmente en un nivel o en otro. El desarrollo de la India no reprodujo el desarrollo de Inglaterra; lo completó. Sin embargo, para poder comprender el tipo combinado de desarrollo de los países atrasados y dependientes como la India es siempre necesario no olvidar el esquema clásico de Marx derivado del desarrollo de Inglaterra. La teoría obrera del valor guía igualmente los cálculos de los especuladores de la City de Londres y las transacciones monetarias en los rincones más remotos de Haiderabad, excepto que en el último caso adquiere formas más sencillas y menos astutas.
La desigualdad del desarrollo trajo consigo beneficios tremendos para los países avanzados, los cuales, aunque en grados diversos, siguieron desarrollándose a expensas de los atrasados, explotándolos, convirtiéndolos en colonias o, por lo menos, haciéndoles imposible figurar entre la aristocracia capitalista. Las fortunas de España, Holanda, Inglaterra, Francia, fueron obtenidas, no solamente con la plusvalía extraída de su propio proletariado, no solamente por el pillaje de su pequeña burguesía, sino también con el pillaje sistemático de sus posesiones de ultramar. La explotación de clases fue complementada y su potencialidad aumentada con la explotación de las naciones. La burguesía de las metrópolis ha sido capaz de asegurar una posición privilegiada para su propio proletariado, especialmente para las capas superiores, mediante el pago de algunos superbeneficios obtenidos con las colonias. Sin eso hubiera sido completamente imposible cualquier clase de régimen democrático estable. En su manifestación más desarrollada la democracia burguesa se hizo, y sigue siendo, una forma de gobierno accesible únicamente a las naciones más aristocráticas y más explotadoras. La antigua democracia se basaba en la esclavitud; la democracia imperialista se basa en la expoliación de las colonias.
Estados Unidos, que formalmente casi no tiene colonias, es, sin embargo, la nación más privilegiada de la historia. Los activos inmigrantes llegados de Europa tomaron posesión de un continente excesivamente rico, exterminaron a la población nativa, se quedaron con la mejor parte de México y se embolsaron la parte del león de la riqueza mundial. Los depósitos de grasa que acumularon entonces, les siguen siendo útiles todavía en la época de la decadencia, pues les sirven para engrasar los engranajes y las ruedas de la democracia.
La reciente experiencia histórica tanto como el análisis teórico testimonian que el nivel de desarrollo de una democracia y su estabilidad, están en proporción inversa a la tensión de las contradicciones de clase. En los países capitalistas menos privilegiados (Rusia, por un lado, y Alemania, Italia, etcétera, por el otro), incapaces de engendrar una aristocracia obrera numerosa, nunca se desarrolló la democracia en toda su extensión y sucumbieron a la dictadura con relativa facilidad. No obstante, la continua parálisis progresiva del capitalismo prepara la misma suerte a las democracias privilegiadas y más ricas. La única diferencia está en la fecha. El deterioro incontenible en las condiciones de vida de los trabajadores hace cada vez menos posible para la burguesía conceder a las masas el derecho a participar en la vida política, incluso dentro de los marcos limitados del parlamentarismo burgués. Cualquier otra explicación del proceso manifiesto del desalojo de la democracia por el fascismo es una falsificación idealista de la realidad, ya sea un engaño o autoengaño.
Mientras destruye la democracia en las viejas metrópolis del capital, el imperialismo impide al mismo tiempo el desarrollo de la democracia en los países atrasados. El hecho de que en la nueva época ni una sola de las colonias o semicolonias haya realizado una revolución democrática, sobre todo en el campo de las relaciones agrarias, se debe por completo al imperialismo, que se ha convertido en el obstáculo principal para el progreso económico y político. Expoliando la riqueza natural de los países atrasados y restringiendo deliberadamente su desarrollo industrial independiente, los magnates monopolistas y sus gobiernos conceden simultáneamente su apoyo financiero, político y militar a los grupos semifeudales más reaccionarios y parásitos de explotadores nativos. La barbarie agraria artificialmente conservada es hoy día la plaga más siniestra de la economía mundial contemporánea. La lucha de los pueblos coloniales por su liberación, pasando por encima de las etapas intermedias, se transforma por necesidad en una lucha contra el imperialismo y de ese modo se pone de acuerdo con la lucha del proletariado en las metrópolis. Los levantamientos y las guerras coloniales hacen oscilar, a su vez, las bases fundamentales del mundo capitalista más que nunca y hacen menos posible que nunca el milagro de su regeneración.
La economía mundial planificada
El capitalismo tiene el doble mérito histórico de haber elevado la técnica a un alto nivel y de haber ligado a todas las partes del mundo con lazos económicos. De ese modo ha proporcionado los prerrequisitos materiales para la utilización sistemática de todos los recursos de nuestro planeta. Sin embargo, el capitalismo no se halla en situación de cumplir esa tarea urgente. El núcleo de su expansión sigue siendo el Estado nacional con sus fronteras, sus aduanas y sus ejércitos. No obstante, las fuerzas productivas han superado hace tiempo los límites del Estado nacional, transformando, en consecuencia, lo que era antes un factor histórico progresivo en una restricción insoportable. Las guerras imperialistas no son sino explosiones de las fuerzas productivas contra las fronteras del Estado que han llegado a ser demasiado estrechas para ellas. El programa de la llamada “autarquía” nada tiene que ver con el retorno a una economía autosuficiente y circunscripta al interior de sus fronteras. Sólo significa que la base nacional se prepara para una nueva guerra.
Después de haberse firmado el Tratado de Versalles se creyó generalmente que se había dividido bien el globo terrestre. Pero los acontecimientos más recientes han servido para recordarnos que nuestro planeta sigue conteniendo tierras que todavía no han sido explotadas o, por lo menos, explotadas suficientemente. La lucha por las colonias sigue siendo una parte de la política del capitalismo imperialista. Por completamente que sea dividido el mundo, el proceso nunca termina, sino que coloca una y otra vez a la orden del día la cuestión de la nueva división del mundo de acuerdo a los cambios en la relación entre las fuerzas imperialistas. Tal es hoy día la verdadera razón de los rearmes, las crisis diplomáticas y los preparativos de guerra.
Todos los intentos de presentar la guerra actual como un choque entre las ideas de democracia y de fascismo pertenecen al reino de la charlatanería y de la estupidez. Las formas políticas cambian, pero subsisten los apetitos capitalistas. Si a cada lado del Canal de la Mancha se estableciese mañana un régimen fascista -y apenas podría atreverse nadie a negar esa posibilidad- los dictadores de París y Londres serían tan incapaces de renunciar a sus posesiones coloniales como Mussolini y Hitler de renunciar a sus reivindicaciones nacionales. La lucha furiosa y desesperada por una nueva división del mundo es una consecuencia irresistible de la crisis mortal del sistema capitalista.
Las reformas parciales y los remiendos para nada servirán. La evolución histórica ha llegado a una de sus etapas decisivas, en la que únicamente la intervención directa de las masas es capaz de barrer los obstáculos reaccionarios y de asentar las bases de un nuevo régimen. La abolición de la propiedad privada de los medios de producción es la primera condición para la economía planificada, es decir, para la introducción de la razón en la esfera de las relaciones humanas, primero en una escala nacional y, finalmente, en una escala mundial. Una vez comenzada, la revolución socialista se extenderá de país en país con una fuerza inmensamente mayor que con la que se extiende hoy día el fascismo. Con el ejemplo y la ayuda de las naciones adelantadas, las naciones atrasadas serán también arrastradas por la corriente del socialismo. Caerán las barreras aduaneras completamente carcomidas. Las contradicciones que despedazan a Europa y al mundo entero encontrarán su solución natural y pacífica dentro del marco de Estados Unidos Socialistas, en Europa, así como en otras partes del mundo. La humanidad liberada llegará a su cima más alta.
Leon Trotski
26 de febrero de 1939
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[1] Nueva versión al español traducida especialmente para esta edición de Œuvres, Tomo 20, Ed. por el L’ Institut León Trotsky, 1985, París, pág. 147. Otra versión en español se encuentra en El pensamiento vivo de Marx, Ed. Losada, Argentina.
I El resumen del primer volumen de El Capital -la base de todo el sistema económico de Marx- fue realizado por Otto Rühle con una profunda comprensión de su tarea. Lo primero que eliminó fueron los ejemplos anticuados, las anotaciones de escritos que hoy día sólo tienen un interés histórico, las polémicas con escritores ahora olvidados y finalmente numerosos documentos que a pesar de su importancia para la comprensión de una época determinada, no tienen lugar en una exposición concisa que se propone objetivos más bien teóricos que históricos. Al mismo tiempo, el Sr. Rühle hizo todo lo posible para conservar la continuidad en el desarrollo del análisis científico. Las deducciones lógicas y las transiciones dialécticas del pensamiento no han sido infringidas en punto alguno. Por estas razones este extracto merece una lectura cuidadosa. (Nota de L.T.)
II “La influencia moderadora de la competencia -se lamenta el primer fiscal general de Estados Unidos, Mr. Hommer S. Cummings- es desplazada gradualmente y en muchas partes ya no subsiste más que como un pálido recuerdo de las condiciones que antes existieron.” (Nota de L.T.)
III Una comisión del Senado de Estados Unidos comprobó en febrero de 1937, que durante los veinte años anteriores las decisiones de una docena de las grandes corporaciones habían contrapesado las directivas de la mayor parte de la industria norteamericana. El número de presidentes de las juntas directivas de esas corporaciones es casi el mismo que el número de miembros del Gabinete del Presidente de Estados Unidos, la rama ejecutiva del gobierno republicano. Pero esos presidentes de las juntas directivas son inmensamente más poderosos que los miembros del Gabinete. (Nota de L.T.)
[2] Alexis de Tocqueville (1805-1859): había sido enviado a EE.UU. en 1831, para estudiar allí el sistema penitenciario. Su obra, La democracia en América, apareció en dos volúmenes en 1835 y 1840. Fue diputado en la Constituyente de 1848, en la Legislativa de 1849 y Ministro de Asuntos Extranjeros. Sólo pudo publicar el primer volúmen de su libro El antiguo régimen y la Revolución (1856).
IV El escritor norteamericano Ferdinand Lundberg, quien en desmedro de su honestidad científica es más bien un economista conservador, escribió en su libro, que produjo una conmoción: “Estados Unidos son hoy día propiedad y dominio de una jerarquía de sesenta de las familias más ricas, apoyadas por no más de noventa familias de riqueza menor. A esto se podría añadir una tercera fila de quizás otras trescientas cincuenta familias con rentas que superan los cien mil dólares por año. La posición predominante corresponde al primer grupo de sesenta familias, las que dominan no solamente al mercado sino todas las palancas del gobierno.” Son el gobierno verdadero, “el gobierno del dinero en una democracia del dólar”. (N. de L.T.)
[3] Werner Sombart (1863-1941): fue defensor de las reformas sociales en favor de la clase trabajadora, pero luego se convirtió en dirigente de un régimen liberal. Su obra más importante El capitalismo moderno en tres volúmenes.
[4] Daniel De León (1852-1914): nacido en Curaçao, llegó a Estados Unidos a los 20 años y enseñó derecho internacional en Columbia. Fue el fundador del Socialist Labor Party, de los Knights of Labor, luego de los IWW y combatió encarnizadamente, desde un punto de vista marxista y revolucionario, al reformismo de los sindicalistas norteamericanos. Pero los “Deleonistas” se dividieron por crisis y escisiones ininterrumpidas.
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