Blog marxista destinado a la lucha por una nueva sociedad fraterna y solidaria, sin ningún tipo de opresión social o nacional. Integrante del Colectivo Avanzar por la Unidad del Pueblo de Argentina.
viernes, diciembre 13, 2013
El calor del pan
En la última noche de 1926, Joseph Roth estaba en Moscú como periodista del Frankfurter Zeitung y pasó el Año Nuevo con un grupo de gente que fue llegando silenciosamente a su habitación de hotel, con botellas de vodka escondidas en los bolsillos. En Moscú, en 1926, ya había que cuidarse bien de lo que se decía delante de otros, pero el vodka fue soltando las lenguas y de pronto uno dijo: “En esta habitación vivió Kargan unos meses”. Todos soltaron los comentarios de rigor (es decir, todas variantes de la palabra traidor), pero después uno se animó a decir que lo había conocido en la prisión en Siberia, otro reconoció que lo había tratado en la clandestinidad del exilio, otro dijo que estuvo a sus órdenes en el Soviet de Petrogrado, y de a poco empezó a armarse ante los ojos de Roth una desordenada biografía coral sobre aquel revolucionario caído en desgracia, mientras la habitación de hotel se iba vaciando inadvertidamente (mejor no hablar de ciertas cosas, mejor ni siquiera oír ciertas cosas si uno quería evitar los problemas en Moscú en 1926).
En los tiempos del zar, como se sabe, caía en prisión un revolucionario y al tiempo se escapaban dos. Los revolucionarios decían que las cárceles eran sus universidades porque, en las horas muertas de encierro, los veteranos transmitían a los novatos lecciones sobre teoría y praxis de la revolución. La praxis era el plan de fuga, porque la obligación de cada revolucionario que caía preso era convertir a uno y fugarse después con él. Por eso empezaron a mandarlos a Siberia. Déjenme describir Siberia tal como aquellos conjurados se la describieron a Roth en la larga noche de Año Nuevo del ’27: primero quedaba atrás el ferrocarril, después el barco, después los carros y los caballos, después los árboles, seguían a pie hasta donde no había nada (ellos mismos tenían que construir sus barracas) y de pronto veían que el cielo se combaba sobre sus cabezas como una bóveda de plomo soldada a la tierra en el horizonte. Estaban encerrados bajo el cielo. No había muros, no había rejas, no hacía falta (la ley decía que el sitio a cumplir condena debía estar “a diez verstas de una ciudad, a diez verstas de un río, a diez verstas de las vías del tren, a diez verstas de un camino”, pero esas diez verstas terminaban siendo quinientas).
Aun así, los revolucionarios se seguían escapando, casi siempre de a pares. El objetivo era llegar a la frontera. Para no atraer la atención iban separados y se juntaban cada tanto en un punto acordado. Entre encuentro y encuentro, la tribulación por la llegada del otro era mayor, hasta que los peligros que, en la imaginación de cada uno, podía estar viviendo el otro superaban la preocupación por uno mismo. La frontera se cruzaba de noche y siempre pasaba lo mismo: se llegaba al otro lado con las primeras luces, cuando todavía no había amanecido, y todos los fugitivos hacían lo mismo: se daban vuelta un instante en la dirección que habían venido y se prometían no tener descanso hasta volver. Esa era la escuela de carácter del revolucionario.
La leyenda dice que, aquella noche de Año Nuevo de 1927, no fue el nombre de Kargan sino el de Trotski y el que originó las confesiones. El equívoco lo generó el título que le dio Roth a la novela que escribió al respecto: El profeta mudo. Roth no la publicó en vida: un manuscrito incompleto, pasado a máquina y fechado en 1929, quedó en Berlín cuando Roth huyó de los nazis, y el resto estaba en un cuaderno, escrito a mano y fechado en 1930, que quedó entre sus cosas en el hotel de París donde murió de cirrosis antes de que llegaran los nazis. Recién se juntaron ambas piezas cuarenta años después, y para entonces la monumental biografía que Isaac Deutscher escribió sobre Trotsky era tan famosa (tres tomazos titulados El profeta desarmado, El profeta armado y El profeta desterrado) que se decretó, y hasta el día de hoy se acepta, que la novela de Roth era una biografía velada del autor de Mi vida y La revolución traicionada. Déjenme recordarles que esos dos libros, además de ser sin discusión los dos mejores de Trotsky, fueron escritos ambos ya en el exilio: Roth no llegó a leerlos. En cambio, había conocido revolucionarios rusos desde su juventud: a los primeros los conoció exiliados, en Berlín, en Praga, en París o en Zurich, fraguando en la clandestinidad su retorno a la patria. Después, cuando sus aventuras periodísticas lo llevaron de travesía por los confines del imperio austrohúngaro, los había visto cuando cruzaban la frontera, piel y huesos, famélicos y enfermos, pero con la misma escalofriante electricidad en la mirada extraviada. Y, después de la Revolución, los había vuelto a ver en Rusia. Habían retornado todos con Lenin en el tren blindado a Petrogrado, habían peleado en las filas del ejército rojo contra los blancos, habían tenido tal camaradería con la muerte y el peligro, con el sacrificio y el anonimato, que ya convivían con él como el empleado con su rutina; en los raros momentos de sinceramiento temían padecer “el componente pequeñoburgués del peligro”.
Luego de evitar lo que más temían (que el zar pasara de emperador a administrador, a la manera del Kaiser alemán o el emperador austrohúngaro; que la autocracia cediera lugar a la burocracia), luego de lograr la Revolución, llegaron del frente y descubrieron que en la nueva era los escritorios se habían vuelto muebles más significativos que los tronos: abogaduchos, escribientes, contables, comerciantes y hasta suboficiales y oficiales se abalanzaban sobre las sillas vacías de las mil oficinas de la nueva burocracia. La mitad de esas oficinas estaban en las sombras, y en ellas se resolvía el destino de esos rezagados de la historia que no sabían adaptarse a los nuevos tiempos. “Para hombres como nosotros, Siberia es la única morada posible”, le oyó decir Joseph Roth a uno de esos hombres en el Año Nuevo del ’27 en Moscú y por eso decidió escribir una novela sobre ellos: porque la historia ya se los estaba devorando de a puñados sin escupir el carozo, como habría de pasarles a él y a los de su clase en Alemania y el resto de Europa poco después.
Uno de los conjurados de aquella noche le contó un diálogo que había tenido con un compañero en Siberia, el compañero con el cual emprendería la fuga después. Echados uno contra el otro en el barracón, para resguardarse del frío, uno preguntaba en la oscuridad: “¿Con qué estás soñando?”. El otro contestaba: “Con panes. Con el aroma del pan que se sentía al pasar frente a una panadería”. Sí, sobre todo de noche, decía el otro. Y especialmente en invierno: te llegaba de pronto un calor animal a los sótanos del alma. Un calor de pan. Por eso estamos aquí, decía entonces el que soñaba: porque no todos los hombres tienen pan. Y agregaba: “Así de simple es, en el fondo. Somos como el hombre que no sabe nadar pero igual se tira al agua a salvar al que se está ahogando, y se va al fondo. A veces consigue salvar al otro pero igual se va al fondo. Y nadie sabe si en ese último instante se siente una felicidad intensa o una rabia amarga”.
Juan Forn
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