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sábado, diciembre 28, 2013
La cultura plebeya, el clasismo y la política
Nueva entrega de los Fragmentos de historia popular*. Izquierda e izquierdismo; anarquismo, socialismo y cultura de izquierda en Argentina en las últimas décadas del siglo XIX.
Con el surgimiento del movimiento obrero y la difusión del anarquismo, el socialismo, el sindicalismo revolucionario y el comunismo, el antagonismo de clase se expresó de manera clara y firme entre las clases populares. Los militantes de las diversas tendencias y también los independientes desarrollaron desde las últimas décadas del siglo XIX una febril tarea propagandística y de formación. Publicaron incansablemente periódicos, revistas, folletos y libros baratos que pronto circularon por decenas de miles en los varios idiomas que hablaban los trabajadores. Diarios como los célebres La Protesta (anarquista) o La Vanguardia (socialista) llegaban cotidianamente a miles de lectores. Organizaron asimismo infinidad de charlas y conferencias y fundaron centenares de bibliotecas y asociaciones culturales. Tuvieron sus propias escuelas y también sus propios grupos de teatro, que por todas partes representaron obras con contenido político para niños y adultos. A través de todos estos canales llegaron incluso hasta pueblos pequeños y remotos. Así, aunque todavía en esta época sólo una pequeña minoría de los trabajadores estaba afiliada a algún sindicato, las ideas del movimiento obrero alcanzaron una gran proyección. El pensamiento y los valores izquierdistas y de avanzada –desde la crítica de la propiedad privada y un furioso ateísmo, hasta las iniciativas a favor de la emancipación de la mujer o el amor libre– causaron gran preocupación en la clase dominante. La cultura de izquierda traspasó el mundo popular, imprimiendo un sentido clasista y anticapitalista en parte de los sectores medios.
En verdad, la circulación de ideas fue en ambos sentidos. Si bien el izquierdismo ingresó primero y principalmente a través del movimiento obrero, también sectores estudiantiles, intelectuales, profesionales y de la pequeña burguesía se vieron atraídos por esa tradición política. Entre ambos ámbitos sociales hubo en esta época intensos contactos e intercambios y no poca solidaridad e incluso luchas en común. Pero también existieron tensiones. En la raíz de esas tensiones hubo un componente cultural y otro de nivel social. La cultura de la izquierda europea, en la que todos buscaban inspiración para la lucha, se había desarrollado combinando la reflexión política con las prácticas y costumbres de los obreros del viejo continente. Mucho de los valores, el vocabulario, los códigos de conducta y hasta la estética que definía al izquierdismo se habían forjado muy lejos de la Argentina. Y aunque buena parte de los activistas del movimiento local habían venido de Europa o eran hijos de europeos, también existía una gran porción de las clases bajas cuya experiencia y cultura eran las del mundo criollo anterior a la gran inmigración. No todos dentro del fragmentado universo plebeyo conocían o se sentían cómodos con esas pautas venidas de lejos, que a veces se contraponían a hábitos locales muy arraigados. Hubo así un cierto desfase entre el bajo pueblo real y el ideal del “buen obrero” que algunos tenían en mente. Aunque la cultura de izquierda de esos años llegó a ser un verdadero lenguaje en común para las clases populares, al menos en las principales ciudades, también es cierto que no terminó de integrarse del todo bien con la herencia criolla. Así, para algunos activistas, lo criollo aparecía como sinónimo de incultura o “atraso” político. Divertimentos muy queridos por los más pobres, como por ejemplo el carnaval, solían ser duramente atacados por los comunistas, anarquistas y socialistas, que veían en él una distracción de la lucha clasista. Entre los que pensaban de este modo, no era extraño que surgieran sentimientos de superioridad respecto de la baja plebe. No todos los militantes izquierdistas, en cualquiera de sus vertientes, fueron inmunes a la prédica de las clases superiores, que también valoraban más todo lo que viniera de Europa y despreciaban a los criollos pobres (especialmente si tenían rasgos aindiados o piel morena).
Esta tensión entre dos culturas diferentes que se iban fusionando se potenció con otra, que tenía que ver con la procedencia social de algunos militantes. El movimiento izquierdista internacional confiaba en los trabajadores como el grupo social que conduciría a la humanidad a un mundo nuevo. Pero en los hechos también había dado la bienvenida a intelectuales y gente de la pequeña burguesía, que con frecuencia conseguía instalarse en la dirección de los partidos y organizaciones obreras. Los trabajadores muchas veces recelaban esa influencia no obrera en la cima; sin embargo, en la Europa del siglo XIX solían aceptarla o incluso preferirla porque resultaba útil a la causa y servía para ampliar el radio de apoyos sociales. Esa diferencia de clase fue fuente de tensiones en todas partes y Argentina no fue la excepción. El izquierdismo en todas sus variantes compartía el ideal de un porvenir en el que todos los hombres serían libres e iguales. Pero en la mente de muchos militantes, especialmente los que venían del mundo de los profesionales e intelectuales (o aspiraban a llegar a él) este ideal se combinó con otro diferente. Imbuidos por la confianza en la razón y la ciencia típica del cambio de siglo, muchos imaginaron el futuro como una sociedad racional en la que cada persona desempeñaría su tarea en un orden perfecto. La planificación científica de la vida social aparecía como un ideal poderoso y atractivo, uno que prometía acabar con el caos de enfrentamientos al que conducía el capitalismo. Aunque no siempre era el caso, esta imagen del futuro se trasladaba a veces al presente. Así, quienes se creían dotados de las capacidades intelectuales para planificar y coordinar las organizaciones de la manera más racional, también solían considerar que les correspondía por derecho propio ocupar el lugar de dirigentes. Y para justificar esa pretensión, muchas veces de manera inconsciente, se imaginaban a sí mismos “superiores” al común de los trabajadores o incluso al grueso de los militantes. Para quienes sentían de ese modo, la plebe criolla aparecía doblemente marcada por el atraso y la incultura: porque no se comportaba a la manera de los trabajadores europeos y porque carecía de las capacidades “racionales” necesarias para hacer avanzar la causa. Así, el lugar de superioridad que implícitamente se autoasignaban algunos militantes intelectuales o de mayor educación, conspiraba secretamente contra su vocación igualitarista y democrática.
Un buen ejemplo de los efectos concretos de este sentido de preeminencia de los profesionales es el del Partido Socialista. Aunque se proclamaba un partido obrero, entre sus máximos dirigentes predominaron desde el comienzo los profesionales universitarios que no procedían de familias trabajadoras. El peso de los profesionales se hizo sentir en la doctrina y en la vida interna del partido. El PS asociaba la causa de los obreros y al socialismo con el “progreso” y con “el advenimiento de la ciencia a la política”. Sus máximos dirigentes se concebían a sí mismos como “guías” con la función de “educar” a las masas incultas en la doctrina del socialismo europeo. Aunque en general los dirigentes del PS se mantuvieron por ahora como fieles defensores de las clases bajas, su desdén por la cultura plebeya y criolla se hacía muchas veces evidente. Por ejemplo, para desacreditar a Yrigoyen –que solía tener más predicamento entre las clases populares que ellos– afirmaban que la UCR movilizaba apoyos entre los “bajos fondos”, el “malevaje” y el “gauchaje” (como queriendo decir que el PS lograba en cambio el apoyo de los obreros mejor “educados” antes que de esa chusma). Los socialistas no eran la única corriente en la que se manifestaba esta tensión: también estuvo presente entre los comunistas e incluso entre ciertos anarquistas. En su apego a lo “culto”, a la ciencia y a lo europeo, como si fueran lo opuesto a la masa popular “inculta”, algunos izquierdistas se emparentaban peligrosamente con la misión “civilizatoria” de Sarmiento y de la élite de tiempos de la Organización nacional. Unos y otros coincidían en que el pueblo real no tenía la capacidad de conducirse a sí mismo. No todos –ni mucho menos– en el movimiento obrero y en las organizaciones de izquierda tenían esta concepción “elitista” de la política. Pero esta tensión, que permaneció por ahora como una grieta casi imperceptible, pronto adquiriría un significado mayor e inesperado.
Ezequiel Adamovsky.
Fragmento del libro Historia de las clases populares en la Argentina: desde 1880 hasta 2003, Buenos Aires, Sudamericana, 2012.
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