La pandemia del coronavirus agarró al mundo de sorpresa; fue en diciembre que algunos médicos en China empezaron a detectar los síntomas de lo que no parecía ser una gripe normal y dos meses después se expandía por el mundo. Pero no puede decirse que se trate de un “cisne negro”. No después del brote pandémico del SARS, en 2003, y de la gripe porcina (H1N1) en 2009. También podríamos mencionar como una epidemia de alcance continental en América Latina el zika (que arreció en 2015-2016) y el dengue, cada vez más difícil de controlar, así como el ébola en regiones de África, por solo mencionar algunas de las 1.483 epidemias detectadas por la Organización Mundial de la Salud entre 2011 y 2018 en 172 países. El COVID-19, una variedad del coronavirus ya detectado previamente en animales, es la última y más amenazante de las que han llegado a convertirse en pandemia. Esta aceleración de los brotes virales que, como señalan Lewontin y Levins en La biología en cuestión, va a contramano de lo que los referentes de la biología esperaban no mucho tiempo atrás tiene un claro culpable. En la escena del crimen, las huellas del capitalismo aparecen en todas partes, tal como ocurre en todas las emergencias ambientales de gravedad creciente que no son ninguna catástrofe natural.
Caldos de cultivo
El economista Isaac Johsua señala que la penetración del capital en todas las áreas del planeta es lo que distingue la fase actual de la mundialización del capital, iniciada a fines de los años 70 y acelerada en los 90.
La mundialización del siglo XIX extendió la relación salarial a nuevos territorios (el continente americano), dejando subsistir a sus márgenes la inmensidad de relaciones de producción “tradicionales” (India, China, etc.). La actual, a su vez, penetra en los antiguos espacios sociales, destruye las antiguas relaciones de producción y, haciéndolas estallar, redistribuye a la manera capitalista los elementos dispersos. La dinámica del capital se aproxima a su ideal: que todo sobre la tierra no sea sino capital y fructificación de valor [1].
Esto significa que, como nunca antes, todos los rincones del mundo deben considerarse un espacio producido por el capital, lo cual tiene enormes consecuencias para el metabolismo con la naturaleza, ya que actúa sobre fuerzas que escapan a su control. Como observa David Harvey en la nota que reproducimos en este Semanario, “el capital modifica las condiciones ambientales de su propia reproducción, pero lo hace en un contexto de consecuencias no intencionadas (como el cambio climático) y con el trasfondo de fuerzas evolucionarias autónomas e independientes”.
Sin duda, todo lo comprendido dentro del rótulo del agronegocio establece algunos de los vínculos más directos con esta tendencia a la producción “serial” de pandemias. Es así por varios motivos. El más obvio, el desplazamiento de la frontera agrícola, logrado gracias al avasallamiento de poblaciones campesinas y semicampesinas desposeídas en gran escala desde los años ‘80, pero también al desarrollo de semillas más resistentes que junto con los agroquímicos permitieron desarrollar la agricultura en gran escala en terrenos donde antes no era posible.
¿Cómo se liga todo esto a la cuestión de las enfermedades virales? En primer lugar, porque, como señala un informe del Programa Ambiental de Naciones Unidas (PANU), el 75 % de las nuevas enfermedades infecciosas son zoonóticas, es decir que pueden transmitirse entre desde los animales hacia las personas. Y la pérdida de hábitat de las especies salvajes, producida por la expansión de la agricultura, es una de las fuerzas que empuja la mayor trasmisión. Como afirma John Reinmann, “los animales salvajes son forzados a vivir fuera de sus áreas vitales previas y entran en contacto directo o indirecto con animales domesticados”.
Pero la destrucción de bosques y otros ecosistemas también alimentan la expansión de virus por otra vía: la destrucción de la biodiversidad. “Cuando hacemos cosas en un ecosistema que erosionan la biodiversidad –como talar bosques o reemplazar el hábitat con campos agrícolas– tendemos a deshacernos de especies que juegan un rol protector”, afirma Richard Ostfeld, experto en la enfermedad de Lyme. El ya mencionado reporte de PANU apunta, en este mismo sentido, que “los bosques son talados para hacer leña, los paisajes devastados por los intereses agrícolas y mineros, y las tradicionales zonas de amortiguamiento –que alguna vez separaban a los humanos de los animales o de los patógenos que estos albergan– son notablemente reducidas o desaparecen.
Pero todo lo dicho hasta acá es apenas la punta del iceberg. Es en la industrialización de las actividades de granja, que alcanzó escalas gigantescas, donde se encuentra probablemente el mayor motivo de la producción en serie de virus. En Big Farms Make Big Flu (las grandes granjas generan las grandes gripes), Rob Wallace sostiene:
La producción industrial ya estuvo implicada en el aumento de la diversidad de gripes que circulan entre personas. En los últimos quince años una cantidad sin precedentes de variedades de influenza capaces de infectar humanos emergió a través del archipiélago global de granjas industriales” [2].
Animales aglomerados, mantenidos en condiciones poco saludables, son un caldo de cultivo para la expansión de enfermedades, al mismo tiempo que “deprimen la respuesta inmune” [3]. Por si esto fuera poco, la aplicación en gran escala de antibióticos ha generado resistencia hacia ellos en las bacterias [4].
Un ejército de defensores del agronegocio sostendrán que no hay manera de alimentar a 7.500 millones de personas si no es expandiéndolo sin miramientos. Pero la necesidad de aprovechar los avances de la técnica no significa que la única vía para aplicarlos sea la que determina el capital, para el cual lo que manda es la ganancia. Numerosos desarrollos biotecnológicos habilitan la posibilidad de mantener la productividad agropecuaria sin incurrir en todos los impactos ambientales y sanitarios que hoy conlleva.
Prevenciones “gravemente insuficientes”
Si la producción capitalista del espacio crea el caldo de cultivo para la propagación de los virus, las restricciones que impone la disciplina del capital sobre los presupuestos públicos determina la (in)capacidad de respuesta para enfrentar emergencias. En septiembre del año pasado, en un informe sobre el nivel de preparación ante una pandemia devastadora que para la OMS era una posibilidad cada vez más real, el diagnóstico era lapidario: la preparación de los sistemas de salud era “gravemente insuficiente”. A pesar de las vidas y costos económicos que una adecuada preparación puede salvar, “los gobiernos continúan descuidándolo”. Se trata de un texto escrito en el lenguaje de la diplomacia, que evita, por lo tanto, hacer un diagnóstico acabado del desguace que vienen sufriendo los sistemas sanitarios, hace largo tiempo sometidos a una doble presión:
• Por un lado, en el caso de las prestaciones públicas, tienden a deteriorarse como resultado de la estrechez fiscal. En el caso de Europa, convertida ahora en el epicentro de la expansión del COVID-19, en la última década el gasto sanitario fue recortado, algo que no había sucedido antes desde 1975. En países como España, Irlanda, Grecia, Portugal, o Italia, la década que siguió a la quiebra de Lehman Brothers hizo estragos en el gasto público en salud. Recién en 2019 algunos de estos empezaron a acercarse otra vez los niveles de gasto per cápita que tenían antes de la crisis. Tengamos en cuenta que aunque en este club de países imperialistas los efectos de la Gran Recesión fueron severos, sigue contando igual con los sistemas sanitarios más sólidos. Pero ahí también la agenda de la austeridad hizo mella.
• Por otro lado, lo que marca la agenda en las últimas décadas ha sido la tendencia a privatizar la prestación de salud como negocio, restringiendo la inversión pública. En la Argentina, la tajada de las prepagas en el sistema tripartito de salud aumentó en los ‘90 gracias a fuertes desregulaciones que se han mantenido hasta hoy, reforzadas durante los años de Macri. En EE. UU. la implementación del llamado “Obamacare”, un moderado compromiso para asegurar prestaciones mínimas en un sistema completamente privatizado, fue tildada de “socialista”, lo mismo que ocurre ahora con el planteo de Bernie Sanders de asegurar “Medicare (atención de salud) para todos” mediante un sistema público. Hasta hace día la realización del test de coronavirus podía tener costos considerables.
El estado calamitoso de los sistemas sanitarios y décadas de desinversión en salud pública, encontraron un terreno favorable para que la pandemia llevara a un colapso en varios países. Italia tenía, en 1970, 10 camas por cada 1000 habitantes, mientras que hoy tiene 3. El Estado Español pasó de 4,6 a 3 camas cada mil. Incluso Alemania cayó de 11,5 a 8,3. Si esto ocurrió en la UE, en América Latina o África podría ser mucho peor.
Desde enero podemos ver que la preparación fue mucho peor que “gravemente insuficiente”. Los casos “exitosos”, como Corea del Sur o Alemania (el primero apelando a métodos cuasi policiales y el segundo apoyado en el poderío económico de ser una de las mayores potencias europeas), muestran que no es un problema de falta de capacidades técnicas. Pero con presupuestos rigurosamente restringidos (no vaya a ser cosa que eleven el gasto y lo financien aumentando los impuestos a los grandes patrimonios o las ganancias empresarias que todos los estados vienen compitiendo por reducir hace varias décadas en una carrera de “dumping fiscal”) e insumos limitados, la mayor parte de los gobiernos descartaron tomar medidas de respuesta inmediata como la realización de testeos en gran escala. Esto no se hizo en Italia ni en el Estado Español; tampoco en EE. UU. Y no se está haciendo en la Argentina, donde hasta hoy todavía no se terminan de incorporar nuevos laboratorios al Malbrán, que sigue testeando en solitario. Si no se quiere gastar, la respuesta alternativa pasa, como en tiempos medievales, por un aislamiento social masivo y forzoso. Pero esto es económicamente devastador, y por eso esta decisión fue postergada en algunos de los primeros países afectados hasta que resultó inevitable. Para entonces, los sistemas sanitarios ya estaban colapsados.
El negocio de la pandemia
Una retracción de la economía mundial ya estaba en los pronósticos para este año o el próximo. El coronavirus fue un disparador pero no la causa última. Aunque las medidas tomadas por los Estados amplifican sus efectos y proyectan una crisis que todo indica será muy profunda, con efectos duraderos que podrían ser peores que los de la Gran Recesión iniciada en 2008.
Pero no todos pierden. Y no lo decimos solo por algunos dirigentes políticos norteamericanos, que, contando con información privilegiada, hicieron buenos negocios vendiendo acciones a tiempo, como los senadores republicanos Richard Burr y Kelly Loeffler, según reveló el viernes el diario Washington Post.
Quienes se aprestan a ganar son sobre todo las grandes farmacéuticas. Como afirma Gerald Posner, autor de Pharma: Greed, Lies, and the Poisoning of America, “cuanto peor sea la pandemia, mayores serán sus futuras ganancias”. Desde China hasta EE. UU., pasando por la UE, todos se pelean a ver quién pone más plata en el bolsillo de quien prometa una vacuna para el COVID-19. Una firma alemana recibió 80 millones de euros de la UE para desarrollarla, mientras Trump y Xi Jinping anuncian que están iniciando pruebas en humanos de las producidas por sus laboratorios. Se trata de un fondeo público de ganancias privadas. De acuerdo a Posner, solo en EE. UU., desde la década de 1930, los National Institutes of Health (NIH) han invertido unos 900.000 millones de dólares (2 veces la economía argentina) en investigaciones que las compañías farmacéuticas utilizaron para patentar medicamentos de marca por los cuales facturan. Solo entre 2010 y 2016 los fondos públicos representaron más de 100.000 millones de dólares en esa investigación [5].
Pero los sectores del capital que “pierden” con la pandemia, desde las aerolíneas y los hoteles hasta los bancos e industrias trasnacionalizadas que sufren la interrupción de la cadena, serán debidamente compensados, y solo cuando sea necesario serán rescatados por la vía de una nacionalización como es el caso de Alitalia. La Reserva Federal y los bancos centrales de Europa, Japón, y otros países, anticiparon que van a inyectar billones de dólares de liquidez comprando bonos y acciones. El rescate a las empresas no promete llegar a los millones de trabajadoras y trabajadores que podrían perder el empleo en este año (25 millones en el mundo según cálculos que podrían quedarse cortos). Con la crisis sanitaria en pleno desarrollo, y siendo todavía una incógnita el alcance de los impactos económicos que traerán las medidas de cuarentena y el cierre de fronteras, los mismos Estados que retacearon inversiones en los sistemas de salud o cavilaron durante semanas críticas sobre las formas más económicas de gestionar la emergencia del coronavirus, se han apurado a salvar a bancos y grandes empresas. También se anunciaron medidas fiscales como enviar un cheque a los contribuyentes devolviendo impuestos (que también deja afuera a los que pagan menos impuestos por tener ingresos más bajos), que muestran, cuando las papas queman, que al final estaban los recursos que en tiempos “normales” retacean en nombre de la austeridad. Pero el grueso de los nuevos gastos está dirigido a salvar a la clase capitalista, la misma que con el pánico bursátil que destruyó en un mes un tercio del valor de capitalización es responsable de amplificar los efectos de la crisis. Muchas de las firmas que podrían haber quebrado y que en algunos casos buscarán salvar son “empresas zombies” que hace tiempo vienen sobreviviendo solamente por el bajo costo de financiamiento sustentado por la Fed.
La respuesta social a la emergencia sanitaria ya empieza a dejar en evidencia algo que se irá haciendo más patente con el correr de las semanas y meses, mientras se agraven las penurias, que durarán mucho más que la pandemia: tanto en los grados de exposición y vulnerabilidad al contagio, como en el manejo de los traumas económicos generados, se hacen harto evidentes las líneas divisorias de clase. Como afirma Harvey, “incluso los buenos sujetos neoliberales pueden ver que hay algo malo en la forma en que se está respondiendo a esta pandemia”. Esto será cada vez más cierto a medida que amainen (o fracasen) las cuarentenas, la vida retome su curso, y haya que lidiar con el después de la tormenta.
Las grandes epidemias existen desde antes del capitalismo. Pero este no solo ha ampliado la escala geográfica a través del cual pueden expandirse; sino que 1) ha incrementado la producción en serie de las mismas; 2) en su etapa neoliberal cercenó las capacidades para enfrentarlas (aquellas que habían sido generadas por los sistemas públicos desarrollados por los propios Estados capitalistas), ampliando así el colapso sanitario; 3) por las propias necesidades del capital (de no frenar nunca la rueda de valorización) agrava las devastaciones económicas que genera la pandemia, que podrían procesarse de otra forma en un sistema que no estuviera basado en la ganancia y la especulación crediticia; 4) deja como todo gran shock algunos grandes ganadores al lado de un mar de perdedores.
Enfrentar seriamente la pandemia requiere otra lógica muy distinta a la que viene primando en la mayoría de los países, empezando por testear en gran escala para tener una hoja de ruta más certera. Para sostener la producción social fundamental y asegurar la provisión de insumos sanitarios sin que se conviertan en un coto de negocios para los vivos de siempre, es clave el protagonismo de sectores de la clase trabajadora controlando la producción (perspectiva que ya viene despuntando en algunos países).Para cortar de raíz las condiciones que llevan a la producción serial de las mismas es necesario la organización de la clase trabajadora para acaudillar al conjunto de los explotados en la pelea por terminar con un sistema que somete a toda la humanidad y la naturaleza para el único fin de aumentar sin límite la ganancia. “Expropiar a los expropiadores” capitalistas como decía Marx, para imponer un régimen sin explotadores ni explotados.
Esteban Mercatante
Notas
[1] Isaac Johsua, Une trajectoire du capital, París, Éditions Syllepse, 2006. Citado por Juan Chingo en “Crisis y contradicciones del capitalismo del siglo XXI”, Estrategia Internacional 24, diciembre 2007.
[2] Nueva York, Monthly Review Press, 2016, p. 59.
[3] Ibídem, p. 57.
[4] Ibídem, p. 243.
[5] Lerner, Sharon, “Las grandes farmacéuticas se aprestan a lucrar con el coronavirus”, The Intercept, 13/3/2020.
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