A finales de marzo, diez días después de decretado el aislamiento obligatorio en todo el territorio nacional, Argentina muestra síntomas de agotamiento y creciente malestar en todos los estratos de la sociedad.
Noticias provenientes de los centros metropolitanos tienen sobre ascuas a la población informada: con excepción de China, la pandemia no cede y provoca un cataclismo humano, mientras las bolsas sufren un derrumbe sin precedentes y adelantan una caída catastrófica de la economía mundial. Se pronostica una disminución del 20% en el producto interno bruto estadounidense.
Abril será un mes crucial. Según el ministerio de Salud, el pico de la pandemia en Argentina sobrevendrá a mediados de mayo. Datos de otro orden indican que la crisis de la deuda tendrá su punto culminante también a mediados de mayo, momento cuando el gobierno asumirá una renegociación con los acreedores o, como todo indica, se declara en cesación de pagos. También para ese momento, según adelantan econometristas locales, la extensión de la cuarentena pondrá al aparato productivo-comercial del país en situación de colapso tanto más extenso e incontrolable cuanto más se prolongue la parálisis ordenada por el Ejecutivo. Mayo es entonces un límite señalado por todos como punto de imposible continuidad para el orden socioeconómico vigente.
De modo que el país afronta a plazo fijo el riesgo de una tremenda convulsión, con base en la desarticulación del aparato productivo, con raíces estructurales llevadas al paroxismo por la cuarentena, combinado con un colapso sanitario. Ambos aspectos serán considerados más abajo, luego de exponer con el máximo de simplificación, temas imprescindibles para interpretar la situación actual y su proyección desde una perspectiva diferente a la preponderante en los medios de difusión.
La sociedad frente a la crisis
Hay alarma en las clases dominantes y en todos los niveles de gobierno. Se multiplican signos indicadores de dos fenómenos inseparables: falta de autoridad central y aparición de aspirantes a minicaudillos, que desde sitiales mínimos obran contra las decisiones del Ejecutivo nacional, rompen descaradamente el orden constitucional e instauran el reinado del capricho y la arbitrariedad. Una impensable “dictadura de concejales”. De allí hay apenas un paso a la violencia. La ya añeja dinámica de disgregación nacional alcanza nuevos e inesperados límites: intendentes de minúsculos distritos desafían a gobernadores y a la Casa Rosada.
Mientras tanto, aterrorizadas ante la amenaza del Covid 19 las clases medias urbanas han producido otro milagro argentino: se aferran al balbuciente y desencajado presidente Alberto Fernández, quien sólo alcanza fluidez en el lenguaje cuando insulta a ciudadanos indisciplinados (“idiotas”, “imbéciles”, los llama, desde el sillón de Rivadavia y con la bandera nacional detrás). Pocos admiten que esa indisciplina social es, aparte razones culturales de las que nadie podría enorgullecerse, un rechazo a quienes ejercen cargos ejecutivos: “¿qué autoridad moral tienen estas personas para decidir qué hago con mi vida?”, se preguntan explícita o calladamente millones de jóvenes. En las franjas arrojadas a la marginalidad o la miseria, ni siquiera existe la pregunta: nadie toma en cuenta a los funcionarios. En las clases medias, sin otro parámetro que el individualismo, la respuesta oscila entre la aceptación temerosa y el desacato irracional. Aun así, una mayoría parece respaldar las medidas oficiales que obligan a reclusión dispar, a menudo caprichosa.
Esas mismas clases medias girarán en redondo mañana, cuando la extensión del encierro se les haga insoportable. Pero está en su naturaleza social votar ayer a Alfonsín, después a Menem, más tarde a De la Rúa, luego al matrimonio Kirchner y después a Macri, para volver enseguida a lo que supusieron un refugio, del que ya comienzan a renegar.
Otro es el clima en la gran burguesía. Ésta comprueba la imposibilidad para cualquiera de sus fracciones de imponerse a las demás, como resultado de lo cual, a más de cien días de gobierno, Fernández no tiene plan económico ni equipo que pueda siquiera diseñarlo y proponerlo. Si para grandes sectores de la sociedad la irrupción del coronavirus es por ahora un atenuante que ayuda a soportar la incertidumbre económica mientras todo se agrava a ritmo descontrolado, el capital hegemónico discute con vehemencia la así denominada “opción por la salud”, en detrimento de “la economía”. Y observa, con temor cercano al pánico, hechos a la vista de todos: parálisis del equipo económico, caída vertical de la producción y el comercio, ausencia de un Ejecutivo nacional con capacidad de mando, desesperación y eventual explosión de sectores marginalizados que en situación de cuarentena no tienen posibilidad de cumplir con el aislamiento y a la vez quedan sin el acceso a tareas informales que le permiten sobrevivir día a día. En otras palabras: se paraliza el giro económico, pero no la contaminación masiva.
Ya los grandes medios de prensa han virado su orientación; comienzan a cuestionar el recurso de la cuarentena casi total y a buscar un punto intermedio entre “salud” y “economía”. En pocos días más ese alineamiento se trasladará a las atribuladas capas medias, confinadas en un departamento de 60, 80, 100 o 200 metros, según el estrato al que correspondan, situación en cualquier caso insoportable para una conciencia moldeada en el individualismo y la ventaja personal.
Imposible medir con instrumentos ciertos la conducta de la clase trabajadora. Convencida una gran parte de que es “clase media”, tenderá a comportarse como los sectores más bajos de aquéllas. Otras franjas, presumiblemente, tomarán distancia del gobierno y reclamarán sus reivindicaciones económicas, como le propone, con rara unanimidad por el suicidio, el infantoizquierdismo. Hasta la fecha no se conoce una sola declaración –ni hablar de un documento conceptual con orientaciones estratégicas- de las cúpulas sindicales, algunas de las cuales ofrecen caritativamente hospitales sindicales para atender la emergencia. Será difícil reaparecer con ropajes de dirigentes después de esta omisión vergonzosa. La mano de obra excedente, o “ejército de reserva” -como se denominaba a la masa de desocupados y subocupados cuando las palabras no eran empleadas para ocultar y engañar- estará más que nunca a la merced de maniobras políticas. No ya para votar en una elección, sino para volcar el peso de la sociedad hacia una revolución o el fascismo.
En este panorama social, el país ingresa a una segunda fase de resistencia a la pandemia mientras el mundo ilustra, con la inmediatez de nuevos medios de telecomunicación, un panorama de enfermedad y muerte.
El jueves 26 desembarcaron tropas del Ejército en La Matanza, el distrito bonaerense de mayor concentración de habitantes, máxima pobreza y rampante marginalización de seres humanos. Llevan comida a los desesperados y promesa de orden al gobierno y las franjas sociales con mucho o poco por perder. Aunque imperceptible, éste es el hito indicativo de una nueva etapa en la crisis argentina. Pero no conviene sacar conclusiones apresuradas: nadie entre estos actores, en primer lugar el gobierno, tiene la posibilidad de trazar un curso de acción. Sin base de sustentación propia, el de Alberto Fernández es un Ejecutivo librado exclusivamente a cambiantes resultantes de relaciones de fuerza interburguesas, sólo marginalmente determinadas por el elenco oficial. En medio de la tormenta internacional y nacional, Argentina navega al garete.
Teoría y política
¿Priorizar la salud o la economía? En las últimas horas se oye una y otra esta pregunta. Compelidos por las exigencias de una pandemia devastadora, la repiten todos quienes llevan la voz cantante en los medios masivos.
Al decir salud refieren a la sociedad como conjunto. Economía alude a un arcano al que entienden como la manera de obtener dinero, de pagar o recibir salarios u otras formas de ingreso monetario.
En ese esquema, optar por la salud es un camino recto y breve para obtener galardón de progresista. Es lo que hizo el gobierno. Poner la economía en primer lugar, en cambio, es prueba del más rancio espíritu reaccionario o, como gustan decir ahora, “neoliberal”. Con el transcurrir de las semanas, autores alarmados ante las perspectivas ya palpables han llegado a la conclusión de que es necesario combinar ambos términos. No se ve que den un paso más allá.
Si se trata de optar entre salud y economía, está claro que una no propende a la otra. Nadie ha cuestionado hasta el momento el absurdo de semejante dicotomía. Esto no ocurre por la torpeza de quienes incurren en ella sino porque esa es, efectivamente, la opción en un sistema capitalista. Ni tirios ni troyanos pueden admitir que, al límite, optarán por la defensa del sistema, es decir, en contra de la salud.
Hace algo más de un siglo la nueva ciencia nacida como Economía Política, perdió el apellido y, junto con él, la condición de disciplina científica. Pasó a ser apología. En lo que acaso fue la más cruel ironía de la historia, el naciente sistema capitalista, que produjo un salto gigantesco de la humanidad y con él impulsó la aparición de una ciencia que lo explicaba, a poco andar la desmanteló hasta convertirla en su contrario: un instrumento que impide incluso a sus más lúcidos intérpretes comprender el fenómeno que tienen delante. Adam Smith, quien por supuesto no era economista y como filósofo comenzó a desentrañar las leyes del capitalismo, fue negado por sus acólitos, no antes de que cantara un gallo, sino cuando el sistema ya consolidado comenzó a tener convulsiones que amenazaron su continuidad.
La Economía Política es la ciencia que estudia la relación entre los seres humanos en el esfuerzo por extraer de la naturaleza lo necesario para vivir y hacerlo cada vez en mejores condiciones.
Por el contrario, la disciplina ahora denominada Economía, impartida en las universidades de todo el mundo, enseña a garantizar la obtención de plusvalía. Cuando la inexorable ley de la baja tendencial de la tasa de ganancia reaparece con inusitado vigor, la encomienda es encontrar los mecanismos para torcer la curva y sostener así el edificio tambaleante. Según la sensibilidad (y otros rasgos, a considerar más adelante) del profesional de esta función, esa masa de plusvalor será destinada en mayor o menor proporción al Estado o a manos privadas. Furibundos “estatistas” y acérrimos “neoliberales” coincidirán sin embargo en negarse a cuestionar el sistema de producción, incluso si lo ven balancearse al borde del abismo.
En otras palabras: la apología impartida en las universidades como Economía, impide comprender la realidad en todo aquello que no sea maximizar la tasa de ganancia del capital. Por eso la buena gente licenciada en esa pseudo ciencia ahora se debate entre prolongar la cuarentena para evitar muertes en escala probablemente muy elevada, o reiniciar cuanto antes la actividad para recuperar la cotidiana extracción de plusvalía y sostener así la continuidad del sistema. Está excluida en esa diatriba la posibilidad de entender que “la economía” (es decir, la producción, el trabajo manual e intelectual realizado por toda la sociedad, en la salud y la enfermedad) es la base de cualquier forma de inmunidad para la especie humana. Está igualmente excluida la evidencia de que el capitalismo enferma psíquica y físicamente a la inmensa mayoría y sólo cura a una porción para quitarle también por esa vía una parte de su trabajo, mediante la medicina privada, las así llamadas “obras sociales” de empresas sindicales o la desatención pública.
Vacuna anticapitalista o epifanía keynesiana
Estados Unidos acaba de aprobar el vuelco de 2,2 billones de dólares al mercado, en desesperado intento por frenar el descenso hacia una depresión universal. Son 2.2 millones de millones de dólares (2.200.000.000.000.000.000). Si usted asimiló el número, tendrá una idea del dislate. Si no pudo hacerlo, su idea será más precisa.
Cifras más modestas, aunque igualmente desmesuradas, debate la Unión Europea para evitar que además de la depresión, sobrevenga la invasión económica estadounidense. En latitudes menos favorecidas por la acumulación primitiva de capital, presidentes convenientemente coucheados propusieron en la reciente reunión virtual del G-20 que los más afortunados proveyeran a sus países fondos suficientes para relanzar, también al Sur del Río Bravo, economías ahorcadas por la fatídica combinación de crisis propia, coronavirus y desmoronamiento de las grandes metrópolis. Un hallazgo de intrepidez política.
Años atrás, en coincidencia con el inicio de la contraofensiva estratégica de Estados Unidos, comenzó a penetrar en franjas de la intelectualidad la idea de que para enfrentar a lo que dio en llamarse “neoliberalismo”, lucifer postmoderno, era preciso aferrarse en la coyuntura al keynesianismo. Si alguien supone que cambiar capitalismo por neoliberalismo y marxismo por keynesianismo era una operación estratégica de los ideólogos del capital, está parcialmente errado: no todos eran intelectuales comprados al contado por universidades prestigiosas. Un número considerable sucumbió a la engañifa como resultado de la debacle teórico-político universal, acentuada al extremo desde el derrumbe de la Unión Soviética. Como quiera que será muy difícil diferenciar a unos de otros, lo cierto es que desde la socialdemocracia internacional esa noción penetró en todo el mundo, en América Latina con eje en el PT de Brasil y en el peronismo a la sazón gobernante en Argentina. Funcionarios importantes de muchos otros gobiernos de la región, algunos por entonces impensables, sucumbieron a ese coronavirus ideológico que devastó direcciones partidarias, centros de estudios y equipos asesores de alto nivel. Quienes por entonces declaramos la pandemia, no tuvimos eco. Hasta cierto punto, es nuestra responsabilidad.
Ahora toca a quienes, para afrontar la crisis, eligieron como enemigo al denominado “neoliberalismo” y propusieron “fortalecer el Estado” (sin apellido, por supuesto), declarar su lúgubre error estratégico o… ¡sumarse a Donald Trump como paladín del neoliberalismo! Los más progresistas pueden aferrarse a Macron o Sánchez (“que no es lo mismo pero es igual”). No hay duda de que muchos lo harán.
Obrar con seriedad requiere, sin embargo, apartarse de todos ellos. La inyección de dólares o euros en cifras siderales a la economía mundial puede –y no es para nada seguro- posponer la depresión, pero en modo alguno logrará revertir la aceleración de la competencia interimperialista, la dinámica de desagregación y confrontación bélica entre las principales potencias y de éstas con los países subordinados, sobre todo con aquellos ricos en energía y alimentos.
El mundo ingresa a un período de crisis económica en cadena. En última instancia está el cuello de botella representado para el capitalismo por el excedente inmanejable de mercancías. Si se asume que en este sistema el trabajo humano es una mercancía y que ésta sobreabunda en volúmenes inmanejables, quienes se burlan del ínclito Trump, de Boris Jhonson o Jair Bolsonaro, deberán reconsiderar su actitud: ellos representa el ala menos hipócrita del capital, consciente de que o bien elimina a millones de excluidos del sistema, o bien serán excluidos por estos.
En una nota anterior (Coronavirus, crisis global y coyuntura regional) quedó afirmado que el colapso bursátil provenía inicialmente de la pugna intercapitalista, que llevó a Arabia Saudita y aliados en la ocasión, a chocar de frente con las petroleras estadounidenses, especialmente aquellas productoras de shale oil. Era obvio que esta nueva situación empujaba a Washington a acelerar su embestida contra el gobierno de Venezuela. Así se explica la descarada violación de las leyes internacionales por parte de Estados Unidos al denunciar a Nicolás Maduro como narcotraficante y poner precio a su cabeza. El riesgo de una invasión militar contra la Revolución Bolivariana es mayor al de otras oportunidades. Y la necesidad de actuar según una estrategia de frente único antimperialista, más urgente que nunca. Que Trump actúe según el guión de malas películas del Far West no excluye una lógica consistente en su conducta: es el acorralamiento económico y estratégico del imperialismo lo que guía los pasos del funambulesco presidente estadounidense, consagrado ahora como el keynesiano más prominente de la historia.
Un mundo post-coronavirus
Otra noción de moda es que habrá una Argentina y un mundo diferentes cuando concluya esta coyuntura sin precedentes, en la que más de dos mil millones de habitantes del planeta aceptan de buen grado permanecer en confinamiento.
Eso es verdad, puesto que si en rigor nada es igual a sí mismo, tanto menos lo será tras atravesar situaciones como la actual. Pero la idea de que el sufrimiento y las inexorables pérdidas que dejará como saldo la pandemia, pondrán automáticamente a la humanidad en un escalón superior, carece de fundamentos.
Es altamente probable que se produzcan, a término, grandes choques políticos y sociales en todos los planos. Sólo está excluido –hasta el momento y no por mucho tiempo- la confrontación de clase contra clase. Pero esto es harina de otro costal, que habrá de cernirse en otro momento.
En tanto, la lucha social espontánea y sin fronteras previsibles se incrementará. Y se abrirá un espacio extraordinariamente grande para avanzar en la conciencia y la organización de las masas. En Argentina, no sólo las clases dominantes, sino los propios sectores medios, han necesitado esta pandemia para descubrir la dimensión inabarcable de la pobreza y la marginalización a que han sido arrastradas millones de personas en los arrabales de todas las grandes ciudades del país. Ahora la burguesía despliega un esfuerzo más parecido a la desesperación para evitar que esas masas despojadas de todo descubran, por ejemplo, que las clases dominantes les temen; descubran que les llevan comida, les dan dinero le hacen promesas vacías, para que tengan el mínimo imprescindible y no se lancen a la calle.
Los de arriba todavía tienen instrumentos para ganar o al menos salir bien parados de la primera batalla. Y los de abajo todavía no rechazan abiertamente vivir como hasta ahora. Pero aquéllos en hipótesis alguna podrán ganar la guerra sin destruir por completo el entramado institucional que hoy sujeta a la sociedad. Si lo hacen, por decisión consciente o fuerza ciega de los acontecimientos, completarán el desmantelamiento del sistema político-social que viene llevando a cabo la crisis, como silencioso topo. Si el mundo tiene como primera referencia para la situación actual el colapso de 2008, en Argentina ese punto está en el estallido de 2001. A eso tiende la crisis actual, sólo que en un cuadro incomparablemente más grave que entonces. La imagen de diputados huyendo despavoridos por las inmediaciones del Congreso para que no los alcanzara la turba, no es una fotografía del pasado.
Luis Bilbao
@BilbaoL
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