Lula busca despegarse de “su” Partido de los Trabajadores y del gobierno que contribuyó a elegir, para erigirse en líder de los indignados con la corrupción y la crisis. Si el fin del PT como alternativa de poder parece inminente, el fantasma mayor para el progresismo es la eventualidad de que el propio Lula sea detenido.
Cuando Marcelo Odebrecht, presidente de la principal constructora de Brasil y una de las 25 más grandes del mundo, fue arrestado el 19 de junio en el marco de las investigaciones sobre corrupción en Petrobras, se encendieron todas las alarmas en el gobierno de Dilma Rousseff, en el paralizado Partido de los Trabajadores (PT) y en el conjunto de la izquierda brasileña. El mensaje era claro: el próximo podía ser Lula. El ex presidente fue el primero en advertirlo y en reconocer que su cercanía con Odebrecht, cuya empresa le financió campañas electorales y viajes, lo colocaba inevitablemente en la línea de mira de los investigadores.
Una semana antes, el 13 de junio, en el marco del quinto congreso del partido, Lula formuló una dura crítica al PT. Contrastó el espíritu militante del período fundacional, hace apenas tres décadas, con el estilo imperante ahora. “Hoy sólo se piensa en el cargo, en el empleo, en ser electo, y nadie trabaja de forma militante.” Agregó que sería necesaria “una revolución interna” para atraer a la juventud.
Tres días después de que Odebrecht fuera detenido, la consultora Datafolha reveló que en una eventual disputa electoral el senador Aécio Neves, de la socialdemocracia y principal adversario del PT, le lleva diez puntos de ventaja a Lula (35 a 25 por ciento). Algo así nunca había sucedido ni entraba en los cálculos más pesimistas de los dirigentes petistas.
Lo que está ocurriendo en Brasil es mucho más que una crisis económica aprovechada por la derecha para sacar a la izquierda del gobierno. Es la desarticulación del proyecto de poder elaborado por Lula y su entorno, que le rindió cuatro triunfos electorales. Ese proyecto se apoyaba en la alianza con un sector del gran empresariado, en cuadros de la administración federal (incluyendo la cúpula de las fuerzas armadas), de los sindicatos y del PT. Para hacerlo posible era necesaria la expansión permanente de la economía, o sea de las exportaciones de productos primarios y, muy en particular, la integración de la mitad pobre del país a través del aumento de su capacidad de consumo (la llamada “reducción de la pobreza”).
Tanto las bases materiales como las alianzas sobre las que descansó el lulismo se han deteriorado, al punto que el colapso está cercano. Se registra una suerte de estrangulamiento gradual del gobierno, una desarticulación de la cadena productiva de Petrobras y un cerco judicial al PT en medio de una situación económica delicada que llevó al gobierno a imponer un severo ajuste fiscal que no hace más que aumentar su falta de legitimidad. La popularidad de Dilma, que no para de caer desde que asumió el gobierno por segunda vez, el 1 de enero, se derrumbó hasta el 10 por ciento en las últimas mediciones.
Los problemas que enfrenta el cuarto gobierno del PT no pueden atribuirse a los ataques que recibe de los grandes medios y de la derecha. Eso sucedió siempre y nunca había calado tan hondo en la población, incluyendo a su propia base social. Joaquim Palhares, director de la publicación digital Carta Maior, asegura en un editorial que en Brasil se está “ante un proceso de derribo del gobierno democráticamente electo”. El director del medio que se define como “un espacio de reflexión de la intelectualidad brasileña” explica la situación actual como fruto del “golpismo”, en el que militan la extrema derecha estadounidense y regional, los medios y la derecha local, y de lo que considera el principal error del PT: haber dejado intocada “la hegemonía del aparato de comunicación en las manos de la derecha” (Carta Maior, domingo 28).
Llama de todas maneras la atención que en el largo editorial no haya ninguna referencia a las manifestaciones de junio de 2013, que fueron el inicio de este proceso, al suponer un viraje radical en la política brasileña y segar la base del lulismo. El principal intelectual del PT, Emir Sader, insiste en los mismos tópicos, al responsabilizar de la crisis a “las ofensivas combinadas de los medios de comunicación, sectores del poder judicial y partidos opositores” (Alai, 15-VI-15).
Implosión
Además de ser una de las mayores empresas de América Latina, la constructora Odebrecht mantiene estrechos lazos con el PT y con Lula. No sólo es la encargada de muchas obras en América del Sur que forman parte del plan Iniciativa para la Integración de la Región Sudamericana (Iirsa), sino que es la principal responsable de la mayoría de las obras de infraestructura para los Juegos Olímpicos de Rio de Janeiro en 2016, como la Villa, el Parque Olímpico y el Puerto Maravilla, en la bahía de Guanabara, entre las más emblemáticas.
Cuando Lula firmó la Estrategia Nacional de Defensa, en 2007, que proponía la creación de un potente complejo industrial-militar, Odebrecht decidió participar en el negocio a través de Odebrecht Defensa y Seguridad, creada dos años después. La “translatina” juega un papel clave en el área de defensa, a la par de la aeronáutica Embraer. En 2011 Odebrecht compró la empresa Mectron, líder en la fabricación de misiles y productos de alta tecnología para el mercado aeroespacial.
Pero el paso clave fue la firma, en mayo de 2010, de un acuerdo con la European Aeronautic Defence and Space Company (Eads), empresa de la UE hoy parte de Airbus, para la fabricación de submarinos. Se trata de la segunda corporación del mundo en el campo de la defensa, con la que Odebrecht creó la sociedad Itaguaí Construcciones Navales, que levantó un astillero y una base para submarinos. En este momento se están construyendo tres submarinos convencionales, de los cuatro previstos, y el primer submarino nuclear.
El acuerdo con Eads contempla una amplia transferencia de tecnología, con lo que Odebrecht se sitúa en el corazón del mayor programa de defensa de Brasil. En efecto, al Programa de Desarrollo de Submarinos (Prosub) le corresponde la defensa de la plataforma marítima brasileña, donde se albergan las principales reservas de petróleo descubiertas en el mundo en la última década. Si alguien quisiera dinamitar la estrategia de defensa de una de las principales potencias emergentes, debería colocar a Odebrecht en la mira. Tal vez algo de eso esté sucediendo.
Odebrecht es la principal empresa privada integrada al proyecto del PT, pero no la única. La mayor parte de las constructoras (Camargo Correa, Andrade Gutierres, Oas, entre otras) juegan un papel destacado en el proyecto encabezado por Lula. Las cuatro citadas emplean a 523 mil personas en el mundo, y sólo Odebrecht factura el doble que el Pbi de Uruguay.
Dicho de otro modo: sin el concurso de las constructoras (a las que deben sumarse la propia Petrobras, la minera Vale, las cárnicas y siderúrgicas), un proyecto de desarrollo de Brasil como nación independiente no tiene viabilidad. O dicho de un tercer modo: si para frenar el ascenso de China la Casa Blanca pergeñó el “pivote hacia Asia”, desplazando hacia esa región importantes fuerzas armadas, y ante el ascenso de Rusia generó situaciones de inestabilidad como el golpe en Ucrania, ante Brasil parece haber optado por la estrategia de la implosión, habida cuenta de la calidad y variedad de aliados que la superpotencia tiene en ese país.
Sin embargo, de ahí a considerar que cualquier movilización social le hace el juego a la derecha, como sostiene buena parte de los dirigentes del PT, media un abismo. Precisamente el gran problema del oficialismo consiste en su incapacidad para leer correctamente las demandas de junio de 2013, que pueden ser sintetizadas en mejor calidad de vida (y de servicios), o sea, la necesidad de ir más allá de la inclusión vía mercado y consumo, para obtener derechos plenos. Algo que no se consigue sin tocar privilegios, cosa que nunca entró en los cálculos de Lula y su partido.
Crisis del lulismo
Una contradicción fundamental atraviesa al proyecto lulista. Luego de una década virtuosa, signada por el crecimiento económico mundial, altos precios de los commodities, fuerte crecimiento de los países emergentes, factores que constituyeron un modelo de desarrollo basado en el consenso entre capital y trabajo, se suceden grandes manifestaciones protagonizadas por jóvenes que piden más. Superadas las facetas más dramáticas de la miseria y el hambre, surgen nuevas demandas “por izquierda”. Pero apenas inauguró su segundo gobierno, Dilma se propuso calmar al capital a través de un duro ajuste fiscal que ataca buena parte de las conquistas de la década anterior.
Esa contradicción le está permitiendo a la derecha (desde la mediática hasta la evangélica) capitalizar el descontento contra el gobierno. Con el ajuste fiscal el PT arriesga perder una base social laboriosamente construida, que se había mantenido fiel al partido durante las dos décadas anteriores de derrotas y represiones. Ni los tres fracasos electorales de Lula como candidato a la presidencia, ni la represión del período neoliberal, consiguieron dispersar a ese sector de la sociedad como lo está haciendo el ajuste de Dilma. “No es un fracaso, es un agotamiento, pues el lulismo proporcionó ganancias reales a la mayoría de los brasileños durante más de una década”, destaca Felipe Amin Filomeno, economista y sociólogo por la Universidad Johns Hopkins (IHUOnline, 25-VI-15).
El problema de fondo es que cuando algo se agota, nada menos que un modelo de desarrollo, no se puede seguir adelante poniendo parches. Es todo un período el que toca a su fin. Según Filomeno, lo que podría salvar las cosas sería un nuevo ciclo de reformas (tributaria y agraria, entre las más destacadas) y una onda de crecimiento global. Ninguna de las dos parece que vayan a suceder en el corto plazo.
A escala doméstica, se suma un hecho que no hace más que agravar las cosas. La gobernabilidad lulista se basaba en un amplio acuerdo entre partidos que se denominó “presidencialismo de coalición”, que sumaba más de una decena de partidos, la mayoría de ellos de centroderecha, como el Pmdb. Pero esa coalición está hecha añicos y es poco probable que iniciativas importantes del gobierno pasen por el parlamento más derechista de las últimas décadas.
Si el idilio con los partidos que formaron la base de apoyo del gobierno está roto, la sintonía con los empresarios está fracturada, más allá de los escándalos de corrupción. Paul Singer, secretario de Economía Solidaria en el Ministerio de Trabajo, destaca: “Hay una parte importantísima de la clase dominante, que nunca fue del PT ni de izquierda, con la que tenemos intereses en común. Para nosotros, del Partido de los Trabajadores, tener una industria creciendo sería importante. Por el contrario, esa industria está en proceso de contracción” (Carta Maior, 26-VI-15).
En efecto, la competencia china está encogiendo la que fuera la quinta industria del mundo. Ese solo hecho le crea al PT problemas con los trabajadores, un sector clave de su base social, y además con su aliado industrial. Pero los sucesivos gobiernos brasileños no han sabido reaccionar frente a la competencia china, ante la cual deberían gravar las importaciones provenientes de ese país, aun corriendo el riesgo de debilitar una de sus principales alianzas en el escenario geopolítico.
En síntesis: problemas con los partidos aliados, con su base social popular y empresarial, y demandas insatisfechas de la nueva clase media que no sabe cómo canalizar, generaron las condiciones para una ofensiva de la derecha y los medios que encuentra a Lula (como símbolo de un proyecto de poder) sin capacidad de respuesta.
Con la magia no alcanza
La esperanza de quienes sueñan con un tercer mandato de Lula gira en torno a la construcción de una fórmula del tipo “unidad popular”, como la que plantea el español Podemos, que por lo menos no arrastre con el desprestigio que tienen los partidos políticos. En opinión de Singer, “debería crearse un frente en el que lo fundamental no serían los parlamentarios sino los movimientos sociales. Sería una forma para que el PT y sus aliados hicieran las políticas que la población está pidiendo”.
El despegue de Lula respecto del PT y del gobierno parece indicar que ese es el camino elegido. El analista de la edición brasileña de El País, Juan Arias, señala que “está naciendo una oposición nueva que no es la oposición institucional de los partidos, sino de la sociedad y de las calles” (El País, 25-VI-15). Parece evidente que la experiencia social que llevó a la creación de Podemos y del griego Syriza es una clave de lectura incluso en los grandes medios. Según esta interpretación, Lula podría volver a la oposición para encabezar el malestar social, para “ponerse al frente de la nueva protesta social para metabolizarla, presentándose como su líder”.
Pero las cosas no son tan sencillas. Los millones de brasileños que ganaron las calles en junio de 2013 en 355 ciudades del país sufrieron la brutalidad policial en carne propia, y con su presencia en la calle desnudaron la realidad del poder. En una palabra, se politizaron. Esa politización puede ser canalizada de diversas formas y, en efecto, una parte de la llamada “nueva clase media” puede seguir los pasos de los pastores evangelistas más reaccionarios. Otra parte, como ya quedó en evidencia, sigue en las calles o aprovecha la menor oportunidad para retomar las manifestaciones. Saben que la corrupción atraviesa a todos los partidos, que se robaron entre 2.000 y 3.000 millones de dólares de las arcas de la estatal Petrobras.
Esas multitudes, aun aquellos que volvieron a sus casas y nunca más salieron a las calles, no son arcilla blanda en manos de ilusionistas o de políticos habilidosos. Ni siquiera la magia de Lula puede hacerlos olvidar lo que aprendieron en junio de 2013: que para mejorar su situación necesitan pelear para reducir la desigualdad, en uno de los países más desiguales del mundo.
Raúl Zibechi
Brecha, Montevideo
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