Más allá del número de infectados por el coronavirus, esta crisis debe hacernos reflexionar sobre los sistemas de salud pública y la necesidad de tomar medidas que protejan a los más vulnerables
En 2003 fue el SARS (Síndrome Agudo Respiratorio Severo), en 2009 la Gripe H1N1 (gripe A) y en 2020 está siendo la enfermedad por coronavirus (COVID-19). Lejos de ser fenómenos circunscritos al ámbito de la salud, las epidemias (especialmente las que traspasan fronteras) han de ser miradas desde diferentes perspectivas (ética, económica, política,…) puesto que en la complejidad de su desarrollo y en la variedad de sus respuestas se encuentran colisiones entre lo individual y lo colectivo, mercantilización de bienes comunes, socialización de pérdidas económicas y riesgos en salud, limitación a flujos transfronterizos de bienes y/o personas, … En definitiva, una epidemia internacional supone un problema de salud global, al mismo tiempo que nos muestra cómo la salud va mucho más allá del individuo y de los sistemas sanitarios.
Entre el impacto económico, el medioambiental y la salud
La compleja interacción entre la actividad económica, la salud y el medio ambiente se evidencia aún más cuando bruscas disrupciones como una epidemia agitan los funcionamientos de las sociedades actuales. Recientemente, el New York Times publicó un artículo sobre la evolución de las emisiones de carbono en China treinta días antes y después del Año Nuevo Chino, en el que cuenta que este año no se ha producido el habitual repunte en las emisiones tras esta celebración debido a la disminución de los viajes y la actividad económica producida por la epidemia del coronavirus. La actividad en la construcción se ha ralentizado, las refinerías de petróleo producen menos de lo habitual y el tráfico aéreo ha caído en 13.000 vuelos diarios. En los sectores industriales clave, la actividad ha disminuido entre un 15% y un 40% si se compara con las semanas equivalentes del año previo. Esta caída de la actividad económica probablemente implique pérdida de puestos de trabajo (en China y en otros países), disminución del consumo, caída de la renta de muchas personas, … así como mejora de los niveles de contaminación, menor explotación de recursos naturales, menor número de ingresos por patologías relacionadas con picos de contaminación (asma, cardiopatía isquémica, …). Y ello, en paralelo al hilo conductor de todo que es la epidemia de COVID-19.
Este fenómeno recuerda a otro ampliamente estudiado en la salud pública, que habla de que en los primeros años de las crisis económicas (en función del tipo de respuesta: contracción o expansión del gasto público), la mortalidad puede reducirse al disminuir la contaminación, los accidentes de trabajo o los problemas de salud ligados a desplazamientos. Esto ocurre, básicamente, porque la actividad económica habitual dentro del funcionamiento de las economías capitalistas no siempre sirve para mejorar la salud de la población y en muchas ocasiones se asocia a eventos mórbidos y mortales. Es cierto que esta relación es más clara en las clases medias y altas, dado que las clases más bajas suelen vivir en condiciones en las que no tienen un remanente del que tirar para beneficiarse de la parte buena de la caída de actividad económica mientras aguantan con los ahorros que, en su caso, no existen. En el caso de los efectos colaterales de la epidemia de COVID-19, probablemente también veamos esas diferencias sociales impactando en la morbimortalidad de la enfermedad.
Más allá de determinar inequívocamente si la caída de la actividad económica en China puede tener algún beneficio para el medio ambiente o la población, esto debe servir para recordar que la relación entre los intereses del mercado y los intereses de la salud pública es uno de los grandes conflictos clásicos en el ámbito de la salud. Este conflicto se manifiesta de forma muy especial en épocas de epidemias, cuando el planteamiento de medidas que limitaran la libre circulación de personas o bienes de consumo choca frontalmente con los defensores a ultranza del libre comercio.
La actual epidemia de COVID-19 ha llegado cuando la guerra comercial entre Estados Unidos y China estaba en uno de los episodios más agrios de los últimos años; el coronavirus ha irrumpido en dicha batalla y supone un elemento impredecible. Las epidemias no entienden de geopolítica, pero sí tienen capacidad para impactar sobre ella de forma radical; traslados de fábricas, restricciones al movimiento de personas y bienes, roturas en la cadena de suministros… La misma incertidumbre acerca de cómo se comportará el virus parece trasladarse a la pregunta de cómo se comportarán las economías, cómo serán sus recuperaciones y cómo actuarán los gobiernos dentro de este contexto de guerra comercial en el que el coronavirus ha hecho de anti-mediador.
Es el mercado, amigo
Además de la repercusión en la economía en términos macroeconómicos, estas semanas se suceden las noticias que muestran cómo la injerencia de lo privado como productor y suministrador de bienes y servicios genera situaciones que comprometen de forma clara la salud de la población y favorece el incremento de las desigualdades sociales, al utilizar la renta como el factor de acceso a lo necesario para cubrir las necesidades de salud.
En España los seguros sanitarios privados advierten de que dentro de sus coberturas no se incluye el coronavirus al tratarse de una potencial pandemia. En Estados Unidos las aseguradoras cobran en torno a 2.500 euros por un test y en Reino Unido profesionales sanitarios alertan de que la deficiente financiación del National Health Service podría conducir a denegar medidas de soporte a los pacientes más débiles. Paralelamente, en todo el mundo el mercado de mascarillas y solución hidroalcohólica se dispara en una suerte de círculo vicioso que incrementa la sensación de necesidad por parte de una población que tiene que elegir entre la alerta tranquila transmitida por las instituciones y la alarma desbocada insinuada por algunos medios de comunicación y los mercados.
Delegar en la empresa privada la producción y distribución de bienes y servicios relacionados con la salud limita la función del Estado como protector de la salud de su población, y hace que sea imposible para las instituciones públicas dar una respuesta adecuada a las necesidades de la población en vez de a su nivel económico; allí donde el sector privado es quien ostenta el monopolio de la producción y distribución de bienes y servicios, se produce una estratificación social en el acceso a la salud; la necesidad se sustituye por la capacidad de pago, lo que resulta más injusto e ineficiente, si cabe, al hablar de problemas de salud pública. No hay nada más propio de la iniciativa privada en salud que transferir a lo público los riesgos, y nada más parecido a un riesgo que la incertidumbre existente ante la aparición de un nuevo microorganismo cuyo comportamiento se va conociendo sobre la marcha.
Por todo ello estas situaciones deben servir para revitalizar las propuestas que plantean la necesidad de que el Estado desempeñe un papel fundamental, no solo en la provisión de servicios sanitarios o en la aplicación de tratamientos comprados a la industria farmacéutica privada, sino que la producción (desde cero hasta la cama del paciente) ha de ser también una competencia de las instituciones públicas, únicas garantes, de la mano de la sociedad civil organizada, de que el bien común sea lo que guíe las decisiones en materia de salud pública.
Lo de todos como garante de la salud pública
En las últimas semanas se han publicado muchos artículos en revistas científicas describiendo y analizando lo que está ocurriendo en aquellos lugares con casos confirmados de COVID-19, especialmente en China. Uno de ellos, publicado recientemente en la revista The Lancet, hacía referencia a que la myor disponibilidad de servicios sanitarios podría explicar la baja mortalidad en las regiones más ricas (Zhejiang y Guangdong) con respecto a la mayor mortalidad de las zonas más empobrecidas.
Además de la necesidad de robustecer los sistemas sanitarios, situaciones como la actual nos señalan la pertinencia de actuar de una manera contraria a la que se ha actuado en España en la última década: debemos fortalecer la estructura –y el gasto– de Salud Pública, que ha sufrido el mayor recorte presupuestario desde 2010; y debemos ampliar al máximo la cobertura sanitaria universal, aspecto que sigue siendo una tarea pendiente dentro de nuestro Sistema Nacional de Salud.
También es preciso señalar que no es posible seguir las recomendaciones que las instituciones de salud pública si no hay un marco de garantía de condiciones de vida que capacite a la gente para ello. No acudir al trabajo –como mecanismo de frenar la transmisión de la infección– cuando se está enfermo es algo que no se puede permitir un importante porcentaje de la población (más aún en países como EE.UU); tener una correcta higiene de manos presupone el material para ello y una carga de trabajo que lo permita; acudir a un centro sanitario en el caso de que pueda haber sospecha de infección y coexista sintomatología importante se antoja labor imposible para los millones de personas sin seguro sanitario en Estados Unidos o para las miles de personas inmigrantes indocumentadas en muchos países de Europa.
Junto con el reforzamiento de los sistemas públicos de salud y la introducción de los determinantes sociales de salud a la hora de analizar las respuestas y recomendaciones que se emiten para frenar la transmisión de la infección por coronavirus, se ha de añadir otro aspecto clave: la necesidad de tomar medidas colectivas para proteger a las personas más vulnerables.
Las epidemias, y más concretamente las de afectación respiratoria, como la generada por la propagación del coronavirus afectan de forma más importante y severa a las personas de edad avanzada y/o con múltiples patologías que afecten a su estado de salud. Esto hace que las medidas para contener la infección deben tener en cuenta que es necesario movilizar a una sociedad entera para poder proteger a quienes son más vulnerables, o dicho de otra forma, hace falta toda una comunidad para cuidar de una persona. Ese mismo criterio que se aplica en medidas de salud pública como la vacunación –cuyo mayor beneficio no es conjugable en primera persona del singular, sino en plural, porque la inmunidad de rebaño es la encargada de proteger a quienes no se pueden vacunar (por diversos motivos)– debe ser el que opere en situaciones como las restricciones impuestas en casos de epidemias.
La salud de una persona no es independiente de la de su sociedad y el medio en el que vive. Dentro de ese marco de interdependencia es donde se desarrollan las políticas que priorizan el cuidado de quienes son más vulnerables a la enfermedad. Pensar las epidemias en clave sistémica, más allá de lo estrictamente sanitario, ayuda a adecuar las respuestas y a evitar simplificaciones que suelen ser el camino más simple, sencillo y directo hacia soluciones erróneas.
Javier Padilla, médico y miembro del Colectivo Silesia.
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