domingo, septiembre 25, 2016

La gran revolución y la guerra

Resumen conciso del corto verano de la anarquía y la guerra civil española

Unas pocas líneas a vuelapluma sobre la revolución social de 1936 y la guerra civil española.

Durante los años treinta del siglo pasado una crisis mundial sin precedentes agudizaba la lucha de clases en distintos países europeos, desencadenando situaciones revolucionarias y empujando a sus clases dirigentes, desengañadas con el sistema parlamentario, hacia la dictadura y el fascismo.
En la España republicana se sucedieron diversos intentos revolucionarios que se saldaron con derrotas. Con el fin de volver a la legalidad y sacar de la cárcel a sus presos, la clase obrera decidió apoyar, por activa o por pasiva, al debilitado sector liberal de la burguesía, a sabiendas de que la clase dominante en su mayoría no aceptaría un triunfo electoral que beneficiase a las organizaciones proletarias. Con la victoria del Frente Popular era inevitable un golpe de Estado que buscase instaurar un régimen dictatorial y fascista; los oradores confederales y anarquistas no se cansaban de proclamar que después de las elecciones habría que escoger entre el fascismo y la revolución.
En ese estado de ánimo se produjo el levantamiento de los militares africanistas, que contó a favor con la pasividad inicial del gobierno, que se negó en redondo a proporcionar armas al pueblo. La armada no obstaculizó el desembarco de tropas africanas que ocuparon Andalucía Occidental y Extremadura, cometiendo horribles matanzas. Los obreros replicaron declarando la huelga general, levantaron barricadas, y allí donde disponían de grupos armados de defensa, asaltaron los cuarteles y organizaron columnas milicianas para liberar los pueblos y ciudades caídas en manos de los rebeldes.
En la zona leal la correlación de fuerzas se alteró profundamente. Los consejos municipales fueron sustituidos por Comités antifascistas encargados de regular la vida cotidiana. Aunque no se disolviesen las fuerzas de Orden Público, su función pasó a manos de improvisadas comisiones, “brigadas móviles” y patrullas obreras. Las cárceles se vaciaron de presos, incluso de comunes, y empezaron a llenarse de curas, gente de derechas y fascistas. Además, cada organización tenía su centro particular de detención. Muchos caciques, falangistas y derechistas significados y elementos destacados en la pasada represión fueron “paseados.” Al margen de las organizaciones surgieron en la retaguardia grupos “incontrolados” dedicados al robo, a la extorsión y al asesinato, que fueron rápidamente eliminados. Los sindicatos se adueñaron de edificios públicos y religiosos, mientras que en conventos, plazas de toros y cuarteles se abrían oficinas de reclutamiento y de recogida de ropa, comida o equipo para las columnas que partían a liberar las zonas en poder de los facciosos. Los vehículos iban siendo incautados por necesidades de guerra, igual que las propiedades de los individuos huidos o escondidos y los talleres donde se imprimían los periódicos conservadores y derechistas.
En las fábricas se establecía un férreo control obrero destinado a preparar la expropiación, los campos se colectivizaban y el horizonte de la socialización se vislumbraba cercano. Se evitaba la especulación con el precio de los alimentos y su acaparamiento mediante el control de los mercados. Asimismo se colectivizaban los hoteles, los bares y restaurantes, los hospitales, las barberías, los espectáculos… todo menos los bancos y las empresas de capital extranjero. Se creaban comedores populares, se ponían en marcha escuelas, circulaban los tranvías, autobuses y trenes con los colores y consignas del proletariado. En las ondas, las voces de los delegados obreros eran masivamente escuchadas. Los mítines y concentraciones donde se explicaba el momento político, social y militar, y emitía las consignas pertinentes, reunían a inmensas multitudes. En las calles se imponía la vestimenta obrera (el mono, el pañuelo y la gorra). El saludo recurría al puño en alto.
Las columnas, sin poder avanzar demasiado en campo abierto por falta de experiencia militar, munición y cobertura, en sus ratos libres ayudaban a los campesinos en sus labores, contribuían a la formación de comités y socializaban bienes y medios, llegando las confederales a proclamar el comunismo libertario en las tierras liberadas.
Los bruscos cambios que agitaron la sociedad en julio y agosto indicaban claramente el inicio de una profunda revolución social que no se detendría en las meras apariencias políticas. Los hechos demostraban que el marco legal republicano era incapaz de resolver el mínimo problema planteado, y menos aún de abarcar y controlar la vorágine popular desatada por la rebelión militar fascista.
A pesar de que en la práctica el poder quedó en manos de las organizaciones obreras, las instituciones republicanas no fueron desmanteladas. El Estado burgués conservaba su carcasa aunque hubiera perdido su fuerza. Todas los elementos de la contrarrevolución, policías, guardias, jueces, militares, jefes políticos, funcionarios, antiguos patronos, propietarios, banqueros, intelectuales a sueldo, periodistas conservadores, etc., que, por diversas circunstancias habían permanecido fieles a la República, esperaban a que amainase el temporal revolucionario para recuperar posiciones y hacerle frente, agazapados en partidos de la izquierda y organizaciones sindicales.
A Stalin no le interesaba una revolución en España, y menos aún anarquista, pues iba en pos de una alianza con Francia e Inglaterra que le permitiese encarar mejor la agresividad del régimen nazi. Sus agentes transmitieron las directivas de moderación a los comunistas españoles que las aplicaron a rajatabla. Al oponerse el PCE a la deriva revolucionaria de la clase obrera y mostrarse partidario de no sobrepasar el marco republicano anterior al 19 de julio, especialmente en lo relativo a la propiedad privada, se convirtió en refugio seguro de todos los enemigos de la revolución social.
La ofensiva proletaria fue detenida ante las capitales aragonesas y en la sierra madrileña, siendo aplastada en Granada, Sevilla y Córdoba. Mallorca, Galicia, Castilla la Vieja, Vitoria y Pamplona cayeron en manos de los militares alzados. El desembarco de tropas africanas en Cádiz abrió la ruta hacia Madrid, lugar donde tenían que confluir todas las fuerzas sublevadas. Los milicianos tenían delante no a simples guardias civiles y a exaltados fascistas, sino a tropas regulares de ejército y fuerzas de choque como los legionarios y las unidades marroquíes, mejor equipadas y adiestradas. La capital de España absorbió casi todos los medios de guerra disponibles, paralizando los demás frentes de guerra.
Era evidente la necesidad de acabar con el fantasma del Estado y de formar un ejército proletario a partir de las columnas, el pueblo armado, capaz de derrotar en la batalla a los rebeldes, de asegurar las conquistas proletarias, y de dar un salto adelante en el proceso revolucionario. La única fuerza decidida a caminar en esa dirección era la CNT, y aun así en su seno no reinaba la unanimidad, decantándose una buena parte de sus representantes por la colaboración con las demás fuerzas políticas, burguesas o proletarias, en un gobierno republicano heredero de la legitimidad burguesa. La CNT acababa de reabsorber al sector reformista en el Congreso de Zaragoza (treintistas) pero la responsabilidad de la decisión colaboracionista corresponde a los comités representativos, donde éstos eran mayoría los antiguos faistas.
Los dirigentes libertarios comprometidos con la colaboración mantuvieron un equilibrio precario con las bases radicales sosteniendo y coordinando sus conquistas, pero renunciando explícitamente a luchar por el comunismo libertario, la finalidad de la organización confederal, e “ir a por el todo”, es decir, tomar el poder. Esta difícil posición les condujo a participar en los gobiernos regionales interclasistas creados para desempeñar el papel de las instituciones que la sublevación había dejado obsoletas, y en cuantos actos unitarios se presentaron, buscando la unidad con la UGT y los partidos leales.
Las victorias de los fascistas y la inoperancia del Estado llevaron a la jefatura del gobierno al socialista Largo Caballero con la misión de reconstruirlo para ganar la guerra. Éste no cedió a las presiones de la CNT para formar un consejo gubernamental formado únicamente por los sindicatos, sino que le ofreció a cambio cuatro ministerios. La entrada de la CNT en el Gobierno cubrió su traslado a Valencia.
Entre tanto, la guerra adquiría dimensiones internacionales. Las principales potencias, temerosas de que la revolución entrase en su territorio, firmaron un pacto de No Intervención por el que se abstenían de facilitar la menor ayuda a la república española. La superioridad militar de los sublevados, que contaban con la ayuda de Portugal, Italia y Alemania, no daba más opción que la de recurrir a la Unión Soviética, la única potencia dispuesta a proveer al bando republicano.
Las esperanzas puestas en la ayuda soviética catapultaron al PCE, que aumentó su presencia en las instituciones en proporción muy superior a sus efectivos reales. De inmediato se convirtió en la cabeza de todos los partidos perjudicados por la revolución. Inicialmente, apoyó las iniciativas de Largo Caballero de fortalecer el aparato de Estado y de forjar un Ejército “popular” con un mando centralizado. Los decretos de restauración de los consejos municipales, de desarme de la retaguardia y de militarización de las milicias, significaban la recuperación del poder por parte del Gobierno, el fin del vacío de poder que había dejado que la revolución progresase. Los nuevos gobernadores civiles, recuperando los poderes de las diversas juntas y comités provinciales con el apoyo de los comunistas, tropezaron con la autonomía de los comités populares, las colectividades y las milicias. Se produjeron incidentes sangrientos en Madrid, Guadix y Valencia. La creación o ampliación de cuerpos policiales y la formación de brigadas mixtas estaban destinadas a contener y desbaratar el proceso revolucionario tanto en la retaguardia como en el frente.
Los dirigentes libertarios se mostraron fervientes partidarios de la militarización, de la restauración de los ayuntamientos y del desarme de la retaguardia, así como de la participación en todo tipo de instituciones. Mientras desde las columnas respondían “¡Milicianos sí, soldados jamás!”, el equipo redactor de Solidaridad Obrera fue cambiado por otro más dispuesto a promover la línea oficial, militarizadora, estatista y prosoviética. Faltó tiempo para que el diario proclamara que la guerra civil no era una guerra de clases, sino una “guerra de la independencia contra el invasor”, como afirmaba el PCE, y se erigiese en campeón de la “unidad”, la disciplina y los galones.
Durruti fue llevado a Madrid para disminuir la fuerza de los anarquistas en el frente de Aragón, según los agentes soviéticos, y convencido por sus compañeros dirigentes de la CNT-FAI de que con su presencia dicho frente sería abastecido. “Una bala perdida” o más probablemente sin perder lo mató, pero Madrid se salvó. El fin del asedio madrileño fue la obra de todos, pero el mérito se atribuyó a las Brigadas Internacionales, secretamente destinadas para contrarrestar a las milicias anarquistas. La muerte de Durruti el 20 de noviembre de 1936 salvaba un escollo importante a la militarización, permitiendo la invención para usos políticos de la figura de un caudillo militar dispuesto a renunciar “a todo menos a la victoria”, de acuerdo con una editorial de la Soli de febrero. Con dicha frase los comités responsables del movimiento libertario inauguraban la doctrina circunstancialista de adhesión al Estado y renunciaban a sus principios, tácticas y finalidades. La caída de Málaga a principios de febrero fue el pretexto suplementario para su confirmación.
El Comité Peninsular de la FAI empezó a maniobrar para convertirla en partido político, con jerarquías, estatutos, carnet y cotizaciones, haciendo malabarismos para no chocar con los intereses de los diversos grupos de poder que se iban formando dentro de la nueva burocracia libertaria, y al mismo tiempo para marginar a los grupos de afinidad que se empeñaban en seguir como antes. En realidad se trataba de estructurar políticamente una burocracia acabada de nacer a costa de una revolución incompleta, factor necesario de la plutocracia política y sindical republicana, la nueva burguesía que venía a sustituir a la antigua. El cargo confería privilegios tales como el abastecimiento de productos básicos inencontrables en el mercado, el vehículo privado, la comida en restaurantes de lujo y la entrada en garitos, salas de fiesta y cabarets. Los abrigos de pieles, el traje, la corbata y el sombrero volvieron a las calles.
La ofensiva contra los anarquistas se iba materializando: campañas de prensa contra las medidas revolucionarias (“primero ganar la guerra”), descubrimiento de la checa de Murcia, asesinato de colectivistas en Torres de la Alameda, encarcelamiento de Maroto, suspensión de prensa libertaria (Nosotros, Castilla Libre, CNT Norte), hechos de Vinalesa y de Gandía…
A medida que la contrarrevolución avanzaba y el divorcio entre la dirección y la militancia libertaria se consumaba, aparecían muestras de disidencia y oposición radical organizada (Los Amigos de Durruti, las JJLL de Cataluña, varias federaciones locales, grupos de la FAI, la revista Ideas, la publicación ¡Alerta!…) La dirección de la CNT-FAI convocó una asamblea de la prensa para imponer una línea única. Pasado mayo, los Amigos de Durruti fueron desautorizados, pero los sindicatos se opusieron a su expulsión. En julio se crearía una Comisión de Asesoría Política para encauzar las opiniones discordantes.
Es evidente que una fuerte reacción del proletariado internacional contra sus propios gobiernos hubiera finiquitado el Pacto de No Intervención y facilitado el acceso a las armas. El fin de la dependencia de la URSS en armamento hubiera frenado la influencia sin fundamento del PCE, la penetración en el ejército de los consejeros rusos y la actividad impune de los servicios secretos estalinistas. Incluso hubiera dificultado la orientación capituladora de la dirección confederal y anarquista ante el Estado. Sin ella, dicha orientación tenía las puertas abiertas de par en par. Pero la acción solidaria del proletariado internacional no fue suficiente y la revolución no pudo concluirse.
La batalla de Guadalajara mantuvo el equilibrio en los frentes, dando tiempo a una provocación concebida para apartar a Largo Caballero del gobierno (opuesto al predominio de los comunistas), acabar con el excesivo peso de la CNT-FAI, liquidar los logros del proletariado (bastante dañados ya), meter entre rejas al POUM y abrir la veda de los revolucionarios. El complot comunista encontró sus aliados más seguros en Cataluña, obrando a través de ellos. Se insinuó con el robo de unos tanques en Barcelona y el asesinato de Antonio Martín en Puigcerdá, para declararse acto seguido el 3 de mayo de 1937 con el intento de ocupación de la Telefónica.
Las jornadas de Mayo, a pesar de que la parte obrera resultó vencedora en la calle, ponen punto final a la revolución. La retirada incondicional de los obreros de las barricadas a petición de sus dirigentes, condujo a una represión implacable que llenó las cárceles y los campos de trabajo (recientemente creados por el ministro de Justicia García Oliver) de voluntarios extranjeros, sindicalistas, anarquistas y poumistas. Los comités de defensa y los consejos de obreros y soldados fueron disueltos por la dirección cenetista para evitar posteriores levantamientos en respuesta a provocaciones. A estas alturas no se puede hablar de error o de incapacidad, sino de traición.
La contrarrevolución creó dos poderosas herramientas, los Tribunales de Espionaje y Alta Traición y el Servicio de Información Militar, y levantó un sistema de prisiones secretas (checas) completamente al margen de la justicia ordinaria. Los objetivos de la lucha revolucionaria se redujeron a uno: la libertad de los presos antifascistas. El nuevo gobierno de Negrín y Prieto se trasladó a Barcelona. Aparecieron el cadáver de Berneri y la fosa con los cuerpos de los jóvenes libertarios de San Andrés, las emisoras de la CNT fueron clausuradas, la censura se ensañó con la prensa libertaria y el POUM fue declarado fuera de la ley; en Barcelona hubo una segunda provocación con el asalto a Los Escolapios, Andrés Nin fue asesinado, las patrullas de control, disueltas, el Consejo de Aragón, suprimido, y las colectividades aragonesas, destruidas por las divisiones comunistas. Tribunales especiales abrieron causas contra los obreros revolucionarios, ahora señalados con el calificativo infamante de “incontrolados”: cementerios clandestinos, hechos de mayo, etc. Las fronteras quedaron enteramente bajo control del Gobierno. Todas las empresas y tierras colectivizadas habrán de someterse a la nueva legislación restrictiva, cuando no ser devueltas a sus propietarios o directamente nacionalizadas por “interés estratégico” (caso de los Transportes, la metalurgia o las comunicaciones).
Con los soviéticos a la cabeza del Ejército Popular, las brigadas anarquistas fueron usadas como carne de cañón y llevadas al frente sin armamento suficiente, sin apoyo artillero ni cobertura aérea, siendo prácticamente aniquiladas (el caso más flagrante fue el de la 83 BM, la antigua Columna de Hierro). En la retaguardia, se encerraba en checas y se torturaba a los militantes movilizados. En el frente se fusilaba impunemente a los anarquistas refractarios al PCE con cualquier excusa. Se sacrificaban contingentes de soldados en batallas inútiles como las de Brunete y Belchite, maniobras de desgaste que no impidieron la caída de toda la Zona Norte (Vizcaya, Santander y Asturias). Los comités dirigentes de la CNT y la FAI, que habían creado en su seno Secciones de Defensa, estaban perfectamente informados de todo, pero lejos de denunciarlo, se limitaban a quejarse amargamente en informes detallados enviados al jefe de Gobierno.
Los militantes libertarios se hallaban en la tesitura de elegir entre una dictadura fascista y una dictadura republicana dirigida por comunistas. De combatir al fascismo en defensa, no ya de una revolución, sino de un régimen autoritario burgués. Su prensa competía con el resto en nacionalismo, y la oratoria patriótica de sus delegados y comisarios era irreconocible. El hambre y el frío golpeaban a la población, que deseaba el fin de la guerra. La desmoralización se apoderó irremisiblemente de las masas que luchaban por la abolición del trabajo asalariado y las clases. La deserción se convirtió en un asunto serio.
A finales de 1937 el entreguismo de la dirección libertaria española era completo. No solamente emprendía una campaña para imponer sus claudicaciones en el movimiento libertario internacional, en la que se mostraron muy útiles reconocidas figuras como Rüdiger, Souchy, Leval, Lapeyre, Lecoin, etc., sino que reclamaba constantemente su lugar en el gobierno de Negrín y hacía caso omiso de la represión que se abatía sobre sus filas. Su ideario fue formal y definitivamente abandonado en un pleno económico celebrado en enero de 1938 y en un pacto posterior con la UGT. Defendían una república democrática y federal cuya constitución los españoles debían votar al finalizar la guerra. La crisis de gobierno que dejó fuera al derrotista Indalecio Prieto, proporcionó a la CNT una cartera ministerial en el “Gobierno de la Victoria”.
El negrinismo y filocomunismo del Comité Nacional de la CNT fue tan exagerado que provocó fuertes roces con la regional catalana y la dirección de la FAI. Tras la derrota de Teruel y la partición de la zona republicana en dos, todos menos el CN estaban convencidos de la derrota final en la guerra. Un pleno conjunto de las tres ramas del Movimiento Libertario Español reafirmó a la dirección comiteril, partidaria de la resistencia a ultranza enarbolada por los “trece puntos” de Negrín, frente al derrotismo del sector opuesto de la burocracia anarquista, inclinada a un desesperado “Abrazo de Vergara” mediatizado por el Reino Unido.
La represión de un gobierno con participación cenetista conducía al paredón a puñados de militantes. Finalmente, el fracaso de la última de las batallas inútiles, la del Ebro, juntamente con la retirada de las Brigadas Internacionales, aminoraron la influencia comunista y empujaron a los sectores malparados, los socialistas no negrinistas, los republicanos y los anarquistas, a confluir. Se pretendía, en vano, romper la neutralidad de las potencias denominadas “democráticas”. Una serie de nombramientos que otorgaban una mayoría decisiva de mandos militares a los comunistas, acompañada por la dimisión del presidente de la República, determinó un contragolpe dirigido por el coronel Casado, que puso fin a la dictadura de Negrín y el PCE. En un abrir y cerrar de ojos se acabó con la escasa resistencia que los comunistas ofrecieron, pero sin poder conseguir una paz honrosa que librara al pueblo español de la sangrienta masacre que se avecinaba. El final de la guerra acarreó un sinfín de sufrimientos para los vencidos, a merced de un vencedor sediento de venganza si se habían quedado, o huéspedes de campos de concentración si habían conseguido salir del país. La posguerra fue atroz para los perdedores, pues las clases dominantes se comportan con crueldad cuando ganan o, simplemente, cuando una masa de refugiados les importuna.

Miquel Amorós

Charla en el local de la CNT de Alacant, 21 de septiembre de 2016.

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