sábado, septiembre 17, 2016

Robótica, productividad y geopolítica



Los temores del G-20 en Hangzhou. Fenómenos políticos y nuevos experimentos. Acuerdo Transpacífico, globalización, democracia liberal y autonomía nacional. Estados Unidos y China: tecnología y productividad.

Hace unos días culminaba la reunión del G-20 en Hangzhou, China, concluyendo en su declaración que el año 2016 podría ser el más peligroso económicamente desde 2009. El organismo realizó múltiples advertencias entre las que resaltan el crecimiento de la desigualdad, el descenso o estancamiento del ingreso real de entre el 65 y el 70% de los hogares en las economías avanzadas, la inseguridad en el mercado laboral, la crisis mundial de refugiados sin precedentes, o el riesgo de una escalada proteccionista y la necesidad de señalar las “ventajas” de la globalización, entre muchos otros. Entre tantas apreciaciones más o menos esperables, llama la atención la referencia simultánea tanto a la debilidad de la inversión y la productividad en “algunos países” –léase, los centrales- como a la necesidad de enfrentar una “próxima revolución de la producción”.
Esta esquizofrenia discursiva es en gran parte reflejo de la “esquizofrenia empírica” que combina extraordinarios avances tecnológicos con un alarmantemente débil incremento de la productividad durante los últimos años. Como desde variados ángulos abordamos en diversos artículos, mucho tiene para decir la profundidad de la crisis capitalista mundial en curso respecto del dualismo que enfrenta a la productividad con la tecnología en general y con la robótica en particular. Esta contradicción –un hecho a la vez no ordinario pero tampoco original en la historia– es manifestación del carácter extraordinario del estancamiento económico que se desarrolla ante nuestros ojos.

Fuera de lo común (la ortodoxia y lo extraordinario)

Analizábamos hace algún tiempo en Estancamiento secular, fundamentos y dinámica de la crisis, diversas características que permiten conjugar el proceso que se inició en 2008 con las más grandes convulsiones económicas de la historia del capitalismo. Mencionábamos allí como definición más general que mientras la crisis actual destaca por lo que tiene de específico y original, comparte con aquellas de 1873, 1929 o 1970, la particularidad de estar llamada a trastocar la anatomía mundial en términos tanto económicos como políticos y geopolíticos. En algunos aspectos –y como suele suceder- la realidad nos sacó ventaja, proporcionando nuevos argumentos.
Como también planteamos desde esta columna, una crisis no catastrófica pero persistente acabó derivando en nuevos fenómenos políticos que podrían –al menos en el mediano plazo- desbaratar la estratagema de las “elites dirigentes” que bastante pericia mostraron en la administración de la crisis durante los últimos años. En un sentido Donald Trump y Bernie Sanders, pueden interpretarse como símbolos anticipatorios de una eventual y futura necesidad de políticas más “radicales” que el actual gradualismo ordenado del establishment. Entre ellas, experimentos bonapartistas de derecha o posibles “new deals”.
No puede descartarse que una mutación en la gestión de la crisis termine derivándose no de una nueva catástrofe económica directa –nunca descartable- sino de las consecuencias políticas de casi ocho años de estancamiento. La letanía poco convincente del G-20 respecto de la ineficacia de las políticas monetarias y la necesidad de poner en práctica medidas urgentes que estimulen la demanda, incluyendo obra pública, fin de la austeridad y aumentos salariales, adquiere el formato de un discurso preventivo.
Concomitantemente los efectos larvados de una economía estancada transformados en nuevos fenómenos políticos -cuyo desarrollo alcanzó velocidad de crucero durante el último año- tienen consecuencias sobre las relaciones interestatales. La crisis de los tratados comerciales que se expresa tanto en las negociaciones post Brexit como en las turbulencias en Estados Unidos alrededor del Acuerdo Transpacífico (TPP), promete repercutir sobre la geopolítica y otra vez sobre la economía. El TPP que busca agrupar al 40% de la economía mundial excluyendo a China y manteniendo la influencia norteamericana en el Pacífico es considerado el pivote del giro asiático de Obama. Es visto a su vez como un factor de agudización de los efectos desindustrializadores y deslocalizadores de la globalización en tanto busca nuevas ventajas externas para las multinacionales norteamericanas destruyendo puestos de trabajo, reduciendo salarios y rebajando aún más la calidad del empleo en Estados Unidos. Justamente la oposición a este acuerdo es un puntal de la campaña de Trump, fue un eje de la de Sanders y obligó a Hillary a prometer que acabaría con el tratado, contra su programa original.
Un reciente artículo de Financial Times advierte que una ocasional presidencia de Donald Trump podría provocar la reestructuración del poder en Asia y una reconfiguración geopolítica. Un mayor aislacionismo norteamericano podría empujar a sus aliados a los brazos de China, principal rival de Trump. Los autores señalan que Tokio y Seúl se preparan para enfrentar los cambios que vendrán después de las elecciones estadounidenses. Cambios asociados fundamentalmente a un incremento de los gastos de defensa y la posible defunción del Acuerdo Transpacífico que según ciertos analistas –que por su puesto buscan influir políticamente- podría significar el fin de la globalización liderada por Estados Unidos. Quizá lo más interesante del artículo arriba mencionado es la afirmación de que incluso una victoria de Hillary –altamente probable a pesar del nuevo repunte de Trump, agregamos- podría acelerar estos cambios y que más allá de que Trump sea o no elegido presidente, el lado oscuro del aislacionismo seguirá infiltrando la política estadounidense pudiendo volverla más cerrada.
En un sentido más “ideológico” se pronuncia Martin Wolf en consonancia con las declamaciones utópicas del G-20 que bregan por un equilibrio entre los derechos de los inversores internacionales, los de los Estados y otras partes involucradas en lo que hace a acuerdos sobre comercio e inversión. Wolf vincula bien política y geopolítica señalando las incompatibilidades entre democracia liberal, autonomía nacional y globalización económica, sobre todo en momentos en que –como dice- un brebaje envenenado de incremento de la desigualdad y disminución del crecimiento de la productividad vuelve a la democracia intolerante y al capitalismo ilegítimo. Las migraciones masivas como factor común de la globalización resultaron -en la visión de Wolf- responsables de los mayores conflictos entre las libertades individuales y la soberanía nacional, creando fricciones entre la democracia nacional y las oportunidades de la economía global. Algo de esto analizamos desde esta columna conceptualizándolo como fracaso del éxito neoliberal.
Wolf teme por el matrimonio entre democracia liberal y capitalismo global y advierte sobre el mayor fantasma de lo que en una suerte de reedición de los escenarios de los años ’30, podría dar lugar a aquello que define como un “capitalismo nacional controlado”. En su afán por salvar el par democracia liberal/capitalismo global, retorna a la cuestión de los tratados comerciales preguntándose un tanto retóricamente si vale la pena promover nuevos acuerdos internacionales que repriman las regulaciones nacionales en favor de las corporaciones existentes. Acordando con un consejo de Summers, recomienda priorizar el “poder de los ciudadanos” frente a la “armonía creada” o las “barreras derribadas”. Remata sentenciando que no se pueden perseguir a toda costa las ganancias que produce el comercio. O sea, moderación y una suerte de propaganda “aislacionista” preventiva o alguna concesión a la “autonomía nacional”, para salvar el globalismo…

China: entre la geopolítica y la robótica

A todo esto, en el terreno de las alianzas geopolíticas las hipótesis de realineamientos abundan en Siria –otra de las mayores preocupaciones del G-20- como el “salón de baile” en el que empiezan a probarse nuevas y aún indefinidas relaciones peligrosas. Dentro de esas hipótesis –entre las que se inscribe la escalada de un nuevo escenario de guerra fría ruso norteamericana- hay quienes especulan que desde el ascenso al poder del reformador liberal Xi Jinping, China estaría abandonando la aversión a la intervención militar en conflictos extranjeros. Analizamos reiteradas veces los problemas de la transición china y su relación con el bajo crecimiento global que desde hace dos largos años tienden a convertirla de un salvoconducto para los capitales excedentes del mundo desarrollado en un competidor por los espacios mundiales de acumulación.
La necesidad de abandonar un sistema trabajo-intensivo, incrementando la tecnificación, la robótica y la productividad, tiene dos vertientes y dos objetivos. Se deriva tanto de los límites externos del “modelo exportador” de productos de bajo valor agregado como de la pérdida relativa de la ventaja salarial y la -también relativa- escasez interna de mano de obra. Los objetivos se sintetizan por un lado en la necesidad de un giro ofensivo en la captación de nuevos mercados tanto para la producción -utilizando mano de obra barata en el exterior- como para la realización de mercancías y la adquisición de tecnología. Y, por el otro, en la necesidad de crear una base nacional de consumo lo suficientemente amplia.
En última instancia y en términos marxistas, se trata de la meta combinada de incrementar la obtención de plusvalía absoluta afuera y de plusvalía relativa al interior de China. Cuestión esta última que –además del disciplinamiento de la fuerza de trabajo- permitiría el aumento concomitante de ganancias y salarios reales a costa de la reducción del salario relativo. Consiste en el dificultoso intento de forjar la base social de franjas obreras comparativamente bien pagas –condición necesaria de toda nación imperialista- que en los países centrales se debilita progresivamente poniendo en cuestión el statu quo vigente. Dicho más prosaicamente: China ansía conquistar internamente lo que Estados Unidos y el Reino Unido están perdiendo y que ya arrojó la aterradora consecuencia del vertiginoso ascenso de Trump, el UKIP, el ala ultraderecha del Partido Tory y en definitiva, el Brexit.
En el último tiempo, como señala otra nota de Financial Times, el gobierno chino está promoviendo la automatización y en 2014 Xi Jingping reclamó una “revolución robótica” encaminada a transformar “a China y al mundo entero”. Pero los contrastes en este campo –como en todos- resultan conmovedores en el gigante asiático. China poseía en 2015 alrededor de 36 robots cada 10.000 trabajadores industriales según la Federación internacional de la robótica (FIR).
Esto significa una concentración de robots 14 veces menor que la de Corea del Sur, 10 veces menor que la de Alemania y alrededor de 2,5 veces menor que la de Estados Unidos. Sin embargo y también según Financial Times, desde 2013 China habría estado adquiriendo más robots industriales por año que ningún otro país, incluidos los gigantes de fabricación de tecnología high-tech como Alemania, Japón y Corea del Sur. De acuerdo a la FIR, en el curso de este año China superaría a Japón como mayor operador de robots industriales del mundo, haciendo gala de un ritmo de cambio “único en la historia de los robots”.
La necesidad de incrementar la productividad exige a su vez transformar en parte la fisonomía y el destino de los capitales chinos, privilegiando la adquisición de tecnología por sobre la de materias primas. En pos de la consecución de este objetivo y según otro artículo de Financial Times, Alemania se está convirtiendo en el principal blanco chino en la búsqueda tecnológica. En lo que va de 2016 China adquirió casi tantas empresas alemanas como en todo el año 2015 y entre el 35 y el 40% de la inversión en Alemania durante el año en curso provino de China.
Recientemente tras la conmoción de la elite política alemana, la aparente insatisfacción de Merkel y múltiples idas y vueltas, la empresa china de electrodomésticos Midea terminó adquiriendo –en lo que representó la mayor adquisición china de una empresa alemana- el 95% de las acciones de Kuka, una de las empresas de ingeniería más innovadoras del país, la más conocida por la utilización de grandes robots industriales en la fabricación de autos y aviones –según Financial Times- y que está incursionando además en máquinas más inteligentes para enviar y recibir datos desde la nube y conectar con “Internet de las cosas”. Antes de la compra de la mayoría accionaria, Kuka acababa de lanzar al mercado el robot estrella Liwa, un “asistente inteligente de trabajo industrial” que hasta es capaz de servir un vaso de cerveza o preparar una tasa de café.
La necesidad china de captar tecnología, conquistar nuevos mercados, reconvertir la economía contrayendo el crecimiento –sin caer demasiado- y lograr una mayor injerencia internacional en el terreno político y militar, se verá en gran parte condicionada al menos por dos factores. Por un lado, las múltiples contradicciones acumuladas –entre ellas un crecimiento de la deuda privada en un 70% con respecto al PBI entre 2007 y 2014- que impiden excluir la posibilidad de un estallido interno. Por el otro, el giro está en buena medida sujeto al nuevo mapa geopolítico en curso de configuración, una parte significativa del cual resultará influenciado por las derivaciones políticas de casi ocho años de estancamiento económico como señalamos más arriba. En lo inmediato y como consecuencia del Brexit, el proyecto conjunto chino-británico con inversión china para construir la central nuclear Hinkley Point, quedó momentáneamente bajo revisión. El proyecto es la estrella de la nueva relación entre China y el Reino Unido y es fundamental para una mayor presencia militar internacional del gigante asiático. Habrá que ver cómo se desarrolla el próximo capítulo ya que muchas voces señalan que luego de la salida de la Unión Europea la relación comercial entre el Reino Unido y China suena clave. Y, por otra parte, muy distinto será el escenario si China sufre un cerco con el Acuerdo Transpacífico que si una eventual defunción del TTP le otorga más aire para avanzar.

Paradojas globales

Volviendo al inicio y sólo para apuntar una líneas de lo que profundizaremos en una próxima entrega, parece impensable abordar la brecha entre innovación tecnológica y productividad, independientemente del actual entramado múltiple de la economía, la política y la geopolítica, que la condiciona. La paradoja de la globalización, la democracia liberal, el Estado y las consecuencias de la crisis -que tan bien describe Martin Wolf- es en realidad el sustrato de la paradoja entre las nuevas tecnologías y la productividad.
Las magras oportunidades para la acumulación del capital en Estados Unidos que explican el proceso de deslocalización –tratados de libre comercio, incluidos- y por tanto, la escasa inversión interna, exigen imperiosamente la obtención de nuevo “espacio virgen” y fuentes externas de mano de obra barata. Por lo que un proceso de inversión en territorio nacional que permita la aplicación en gran escala de las nuevas tecnologías, sustrato único de un incremento enérgico de la productividad, resulta inimaginable en la situación actual de la economía norteamericana. Se trata de una paradoja bastante insalvable -por ahora- aunque esta “normalidad” se está volviendo indigerible y opone de forma casi explícita las necesidades del capital con los intereses de la base social que le da sustento. La contradicción hace pensar la necesidad/posibilidad –en el mediano plazo- de un giro político frente a la gestión de la crisis económica, cuestión que explica los temores de Wolf de escenarios similares a aquellos de los años ’30. Si –al menos por ahora- y como planteamos en La “furia populista” que conmueve al mainstream, el discurso de Trump rebalsa de demagogia discursiva porque no expresa los intereses inmediatos del gran capital “globalizado”, el desarrollo de aquella contradicción está llamada a crear nuevos escenarios. Y es importante señalar que sólo hipotéticos experimentos de mayor “control” estatal sobre el capital podrían proponerse una resolución del aparente contrasentido entre avance tecnológico y productividad. Aunque por lo que nos dice la historia y como muy bien lo expresa Robert Gordon en su mirada retrospectiva de Ascenso y caída del crecimiento americano, sólo el poder de la Segunda Guerra Mundial cerró contundentemente la brecha entre desarrollo tecnológico y productividad manifiesta a lo largo de las décadas del ’20 y el ‘30. Como ya alertamos, dedicaremos a este asunto una próxima entrega.
En el caso de China un salto cualitativo en la tecnificación, la “robótica” y la productividad –amén de los condicionamientos señalados en el apartado anterior- resulta inimaginable desligado de la exportación de capitales, la conquista de nuevos mercados, la captación de fuentes de tecnología o la transformación de su estructura productiva. El llamado “giro al mercado interno” es complementario de la exportación de capitales, lo cual significa que el objetivo de superar la baja productividad endémica, discurre en paralelo con la necesidad de conquistar nuevos espacios en el mundo para enfrentar lo que empieza a manifestarse como problemas de sobreproducción y sobreacumulación. Xi Jinping lo expresó con toda claridad: “No sólo tenemos que actualizar nuestros robots, también tenemos que capturar mercados en muchos lugares”. Una suerte de trilogía entre robótica, productividad y –probablemente- mayor militarismo, inescindible de la profundidad de la crisis económica y sus derivaciones políticas y geopolíticas. Por algo la voz de mando de la “revolución robótica” acompaña la conversión de China en un competidor por los espacios mundiales para la acumulación del capital.

Paula Bach

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