viernes, septiembre 16, 2016

Sabra y Chatila: una masacre impune



“Un niño muerto puede a veces bloquear una calle, son tan estrechas, tan angostas, y los muertos tan cuantiosos”. Así relataba el escritor Jean Genet en su célebre texto “Cuatro horas en Chatila”, dando a luz su testimonio de esa orgía de sangre y lodo.

Durante dos días ininterrumpidos, el 16 y el 17 de septiembre de 1982, las milicias falangistas libanesas (Kataeb) eliminaron “todo lo que se movía” en los campos de refugiados palestinos de Sabra y Chatila. Arrebataron la vida de más de 3.800 palestinos contabilizados, aunque otros miles de cuerpos descompuestos ni siquiera fueron registrados, perdidos entre los escombros y la barbarie de las calles de Beirut, que aún conservan esas huellas.
Bajo las órdenes del general Elie Hobeika, las milicias cristiano-maronitas asesinaron mujeres, niños y ancianos (los varones adultos con capacidad de combate habían huido), empleando métodos sanguinarios como el descuartizamiento y las degollaciones a cuchillo y hacha. No hicieron ascos en cortar el vientre de las embarazadas ni en mutilar los talones de los viejos como trofeo. No ahorraron sangre ni por las noches, cuando asaltaban las precarias viviendas gracias a la luz de los potentes reflectores proporcionados por el Ejército israelí. El entonces premier Menajem Beguin y su ministro de Defensa Ariel Sharon enviaron dos divisiones de soldados israelíes con la instrucción explícita de acordonar el perímetro de ambos campos de refugiados y evitar la salida de persona alguna hasta después de consumada esa masacre despiadada. Con justa razón Genet desenmascaró la terrible ironía de Beguin, el que se ufanaba de ese degüello señalando que “en Chatila, en Sabra, unos no judíos han masacrado a unos no judíos, ¿en qué nos concierne eso a nosotros?”.
La guerra civil libanesa (1975-1990) movió a las franjas más aristocráticas de la comunidad cristiano-maronita a establecer una alianza político-militar con el Estado de Israel para imponer su dominio sobre las mayoritarias comunidades sunitas y drusas. Prohijada bajo el colonialismo francés, la comunidad maronita estaba integrada por un sector de la alta burguesía acomodada asociada al capital financiero, vinculada a la industria inmobiliaria y de la madera, y de aceitados tratos con el Mossad y la inteligencia militar del Ejército israelí. Con esa finalidad, los popes maronitas comenzaron a alentar el orden y el control de los refugiados palestinos, para lo cual se valieron del mandato que poseían en la Liga Árabe, mediante el que en 1976 ordenaron la movilización de 50 mil soldados sirios, encargados de poner a raya los centros de gravedad donde el Fatah y la OLP seleccionaban sus cuadros y militantes.
Según la UNRWA (la Agencia de la ONU encargada de la asistencia humanitaria) en ese entonces se hacinaban entre 300 y 400 mil refugiados palestinos en el Líbano. Durante 12 años los comandos fedayines liderados por Yasser Arafat concentraron sus fuerzas en determinadas posiciones territoriales, donde lograron reponerse militarmente del revés descargado por Jordania en 1970, tras la oleada de terror de la masacre de Septiembre Negro, ordenada por la monarquía hachemita presidida por el rey Hussein, con el saldo de cientos de palestinos asesinados.
El gobierno de Beguin y Sharon acariciaba la idea de una “solución final” de la resistencia palestina. En esta dirección, el Ejército israelí entrenó y financió a las Kataeb, cuyo primer ejercicio fue el asalto del campo de refugiados de Tel Zaar. Por otro lado, en su afán expansionista (devenida de la naturaleza colonial del Estado judío), los líderes derechistas pusieron en pie el llamado Ejército Libre del Líbano, una banda de mercenarios profesionales que controlaba el territorio del Valle de la Bekaa (y que más tarde alumbrara a Hezbollah, producto de la movilización campesina contra la ocupación).
En mayo de 1982 Beguin lanzó la operación “Paz para la Galilea”, el plan de invasión de Líbano que combinó la movilización de la infantería con ataques rasantes de jets que hicieron polvo y añicos de las calles de Beirut. Más de 16 mil libaneses perdieron la vida. Sobre esa derrota, los sionistas y EE.UU. impusieron en carácter de presidente a Bashir Gemayel, falangista notable y miembro de una de las familias más acaudaladas, que al poco tiempo resultó asesinado. El gobierno israelí resolvió entonces un escarmiento drástico.
La hipocresía de Ronald Reagan y Francois Miterrand también aportó lo suyo asegurando que no habría represalias contra los campos de refugiados si las huestes de Arafat se retiraban, mientras estas escapaban a las montañas de Jordania.
La saña criminal de la masacre abrió el repudio internacional a gran escala, obligando al sionismo a dar una respuesta institucional para lavar sus culpas. La Asamblea General de la ONU declaró que la masacre fue un “acto de genocidio”, bajo la Resolución 37/123. Bajo esa presión fue convocada una comisión formada por el presidente de la Corte Suprema, Itzjak Kahan, el juez de la misma Aharon Barak y el general Iona Efrat. El Informe de la Comisión Kahan concluyó que la barbarie fue exclusivamente cometida por “irresponsabilidad” de Sharon, el que permaneció impune y años más tarde fue elegido primer ministro.
Los crímenes impunes de Sabra y Chatila se perpetúan en el terrorismo del Estado sionista y el porvenir de los doce campos de refugiados en existencia de Líbano, con cientos de miles de parias, apiñados por varias generaciones entre la Nakba de 1948 y la Guerra de los Seis Días de 1967, aunque el 55% de su población es menor de 18 años. La diáspora palestina reúne más de 7,5 millones de personas (4,8 millones refugiados en países árabes) sin derecho de retorno a sus tierras originarias, constituyendo un tercio de la población de refugiados del mundo, bajo entera responsabilidad del Estado de Israel, las burguesías árabes y el establishment internacional.

Miguel Raider

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