Texto leído en el reciente homenaje de la Federacion de Escritores de Chile
En la imposibilidad de estar presente en el justo homenaje que se rinde a Volodia Teitelboim, quisiera hacer llegar unas palabras para acercarme a la reunión a que ustedes tienen la suerte de concurrir. Es simplemente un saludo, un haz de recuerdos , sobre todo un testimonio de admiración y agradecimiento al compañero y al escritor que años atrás se fue de entre nosotros.
Y es que, de hecho, resulta impropio intentar siquiera una valoración de las múltiples contribuciones que Volodia nos dejó. Ello por dos razones. Primero, porque su valer está ya firmemente asentado en la conciencia de quienes aún leen y piensan en Chile; luego, porque sería imposible, en una ocasión como esta, abarcar una obra y una acción multidimensionales, tantos fueron los frentes políticos en que combatió , tantos fueron los dominios y tareas culturales en que trabajó. Senador de la República y alto dirigente de su Partido, todos escuchamos o leímos alguno de sus discursos parlamentarios o conservamos una que otra imagen de su impresionante oratoria de masas. Lejos de toda demagogia, su decir era esencialmente conceptual, dirigido a resolver las cuestiones más candentes que exigía la situación. Lo vi en más de una ocasión tomar notas para responder a objeciones o posibles preguntas. Con una gran caligrafía – letra gorda y redondeada que llenaba fácilmente la página – esbozaba un par de puntos para asestar en seguida una respuesta casi siempre contundente, nunca agresiva. Sus colaboraciones diarias para Escucha Chile, el programa radial del exilio desde el día siguiente al golpe militar, y sus labores de distinta índole en Araucaria de Chile muestran a las claras el nexo estrecho que siempre hubo en él entre acción cívica y palabra escrita. En uno de sus libros habla de aunar esas “dos divinidades tiránicas”.
Conocí poco a Volodia. Como suele ocurrir en nuestro espigado país, pese a ser ambos del sur, vinimos a encontrarnos en el lugar geométrico de la capital, en años previos al 73. Mi primera larga conversación con él fue en el local de Quimantú, en una oficina contigua a la que ocupaba Carmelo Soria. Se trataba de ponernos de acuerdo sobre la segunda edición de La semilla en la arena, que con el nombre de Pisagua saldría pronto por las prensas de la Editorial del Estado. Yo preparaba el prólogo, lo que dio lugar a una plática sobre el famoso realismo socialista, ya no muy vigente, pero que había estado en boga cuando escribía su novela. En realidad, más que un predominio excesivo de esa estética, reinaba en la novela un aire distinto, con varios personajes inspirados en lecturas de Thomas Mann. Más tarde, en uno de sus tomos autobiográficos, mencionaría su contacto con el autor alemán, especialmente con el Mann bíblico, el de las Historias de Jacob y José y sus hermanos. Además, como él mismo revela, mientras escribía su obra leyó o releyó La casa de los muertos, texto s i cabe emblemático del mundo de la prisión.
Semanas después caminamos por la Avenida Matta, en la cual o en cuyas cercanías habitaba por esos días. El país se deshacía, había huelgas por todos lados, de gas o de bencineras, ya no sé. Luego de comentar lo que ocurría, el foco derivó de repente nada menos que hacia Jane Austen. Yo le confesé con algo de vergüenza que la inglesa no era ni había sido nunca santa de mi devoción. Me recomendó con cierta insistencia que leyera Orgullo y prejuicio. Su opinión no era únicamente literaria, sino que tenía en cuenta la función que la autora había cumplido en la formación del ethos de la clase media rural y, más que nada, por su actitud ante la condición de la mujer. La novelista, digamos, como factor de civilización. Al llegar a Estados Unidos me di un baño de Austen, “cursé” toda su obra y le di plenamente la razón. Hasta el día de hoy agradezco el consejo.
Durante los años de la dictadura coincidí varias veces con él en foros políticos, en congresos literarios y en eventos de otro tipo. Probablemente el recuerdo más fuerte y pugnaz que conservo ocurrió en El Escorial para un coloquio nerudiano organizado por colegas españoles. Era temprano, esperábamos a Rafael Alberti en el hall del Hotel Felipe II cuando de pronto, demudado y descompuesto, llegó el chofer que se le había asignado para conducirlo en sus desplazamientos. El hombre había luchado contra Franco y había estado en prisión. Traía ahora la noticia del colapso institucional de la Unión Soviética y del desmantelamiento de la principal fuerza política del país desde la Revolución de Octubre. Admiré en ese momento la serenidad de Teitelboim, teniendo en cuenta que el terrible acontecimiento era el segundo golpe bajo que, en menos de treinta años, le propinaba la historia, primero en su patria, ahora este otro, de alcance mundial. Calmó al compañero como pudo, inquirió dos o tres detalles y guardó silencio. Durante todo el congreso no le oí referirse a los hechos.
A más de un lector le he escuchado expresar reservas críticas acerca de la prosa y el estilo de Volodia. ¡ Es bueno ser crítico, pero no para tanto!, habría dicho Neruda. Bromas aparte, el adjetivo usual con que se suele descalificarlo es el de “retórico”; según esto, la escritura de Volodia sería demasiado retórica. Bueno, uno podría responder que la retórica no es mala en sí. Gran parte de la brillante ensayística de Martí sería inconcebible sin la excelente formación retórica que recibió en La Habana antes de su destierro español. Aunque tal actitud ofrece todos los ribetes del prejuicio ideológico, uno podría otorgar el beneficio de la duda y suponer que pudiera tratarse de una opinión honesta. En ese caso, mis argumentos serían los siguientes. La obra de Teitelboim, sumamente amplia, discurre por distintos canales discursivos. No es lo mismo el lenguaje de El amanecer del capitalismo en Chile, ensayo derivado de su disertación universitaria que constituye ciertamente un hito en la historiografía crítica del continente por su aplicación pionera del marxismo al fenómeno de la Conquista, que, por ejemplo, las tres novelas que plasman de modo peculiar aspectos y momentos decisivos en la historia del país. Estas no son relatos anecdóticos, no es la trama lo que en ellas importa, sino que representan verdaderas exploraciones, indagaciones sobre cómo se forja desde el seno del pueblo un luchador excepcional, sobre una época de represión y, en el caso de su texto más relacionado con el Golpe, el hecho mismo de la traición. No tengo una lectura fresca de La guerra interna, pero cuando la leí me sobrecogió la reflexión que allí se desenvolvía sobre el tema de la traición. Esta, escándalo central, era el pecado mayor de lesa humanidad. Lo que leía se me asoció con un temprano diálogo platónico, el Hipias menor, donde Sócrates se asombra de que la inteligencia o la razón, supremo privilegio humano, pudiera usarse para engañar o para causar daño moral. El mal por excelencia. Igualmente Teitelboim, para quien la traición resulta ser la cosa más incomprensible del mundo, escudriña en Pinochet los repliegues turbios y retorcidos de un ejemplo de traición, es decir, de un traidor ejemplar. Todo esto nos advierte que, en el interior del corpus del autor, hay una articulación discursiva compleja, en que cada obra no se ciñe necesariamente a la etiqueta del género con que se presenta. Su misma serie autobiográfica, imponente en su magnitud con cuatro volúmenes de cerca de 2000 páginas, incluye recuerdos personales, murales de época, memorias políticas, reflexión autocrítica, collage de notas, entrevistas y artículos dispersos, etc. La variedad de los escritos de Volodia es muy grande y no cabe encerrarla en un solo molde. A quien quiera entrar en su obra poniendo énfasis en la dimensión estética, yo me permitiría recomendarle la plaquette editada por LAR en plena dictadura en que, a un hermoso y furibundo poema de Cortázar, siguen unas páginas soberbias de Volodia, en las cuales traza un retrato magistral de la persona y la obra del argentino que fue su compañero en la lucha anti-dictatorial de Sudamérica. Son páginas vibrantes, chispeantes, veloces, casi de esgrima verbal, que segregan además una intensa emocionalidad para con el gran escritor que había desaparecido recientemente. A la vez, para mi gusto, los notables ensayos que publicó alrededor de 1970 son mucho más que originales capítulos de sociología cultural. Allí, antes de las elaboraciones teóricas sobre la transculturación y antes de que García Márquez señalara la extendida influencia faulkneriana sobre Rulfo , Onetti y sobre él mismo como efecto de la similitud entre un Sur trágico y vencido y una América Latina regida por la impotencia histórica, Teitelboim observaba la repercusión que la lectura de Dostoievsky tuvo en los estudiantes pobres del continente, radicalizados políticamente por obra y gracia de un autor en el fondo de alma religiosa. A ojos de Gide y en su estupenda fórmula, “ cada generación aporta un hambre diferente”. A los jóvenes famélicos de los años veinte y treinta, en Chile y América Latina ( también en China y el Japón), la miseria de los personajes dostoievskianos los nutrió y fortaleció con manjar suculento.
Malgré su prehistoria huidobriana, cuyo fruto fatal fue la Antología que “cometió” a los 18 años ( en un mea culpa retrospectivo habla de “cuerpo del delito”; y el delito principal no fue otro que la extraña exclusión de Mistral, deuda que pagó con creces en su gran biografía posterior); a pesar de ella - digo - Teitelboim es esencialmente un hombre del 38. En esto no yerra el rótulo generacional que se le asigna. Testigo de la caída de Ibáñez, del levantamiento de la Escuadra y de la República Socialista del 32, conmovido por la Guerra Civil Española, entrega todas sus fuerzas al nacimiento del Chile moderno con el Frente Popular. El “muchacho del siglo veinte” que alcanzó a respirar los albores del Veintiuno, vive los dramas de su país y las tragedias del mundo contemporáneo. No claudica en sus ideales, tampoco en sus convicciones, a pesar de los “golpes” que recibe. Hacerlo, sería un acto de traición. A mi entender ( pero puedo equivocarme) Teitelboim es un espécimen de una raza que está hoy en vías de extinción. ¡Ojalá me equivoque! Con raíces en el pensador ilustrado del 18 y del humanista republicano del 19, y – ¡por supuesto! - con todas las discontinuidades que la época implica, Volodia representa un intelectual crítico de mirada latinoamericana, de sensibilidad mundial, que luchó por valores de progreso y de justicia y que quiso lo mejor para su pueblo. Para él, escribir fue siempre un acto de utilidad social, un servicio de combate y de esperanza. Insisto: ojalá me equivoque y haya otros ejemplares de su clase esperando porái…
Ya restablecida la democracia, lo visité en su casa de Nuñoa. Vivía ( ustedes lo saben) con modestia y austeridad , como debería vivir toda persona decente en nuestro pobre país. Solo los miserables habitan la opulencia. Me recibió en el primer piso, y era evidente que necesitaba ayuda para subir al segundo. Le hablé de su trilogía y le dije – cosa que era cierto – que cada una de sus biografías sobre los grandes poetas chilenos era objeto de estudio por parte de especialistas en los centros académicos norteamericanos. Se sonrió con malicia. Ya no es una trilogía, me dijo, sino va a ser una tetralogía. Efectivamente, trabajaba intensamente y estaba por terminar su Borges que saldría poco después hacia fines de siglo. Retirado de sus funciones de dirección política, aunque nunca desvinculado del Partido, se volcaba ahora a una producción torrencial, que lo mantuvo activo marcando por entero la última etapa de su vida. Al despedirme, lo vi sereno y tranquilo en su sillón. Tenía derecho a estar tranquilo: había cumplido lo que, con cierta grandilocuencia pero con total certidumbre en su caso, podría llamarse un destino, su misión en la tierra.
Jaime Concha
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