Había un patio de recreo y salones a su alrededor, en una cuadrícula en la que los corredores, con salientes de teja española, daba la forma a la escuela. Todos eran grupos de quinto de primaria. Eran días en que el mundo hablaba de alunizajes, la Unión Soviética y China estaban en tensión y Estados Unidos ocupaba Vietnam. Supe después que en ese año, el papa Pablo VI abolió el Índice de Libros Prohibidos, cuando nosotros apenas habíamos leído cartillas, textos de geografía e historia patria, cuentos de los hermanos Grimm y algunos libritos de español y literatura.
Bello era entonces un pueblo con fábricas textileras y un taller de ferrocarriles, cuyas sirenas parecían haber producido en los moradores reflejos condicionados. Cambios de turno laborales. El pito del medio día. Y solo una rutina rota por las idas a cine los domingos y los partidos de fútbol en las mangas, que abundaban. La escuela, sus turnos, eran a mañana y tarde, porque quizá el mundo era muy pequeño y todavía no había tantos estudiantes como para establecer dos jornadas.
También, los de esa escuela preparatoria, a cuya entrada se subía por unas escaleras dobles en forma de pirámide trunca, teníamos reflejos condicionados por la campana. Ella anunciaba el momento tan anhelado que era el recreo. O los cambios de salón de clase. Uno iba de aula en aula, como un vagabundo escolar con su cartapacio, a escuchar las enseñanzas de los maestros, así que estaba la sala de ciencias naturales, la de matemáticas (era el único salón fuera de ese paisaje de maravilla que era el patio), la de religión, la de español, y demás.
Creo, si el recuerdo no es una suerte de traición, que me gustaba mucho la hora de español y literatura. Era un encuentro con palabras que me recordaban a mamá (no aquel lugar común de mi mamá me mima…), porque ella siempre estaba recitando poemas sobre mares y lunas, y cantando canciones de muy lejos, y contando historias a la hora del desayuno y al anochecer. Sí, me parece que el profesor era una especie de sucursal de mamá, porque él, que aunque era joven uno lo veía viejo (tal vez nos adelantaba por ocho años), tenía una manera de recibir a los discípulos con recitaciones de Diego Fallon e Ismael Enrique Arciniegas, y nos ponía luego a leer en voz alta, al frente, la cartilla en la que había historias como las de Los tres deseos y un relato que contaba las maneras de dar limosnas.
“No estamos en el hipódromo”, nos increpaba a los que, entonando la lectura, corríamos para acabar más ligero. Y luego él mismo leía lo que acabábamos de mal leer y lo hacía con pausas, ritmo, musicalidad. De las tareas que recuerdo, había una que era aprender de memoria un poema, para decirlo a todos, delante del tablero. No sé adónde encontré un poema de un chileno, Antonio Bórquez Solar, sobre el arco iris, y ese fue el elegido por mí. Quizá me incliné por esos versos debido a que, siendo más niño, caramba, me gustaba perseguir el arco iris y pretendía siempre ir hasta su nacimiento, porque, decía no sé quién, que allí había una zona encantada.
El profesor, que tenía una bella voz (nunca nos gritaba), ya había hecho durante el curso demostraciones de sus modos de decir poemas. Ya nos había metido a Guillermo Valencia y sus camellos, ¡uf!, así como a Gabriela Mistral y una poesía que volví a leer años después, y que me parecía de un ritmo sobrecogedor: setenta balcones y ninguna flor. Bueno, el caso es que me aprendí la del chileno y salí al frente, me paré con seguridad, y comencé, en una desbocada carrera, a recitar: “Los colores del arco iris / de los cielos siete son / como siete en la semana / son los días que hizo Dios / como siete son las notas de la pauta del cantor…”. Cada verso era aumento de la aceleración. No sé si el auditorio reía, pero miré al profesor y estaba serio, pendiente de cada palabra, lo que me condujo a incrementar la velocidad: “De un topacio es su amarillo / y su rojo es de rubí, / su violeta es de amatista / y su azul es de zafir”. Digo que a mí me sonaba bien esa composición, y cada que pronunciaba una palabra veía colores por doquier. Y en el poema salía el sol después de la lluvia y había risas y fulgores, y al final la tormenta había pasado. Sí, la tormenta que me parecía que yo encarnaba. “En la próxima vez, no corrás tanto, Spitaletta. Hacé pausas y entendé mejor el sentido del poema”, me dijo algo así. Yo veía a algunos compañeros muertos de la risa, y después, un osado me dijo que era porque al recitar movía una mano como una hélice.
No sé en qué mes de ese lejano año el profesor me llevó para que leyera una crónica de Azorín que describía una tormenta y su después. Ese escrito me produjo una sensación como si fuera un bautismo, una epifanía, un descubrimiento. No sé qué. Las palabras me atraían, me enamoraban, y quise saber quién era el escritor, qué había publicado. El tiempo pasó, el año lectivo se acabó, pero Azorín y el profesor se quedaron en mi memoria, mente y corazón. Tiempo después, nos mudamos a un barrio, El Congolo, y a la vuelta de mi casa, vivía el profesor. Su padre era policía, con pistolera blanca y kepis verde con visera negra. También conocí la hermana del profesor, que todos los días pasaba, por las mañanas, por el frente con su uniforme de cuadritos rojinegros y su cara de virgen del amanecer. Se llamaba (se debe llamar todavía) Olimpia, y digo que el tal nombre también me sedujo, aparte de las piernas y modo de caminar de la pelada.
Muchos años después, en una ceremonia en la que presentaba mi novela El último puerto de la tía Verania, en la Biblioteca Marco Fidel Suárez, dentro de los asistentes estaba el profesor, que me sonreía. No pude resistir el manifestarle en público que su manera de dar las clases de español me llevaron a amar las palabras, las historias, los poemas y a descubrir un escritor que ya hace años no leo. “Profesor Álvaro Sánchez, muchas gracias por su pasión de enseñar”, le dije. Y después fui a abrazarlo. Me pareció que en aquel lugar había un arco iris.
Reinaldo Spitaletta
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